Vestido por fin, salió a la media luz del dormitorio. El radio-despertador de la mesilla marcaba las 6.18. Dos minutos de adelanto sobre el programa. Marissa, dormida, se movió y la sábana se deslizó, dejando a la vista la parte superior de su pecho derecho.
Albert se acercó de puntillas al costado de la cama y se inclinó a besarle el pelo. Sus ojos se desviaron hacia la silueta que yacía bajo la sábana. Aunque veía a su esposa desnuda muy a menudo, seguía descubriéndose mirando furtivamente su cuerpo a la menor oportunidad.
Una mano cálida le acarició el muslo.
– No estás muy contento en mi planchado -murmuró ella, con la voz ronca de sueño.
– Con mi planchado. Bueno, tienes que mejorar -respondió. Marissa debía de haber oído su chasquido.
Ella retiró la mano de su pierna.
Maldita sea, se dijo Albert. Seguía cometiendo el mismo error de siempre. En el vestidor, escondido entre dos jerséis doblados, tenía un libro que leía los martes por la noche, cuando Marissa iba a clases de inglés. Se titulaba Guía para la supervivencia del matrimonio. Cómo superar los primeros años. Una de las cosas en las que insistía el libro era en no ser demasiado crítico y dar apoyo a la pareja.
– Pero estoy seguro de que lo harás -añadió pues, buscando el contacto con su brazo.
– La plancha tiene que estar más caliente, ¿no? -Marissa volvió a levantar la mano y acarició ligeramente la pernera del pantalón.
– Sí, más caliente -dijo él-. Es difícil.
Marissa entreabrió los labios en una sonrisa dubitativa.
– Y tengo que pasarla con más fuerza -añadió. Mientras lo decía, empezó a pasarle la mano por el muslo, arriba y abajo.
– Sí, más fuerte. ¿Ves lo deprisa que aprendes?
– Más caliente y más fuerte -repitió ella al tiempo que sacaba la otra mano de debajo de la sábana y empezaba a frotarle el otro muslo.
Contra sus deseos, él echó un vistazo al radio despertador digital del otro lado de la cama. Eran las 6.26. Ahora llevaba un minuto de retraso. Sin el descuento por llegar temprano, el aparcamiento le saldría por cuatro dólares más.
Marissa se humedeció los labios con la lengua, se acercó un poco más a él y llevó las manos a la hebilla de su cinturón. Mientras ella la desabrochaba, Albert se preguntó si habría notado el agujero de más.
Apartó la mirada del reloj. Te mereces esto, Albert, se dijo. Siempre era el primero en presentarse en la oficina. ¿Qué pasaba si un día llegaba segundo o tercero?
Marissa le tiró de los pantalones.
Al fin y al cabo, podía saltarse el almuerzo para compensar los cuatro dólares. Y así bajaría un poco de peso. Ella buscó su mano y la atrajo hacia sus pechos. Un pezón oscuro y duro se alzó hacia la piel suave de la palma de su mano. Luego, condujo la mano de su marido más abajo, al tiempo que alzaba las caderas al encuentro de sus dedos.
Desabrochado el cinturón, bajados los pantalones y luego los calzoncillos hasta las rodillas, Marissa le rodeó la espalda con los brazos. Durante los últimos meses, había venido quejándose: «Albert, te marchas demasiado pronto por la mañana. Y llegas demasiado tarde por la noche».
– Es importante -le había explicado él-. Para progresar en la Fiscalía, tengo que esforzarme más que nadie.
– Pero tu mujer también te necesita -había insistido ella.
Me necesita, pensó Albert mientras ella entreabría los labios y lo atraía hacia sí. Sus cuerpos empezaron a moverse rítmicamente y los cabellos negros de Marissa se movieron de un lado a otro sobre la blanca sábana. Él aspiró su fragancia. Cierra los ojos y disfruta el momento, se dijo.
Cuando Albert terminó de abrocharse los pantalones de nuevo eran las 6.39. Con seguridad, llegaba tarde al aparcamiento. En la cocina, el café llevaba esperando casi diez minutos. Ya estaría pasado, pero no tenía tiempo de preparar otro. Buscó su viejo termo de cristal al vacío y lo llenó. Por malo que estuviera el café, sería mil veces mejor que el horrible brebaje de la oficina.
