Kennicott miró al detective. Greene se volvió con una sonrisa sardónica.
«Hola, soy Donald Dundas y estoy encantado de sumarme al equipo de Parallel Broadcasting. Bienvenidos a nuestro nuevo programa… Desayuno al sol.»
Greene y Kennicott se echaron a reír.
– Y aún se pone mejor -dijo el detective-. Escucha quién es el primer invitado.
«Esta mañana entrevistaremos al jefe de policía de Toronto, Hap Charlton, que nos hablará de la nueva unidad de choque que el cuerpo ha establecido para…»
Greene alargó la mano y apagó la radio.
– Plus ça change!-comentó.
– Charlton tiene siete vidas -asintió Kennicott.
– O más. Cuando Fernández se reunió con Cutter, Gild y el jefe en el Vesta Lunch, llevó una pluma especial que le había regalado su padre. En ella escondía una micrograbadora. Su padre es dirigente de un sindicato local y la utiliza cuando tiene reuniones con la dirección. He escuchado la grabación una decena de veces. Cutter y Gild caen en la trampa, pero Charlton es más astuto que un zorro.
– ¿No hay nada contra él que lo incrimine?
– Fanfarronea un poco sobre que el dueño del Vesta Lunch le cubría cuando era policía de patrulla en la calle, hace veinticinco años. De la parte jugosa de la conversación, sin embargo, se mantiene al margen.
Al cabo de casi dos horas de viaje, la carretera enfiló cuesta abajo hasta que apareció ante ellos el brillante azul de un gran lago. En su orilla se alzaba un edificio de madera de aspecto anticuado, junto a una amplia playa de arena y un gran embarcadero cuadrado que se adentraba en el agua. Varios grupos de niños jugaban en la arena, nadaban y saltaban de un trampolín a gran altura. Era como si alguien hubiera colocado ante los ojos de Kennicott una postal de una escena de verano perfecta.
La carretera se desvió del lago y subió rápidamente a través de una gran trinchera en la roca. Sendas placas de granito cortado a pico emparedaron la carretera, reemplazando en un abrir y cerrar de ojos la bucólica escena estival.
Kennicott había intentado averiguar más sobre el esquivo detective, pero siempre había pinchado en hueso. Greene se había criado en Toronto, había ingresado en el cuerpo con casi treinta años y había ascendido rápidamente. Hacía unos años, había pasado algo -Kennicott no lograba descubrir qué- y Greene se tomó una larga excedencia. Sus padres eran supervivientes del Holocausto. El padre de Greene, que había sido zapatero, estaba echando una mano en la investigación del asesinato de su hermano, que era el único caso de Greene sin resolver. ¿Greene estaba soltero, casado, divorciado? ¿Tenía hijos? ¿Hermanos? Un misterio.
– Un verano, mis padres me mandaron aquí de campamento -comentó Greene. Era muy raro que el detective comentara algo de su vida.
– ¿Le gustó? -preguntó Kennicott. Greene se encogió de hombros.
– Tenga, écheles un vistazo -dijo, entregándole varios papeles que sacó de la cartera.
El primero era una copia del expediente de tráfico de Jared Cody, con domicilio en 55 Pine Street, Haliburton, Ontario. Sin antecedentes penales. Sin multas destacables. Sólo un par de denuncias por exceso de velocidad.
– ¿Quién es? -preguntó Kennicott.
– Un tipo que estaba siempre en el café durante mis visitas. Es otra de mis malas costumbres: me dedico a anotar matrículas. La última vez que estuve allí, anoté la suya en el dorso de un recibo de una crema para la dentadura postiza que había comprado para mi padre. Ayer hice una búsqueda e imprimí el resultado. Mire las otras hojas.
Kennicott echó un vistazo a la siguiente. Contenía dos informes de incidencias de la policía. El primero llevaba fecha de 15 de marzo de 1988. Decía:
Un grupo de ciudadanos se congregó a las puertas de la oficina de la Asociación de Auxilio Infantil, en Toronto. Llevaban carteles de protesta y megáfonos y gritaban: «Devolvednos a nuestros hijos». El líder del grupo, Jared Cody, nacido el 1 de mayo de 1950, se identificó como abogado especialista en derechos de la infancia. Se advirtió a los manifestantes que no causaran alteraciones del orden ni invadiesen la propiedad privada. No se practicaron detenciones
La segunda estaba fechada en 1989.
