La resaca de un gran juicio siempre era la misma. Un gran estallido de energía y la emoción de que, de repente, te hayan devuelto tu vida. Estupendo. Tendría tiempo, por fin, para ponerse al día en los otros casos, poner orden en las cuentas, quitarse de encima al Colegio de Abogados, ver a todas esas amistades con las que no había hablado desde hacía meses y leer todos esos números atrasados de la revista New Yorker que se amontonaban en el suelo al lado de la cama, irradiando culpabilidad.
No sucedería nada de todo aquello. Unos años antes, Parish había salido con un defensa de los Maple Leafs y las mujeres de algunos otros jugadores le habían advertido que no había nadie más holgazán que un deportista profesional fuera de temporada. Era cierto. Una vez terminada la competición, su novio había pasado seis semanas casi sin salir de casa. Después, lo había fichado el equipo de Pittsburg y allí había terminado el noviazgo.
Buscó la página de deportes del Star. Por lo menos, leería lo de la gran victoria del equipo y lo de la extraordinaria parada del portero veterano al final del partido.
Se abrió la puerta de la sala y entraron dos fiscales a los que cualquier defensor odiaba -Phil Cutter y Barb Gild-, junto con el jefe de policía, Hap Charlton. El eje del mal, pensó Parish mientras el trío tomaba asiento en la primera fila.
Fernández, finalmente, llegó cuando iban a dar las diez, limpio y acicalado como siempre, y se acercó a la mesa de la defensa sin echar siquiera una mirada a la sala. Parish dejó el periódico y salió a su encuentro.
– Albert, hoy he llegado antes que tú -le dijo, estrechándole la mano-. Es un principio.
Él se limitó a asentir, sin mostrar un ápice de su habitual sarcasmo. ¿Tendría algún indicio de lo que iba a suceder? Como siempre, era imposible saber lo que pensaba. Estuvo tentada de decirle que se preparaba algo. En el único caso en que se habían enfrentado, cuando ella había ganado, él se lo había tomado bien. Había insistido en que él no había perdido nada, que el trabajo de un fiscal no era ganar o perder.
Parish se había reído al oírlo. Era la respuesta de manual de los fiscales.
Albert tal vez era un buen perdedor. Quedaba por ver si sería un mal ganador.
LXIII
– Sígame -dijo una voz profunda detrás de Daniel Kennicott. Era el robusto policía fuera de servicio del solar en construcción. Kennicott no había reparado en que el hombre lo seguía. El tipo se abrió paso entre la multitud y él lo siguió pisándole los talones. Cruzaron Queen Street mientras las campanillas de la torre del reloj terminaban de dar los cuartos.
Dong, sonó la campana grande. Quedaban nueve, se dijo Kennicott. No lo conseguiría.
La plaza frente al Ayuntamiento Viejo estaba llena hasta los topes. El policía fuera de servicio continuó apartando gente como un arado que abriera un surco en la nieve virgen.
Dong. Dong. Dong.
Llegaron a la amplia escalinata que conducía a la puerta principal y encontraron un claro. Kennicott subió los peldaños de tres en tres. Un grupo de busconas se había situado delante del cenotafio, fumando, y les mandaron una nube de humo cuando pasaron junto a ellas.
En el reloj había sonado la octava campanada.
Kennicott continuó avanzando. Tendría que saltarse la cola de entrada. Se fijó en dos hombres de negocios bien trajeados con cara de susto. Debía de ser un caso de evasión de impuestos, se dijo mientras se acercaba a ellos a toda prisa. Oyó la novena campanada.
– Policía. Abra paso.
Los hombres se volvieron, sobresaltados, y se apartaron automáticamente.
Dong, cayó la décima y última campanada y el silencio llenó el espacio en el que debería haber sonado la siguiente.
Kennicott soltó una maldición por lo bajo mientras agarraba el pomo de la gran puerta de roble y tiraba hasta abrirla. Una vez dentro, se encaminó directamente al puesto de control, sacó la placa y la enseño al guardia, que lo miraba perplejo.