En la puerta del apartamento recogió el ejemplar del Toronto Star. Hojeó el periódico en busca de las únicas noticias que le importaban de verdad: ¿Había habido algún asesinato anoche? Una foto de los jugadores de hockey del equipo de Toronto levantando los sticks en señal de victoria dominaba la primera página y un repaso rápido confirmó la mala noticia. No habían matado a nadie en toda la ciudad. Llevaban cuatro semanas sin un asesinato. Vaya momento para una sequía, pensó Albert Fernández mientras cerraba el periódico bruscamente.
Llevaba cinco años ascendiendo en el escalafón de la Fiscalía. Había sido un plan premeditado. Ser el primero en llegar y el último en irse, todos los días. Estar siempre perfectamente preparado e ir bien vestido. Conocer a fondo a los jueces (en un cajón de su mesa tenía guardado un fichero con las peculiaridades y preferencias de cada juez, meticulosamente anotadas con su fina caligrafía).
Y ganar casos.
Su esfuerzo había dado resultados. Hacía un mes, la fiscal jefe, Jennifer Raglan, lo había llamado a su despacho.
– Albert -le había dicho, desplazando una gran pila de expedientes de su mesa, siempre rebosante de papeles-, sé que estás impaciente por llevar una acusación de homicidio.
– Me satisface llevar todos los casos que me llegan -había respondido él.
Raglan, con una sonrisa, había añadido entonces:
– Te has ganado la oportunidad. Resulta bastante impresionante para alguien que sólo lleva cinco años aquí. Te encargarás del próximo asesinato.
En el garaje del sótano, mientras esperaba que su viejo Toyota se calentara, Albert Fernández sacó de su compartimento especial los guantes negros de piel que usaba para conducir.
Un momento antes de apartarse de la cama, Marissa le había susurrado en inglés:
– Esto sólo ha sido la segunda base. Esta noche haremos la carrera.
– Se dice anotaremos la carrera -le corrigió él, también en un susurro.
– Anotar la carrera. Pero ¿hacer el amor?
– Exacto.
– El inglés es muy extraño.
Aquella noche merecía la pena volver corriendo a casa, pensó Albert mientras se ponía los guantes y accionaba la marcha atrás. Ahora, sólo necesitaba un asesinato inesperado y, salvo aquel café demasiado hervido, tendría una mañana perfecta.
VII
Desde luego, aquello no lo enseñaban en la facultad de Derecho, pensó Nancy Parish mientras pugnaba por ajustarse los segundos pantis de la mañana, después de haber hecho trizas los primeros, minutos antes. Al abrir la puerta del armario, no pudo evitar verse de cuerpo entero en el espejo, el único que tenía en su pequeña vivienda adosada. Qué visión más encantadora para empezar la mañana, pensó: una soltera que ya rondaba los cuarenta, sin nada encima salvo las medias.
Enseguida, echó una ojeada a su viejo contestador automático. Por la noche, hacía que le desviaran a casa las llamadas que se recibían en su despacho. Cuando era una abogada defensora joven y dispuesta, respondía las llamadas en plena noche, pero hacía unos años que había empezado a bajar el volumen del timbre cuando se iba a dormir.
La luz de «mensajes recibidos» marcaba «7». Siete condenadas llamadas y aún no había tomado un café. Maldita sea, Henry, se dijo, todo esto es culpa tuya.
El mes anterior, su ex marido, productor del popular programa de radio matinal de Kevin Brace, El viajero del alba, la había convencido para que acudiera de invitada a una tertulia titulada «Mujeres profesionales solteras. ¿Son felices?».
Sólo yo, se dijo Nancy. Qué idiota, dejar que tu ex te empuje a contarle a todo el país que los sábados por la noche cenas huevos revueltos a solas. Henry la había prevenido de que tuviese cuidado con lo que decía. ¿Por qué no le había hecho caso? Había olvidado por completo que la estaba oyendo un millón de personas y, además,