Un grupo de ciudadanos se congregó en la calle principal de la población de Haliburton. Llevaban carteles de protesta y megáfonos, y gritaban: «Devolvednos a nuestros hijos». El líder del grupo, Jared Cody, nacido el 1 de mayo de 1950, se identificó como abogado especialista en derechos de la infancia. Se presentó una fuerza policial y se produjo un forcejeo. Un agente recibió un empujón por la espalda y, en la caída, rompió el escaparate de una tienda llamada Stedmans. La señora Sarah Brace, nacida el 21 de diciembre de 1947, recibió una amonestación al respecto y quedó libre. No se practicaron detenciones.
– Parece que le dio un buen empujón al agente -comentó Kennicott.
– Por la espalda -dijo Greene.
Continuaron la marcha en silencio durante un rato.
– Las obras en la carretera eran realmente terribles las otras veces que he estado aquí -indicó Greene mientras seguían ascendiendo. Un rótulo junto a la calzada anunciaba, acogedor: BIENVENIDO A LAS TIERRAS ALTAS DE HALIBURTON -. Este tramo de doble carril es totalmente nuevo.
– McGill dijo que las obras estaban acabando con el negocio -asintió Kennicott.
– Probablemente. Eran kilómetros de calzada levantada -continuó Greene-. Es otra mala costumbre que tengo, ¿sabe? Cuando un caso se ha cerrado, me gusta volver a echar un último vistazo. Siempre hay algo que me había pasado inadvertido. Normalmente, es algo de lo más evidente.
Veinte minutos más tarde, llegaron al Hardscrabble Café. Pasaban unos minutos del mediodía y el aparcamiento estaba lleno de vehículos, la mayoría de ellos furgonetas rurales de caja abierta.
Al entrar en el local, el olor a pan recién hecho despertó de inmediato el hambre de Kennicott. El restaurante estaba abarrotado. Un ventilador suspendido del techo giraba a toda velocidad, pero en las mesas hacía calor. Encima de ellas, también colgados del techo, había unos hermosos ramilletes de flores, Ocuparon la última mesa, cerca de la ventana del fondo, y al cabo de unos minutos se acercó la camarera, una mujer delgada, a tomar el pedido.
– Lamento haberlos hecho esperar -dijo mientras preparaba el bloc para anotar.
– Hola, Charlene -dijo Greene-. ¿De qué es la ensalada especial de hoy?
Charlene miró al detective. Estaba claro que no lo había reconocido.
– De tomate y pepino -respondió, después de consultar el dorso del bloc-. Todo cultivado aquí.
Greene pidió la ensalada. Kennicott, una lasaña casera. Cuando Charlene se disponía a irse, Greene se inclinó hacia ella con una expresión conspiradora.
– ¿Podría hacerme un favor?-le dijo, al tiempo que sacaba del bolsillo una cucharilla metida en una bolsa de plástico-. Dígale a la señora McGill que ha venido el señor Greene a devolverle cierta pieza de cubertería.
La camarera puso unos ojos como platos mientras Greene depositaba la bolsa en la mesa, junto a su plato.
Comieron con calma. Greene tenía razón: la comida era buena. El detective pidió pastel de frambuesa para los dos. Cuando estaba acabando, por las puertas batientes de la cocina apareció Kevin Brace. Kennicott miró a Greene. Éste no pareció en absoluto sorprendido.
Brace sostenía una cubeta rectangular de plástico anaranjada con la que iba de mesa en mesa con paso calmoso, apilando platos y cubiertos sucios. Hacía el trabajo metódica y pausadamente, sin apresurarse. Como lo haría un preso que cumpliera condena, pensó Kennicott mientras lo veía acercarse a su mesa.
A corta distancia, Kennicott observó que Brace se había cortado el pelo. Lucía un corte vulgar y barato. A pesar del calor del comedor, llevaba un jersey de cuello alto, blanco. Al reconocer a los dos hombres, asomó en su rostro inexpresivo una sonrisa estupefacta. Recogió sus platos y los amontonó despacio.