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Entonces, Kennicott lo notó. Percibió cómo lo bañaba la oleada purificadora de lo sucedido, el fluir de la sangre limpia por sus venas, la sensación que tanto había deseado saborear, aunque sólo fuese un instante, por su hermano perdido. Lo que Michael merecía por encima de todo lo demás: Justicia.

Cuarta parte – Junio

LXIV

– Te he preparado un té.

Jennifer Raglan abrió la puerta de la habitación de Ari Greene y se metió en la cama a su lado. Greene cogió una almohada y se acomodó, medio incorporado.

– No hirvió tanto como para eliminar el oxígeno del agua -comentó ella con una risilla, mientras colocaba entre los dos una bandeja con una tetera, una taza y un plato de naranjas a rodajas, perfectamente presentadas.

– Gracias. -Greene alargó la mano hacia la tetera.

– Ya lo hago yo -dijo ella. Greene espero y Jennifer llenó la taza y se la acercó.

– ¿Tú no tomas nada?

Ella dijo que no con la cabeza. Llevaba una de las camisetas negras de manga corta de él. Las mangas le llegaban a medio antebrazo.

– Ayer lo notifiqué a la Fiscalía -dijo ella mirándole a los ojos-. Me tomo el verano libre. Cuando vuelva, dimitiré de fiscal jefe. Quiero volver a llevar casos de uno en uno.

La taza que Greene tenía en la mano era muy gruesa. Todavía no se notaba caliente.

– Los chicos están hechos un lío. -Jennifer movió la cabeza-. Simón habla de abandonar el hockey y William se dejó el trabajo de ciencias en mi casa cuando era la semana de su padre y yo estaba dando una conferencia en el norte y Dana no aguanta…

Greene le tomó la mano. Ella, finalmente, volvió el rostro hacia él, con un temblor en el labio Inferior.

– Está bien dijo él.

– Es sólo que…, que… -Se echó a llorar. Lloró como lo hace quien no derrama lágrimas a menudo-. Los chicos se lo toman fatal. Y tengo miedo de que empiecen a odiarme. -Sacudió la cabeza de nuevo y añadió-: No es un mal hombre.

– Está bien -dijo Greene.

– Necesito darle una oportunidad más. Lo lamento mucho… -Jennifer hundió la cabeza en su hombro. Él la ayudó a incorporarse.

– No hay nada que lamentar -respondió.

Ella se enjugó las lágrimas con la manga.

– No te preocupes -dijo con una risilla-. No soy Ingrid Bergman a punto de subir a un avión.

Greene le devolvió la risa:

– Y yo no soy Humphrey Bogart alejándose en la niebla…

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó ella.

Greene se encogió de hombros. La respuesta era evidente, pero temía herirla si la expresaba.

– Siempre hay otro asesinato -dijo, en lugar de ello.

– Y siempre hay otra mujer -replicó ella, amagando en broma un puñetazo a las costillas.

– Vamos, vamos. No se puede tener todo.

Ella le rozó la mejilla y exhaló un largo suspiro.

– No tengo que recoger a los chicos hasta dentro de hora y media.

Él le apartó la mano y la retuvo en la suya.

– Iré a desayunar al Hardscrabble Café -dijo-. Queda lejos.

Ella le apretó la mano y asintió.

– No te rindes nunca, ¿verdad?

– Siempre hay algo que he pasado por alto.

Ella se inclinó, le dio un beso y se acurrucó contra él.

– Te he mentido -dijo-. Soy Ingrid Bergman. Abrázame, Ari…

LXV

Ari Greene, el perpetuo detective, pensó Daniel Kennicott cuando se asomó a la ventana de su casa y vio pasar ante su puerta el viejo Oldsmobile. Aunque había espacio de sobra delante mismo de la casa, Greene aparcó un trecho calle arriba y volvió andando.

Era un auténtico tic de policía, tan instintivo que resultaba casi innato: pasar al volante por delante del objetivo y echar un vistazo antes de entrar en acción. Llegaba con diez minutos de adelanto. Otro tic de policía.

Kennicott cerró la cremallera de la cartera de mano. Le llevó unos minutos cerrarlo todo en el apartamento. Tenía una nota para el señor Federico en la que le pedía que le regara las plantas durante los quince días que estaría ausente.

Cuando llegó al jardín delantero, Greene estaba de conversación con el casero. El tema, naturalmente, eran las tomateras del señor Federico, que ya estaban en plena floración gracias al tiempo primaveral, insólitamente cálido.

– Hoy es luna llena -decía el señor Federico, señalando el horizonte, donde una luna redonda colgaba sobre los tejados de las casas a aquella hora temprana de la mañana-. El mejor día para plantar.

Greene asintió solemnemente al tiempo que cruzaba la mirada con Kennicott.

– Mi casero está muy orgulloso de sus tomates -comentó el agente mientras se acomodaba en el asiento del acompañante del coche de Greene-. El avión sale a las siete y media de esta tarde.

– Tenemos tiempo. Son pocas horas de trayecto -dijo el detective y puso el motor en marcha.

No había mucho tráfico. Cruzaron la ciudad en silencio, tomaron la autovía del norte y no tardaron en encontrarse en unas carreteras rurales salpicadas de granjas y de campos de maíz recién plantados.

Greene lo había telefoneado a última hora de la noche y se había ofrecido a llevarlo al aeropuerto tras aquel desvío. Kennicott había aceptado gustosamente. Los dos sabían que su inminente viaje a Italia era la mejor pista que tenían en el caso de su hermano. El trayecto les daría oportunidad de repasarlo todo una vez más. Sin embargo, en lugar de hablar, Kennicott se descubrió mirando por la ventanilla en silencio. Pensando.

Pensar era una especie de arte perdido, solía decir Lloyd Granwell, el mentor de Kennicott en su antiguo bufete de abogados de Bay Street. Granwell, socio principal que lo había reclutado personalmente para la firma, usaba un sistema con los abogados antes de que fueran a juicio.

Pedía a cada letrado, joven y nervioso, que acudiera a su despacho con todas sus notas para el juicio, lo recibía con su habitual cortesía y, a continuación, se lo quitaba todo de las manos. Incluido el ordenador portátil y las ubicuas agendas electrónicas.

«Ahora -le decía entonces, conduciéndolo hasta una puerta lateral-, haz el favor de tomar asiento en esa habitación.» Abría la puerta y lo hacía entrar en una sala pequeña y cómoda, amueblada con una silla y nada más. Lo único que colgaba en las paredes era un viejo anuncio de IBM de los años cincuenta, con una única palabra en éclass="underline" PIENSA.

«Siéntate, por favor -repetía-. Ahora, pasarás la próxima hora aquí, sin teléfono móvil ni ordenador, sin carpetas, ni blocs de notas ni bolígrafo. A solas con ese cerebro que Dios te ha dado. Haz algo que mucha gente ha olvidado cómo se hace: pensar.»

Los abogados siempre entraban en la Caja de Granwell con una expresión de terror en el rostro. Inevitablemente, salían relajados y confiados. Y agradecidos.

El campo se hizo más agreste conforme avanzaban hacia el norte. Los árboles caducifolios y las granjas opulentas dieron paso paulatinamente al bosque de coníferas y la roca del Escudo Canadiense.

– Son las nueve -dijo Greene cuando pasaban ante una casa de campo abandonada-. Escucha esto.

Majó la mano y conectó la vieja radio del coche.

«Buenos días -dijo una voz que le sonó familiar-. Soy Howard Peel, propietario de Parallel Broadcasting. Hoy me satisface mucho anunciarles que tenemos un nuevo programa matinal y un nuevo conductor para el programa.»