– Policía. Asunto oficial urgente -gritó Kennicott mientras pasaba el control de seguridad y corría hacia la gran rotonda principal, que estaba repleta de policías, abogados, clientes e incluso unos cuantos jueces con sus secretarios, todos dirigiéndose apresuradamente a sus salas. Todo el mundo hablaba a la vez, creando un murmullo de fondo como un zumbido.
Subió la escalera a la carga, dobló la esquina de la izquierda y corrió de frente hacia la sala 121. El viejo alguacil de la campanilla todavía estaba fuera. Kennicott enseñó la placa mientras se acercaba.
– ¿Todavía no ha empezado? -chilló prácticamente al funcionario.
– Su Señoría se ha retrasado. Tenía una llamada telefónica importante. Asuntos de familia.
– ¡Qué suerte! -dijo Kennicott mientras entraba y se detenía. Tenía el corazón desbocado y la frente sudorosa.
La sesión iba a empezar. Kevin Brace estaba de pie en el banquillo de los acusados. Fernández y Parish también se habían levantado. En el estrado, el juez Summers estaba quitando la capucha de su estilográfica. A su lado, en el estrado de los testigos, el agente Ho procedía a abrir su bloc de notas policial.
El resto de la sala estaba casi vacío. Phil Cutter y Barb Gild estaban en la primera fila con el jefe de policía Charlton. En la tribuna del público sólo había una persona más, un hombre de tez oscura con una chaqueta de cuero vieja, y un puñado de reporteros.
Kennicott observó a Phil Cutter. El tipo tenía una expresión relamida y satisfecha. Pensó en lo que Jo Summers había oído que le decía a Gild. La Fiscalía era un lugar donde una carrera profesional podía progresar o ir a menos según el capricho de quien la dirigía. Igual que los presos, que nunca estaban dispuestos a delatar a sus compinches, o que los médicos, que nunca señalarían los errores de un colega, o que los policías, que se cubren unos a otros, no había muchos fiscales dispuestos a arriesgar el cuello por criticar a un compañero.
Pensó en los últimos instantes de su visita a la casita de Jo Summers Después de hablar con Greene, había colgado el móvil, la había mirado y le habla dicho:
– Tengo que salir corriendo. Ya conoces a tu padre. No llega nunca tarde al tribunal.
– Lo sé muy bien, créeme -respondió ella. Él miró el plato de huevos recién hechos y, disculpándose, hizo ademán de devolverlos a la cocina-. Vete y deja eso -dijo Jo, avanzando un paso para quitarle el plato de las manos.
Por un instante, estuvieron muy cerca el uno del otro. Kennicott la tomó por el codo y ella cerró la mano en torno a su bíceps. Él la besó y ella apretó con más fuerza. Sólo fue un par de segundos, pero pareció mucho más.
Jo era la única persona que sabía que intentaba desesperadamente llegar a tiempo al tribunal. Al tribunal de su padre. Y el alguacil acallaba de decirle que Summers se había retrasado a causa de una llamada importante. Asuntos de familia.
– Gracias, Jo -susurró Kennicott para sí.
– Oyez, oyez, oyez -anunció el secretario, tirando de su toga hacia delante por los hombros en un gesto ampuloso-. Quien tenga asuntos que presentar al tribunal, que se acerque ahora y será escuchado.
Nadie parecía haber advertido la entrada de Kennicott.
Tan pronto el secretario tomó asiento, Nancy Parish anunció:
– Señoría, deseo dirigirme al tribunal inmediatamente por una cuestión urgente. Tengo nuevas instrucciones de mi cliente. Voy a presentar mi renuncia como abogada de la defensa en este caso y creo que, a continuación, mi cliente desea dirigirse al tribunal.
A Kennicott se le aceleró el corazón, esta vez de nerviosismo, no del esfuerzo físico. Después de tanto correr para llegar allí, los pocos pasos que dio a continuación fueron los que más le costaron. Tragó saliva, cruzó la puerta batiente de madera y se plantó en la zona reservada a los letrados.