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– Ve a podar, entonces. Sal a que te dé el sol.

Parish sabía que tenía razón. Hacía seis semanas que había terminado el juicio de Brace y había pasado por todas las etapas predecibles del síndrome de abstinencia. La primera semana había hecho poco más que mover papeles de sitio en el despacho y demorarse en los almuerzos, repasando página a página los cuatro periódicos diarios. Para entretenerse, borraba los perpetuos mensajes de voz de los periodistas que querían entrevistarla para hablar del caso.

Su amiga Zelda la arrastró a una noche de vodka y conversación sobre el tema favorito de Zelda: la vida sexual de Nancy. Un tipo en el bar le había pedido el teléfono y ella había llegado a dárselo. Cuando la había llamado, al cabo de unos días, ella le había dicho que lo llamaría al cabo de un par de meses. El hombre había parecido claramente decepcionado.

La semana siguiente se hizo la solemne promesa de ser más productiva y, en efecto, participó en un pequeño juicio, unas cuantas declaraciones de culpabilidad y alguna vista previa. Lo que se había percibido como una «gran victoria» en el caso Brace le había proporcionado un montón de posibles clientes nuevos. Algunos eran interesantes, pero muchos eran perdedores, gente con casos desesperados que querían cambiar de abogado en la vana esperanza de que ella pudiera sacar un conejo de la chistera.

Al final de la tercera semana, no pudo seguir retrasando la visita a casa de sus padres y consiguió no pelearse con su madre durante dos días enteros. Su fin de semana Bridget Jones, había pensado cuando, a última hora de la noche del sábado, se encontró sentada en su antigua habitación, con la ventana abierta de par en par, fumando el primer cigarrillo que encendía en años.

Las últimas semanas habían pasado en una bruma difusa. Ted tenía razón al echarla del despacho. Cuando salió a la calle, decidió acercarse a la floristería de George. Éste, un viejo chivo de modales ásperos que parecía llevar los mismos vaqueros con peto durante todo el año, la recibió con su habitual humor irascible.

– Buenos días, letrada -dijo mientras cortaba capullos de unas plantas de aspecto lánguido.

– Hola, George -lo saludó. El surtido botánico de la tienda, muy abundante por lo general, se veía en esta ocasión escaso y poco lucido. lira evidente que todas las plantas anuales apetecibles habían sido adquiridas hacía tiempo por los jardineros conscientes y responsables.

– Este año viene más tarde que nunca.

– He andado muy liada.

– Creo que la vi en el periódico una vez, esta primavera. Cuando envolvía unas plantas para clientes que compraban en temporada.

– ¿Queda algo decente? -preguntó ella.

En aquel preciso instante, sonó su móvil. George puso los ojos en blanco mientras ella respondía.

– Nancy Parish -dijo, dándole la espalda.

– Señora Parish -respondió una voz que no reconoció-. Me dio su número un antiguo cliente suyo…

– Llame a la oficina, por favor. Me he tomado la semana libre y mi socio…

– Compartí celda con él todo el invierno -continuó el hombre-. Creo que querrá usted verme.

Se llevó sin más unas plantas que George le recomendaba y salió apresuradamente.

Media hora después, el antiguo compañero de celda de Kevin Brace entraba en la sala 301 y tomaba asiento en la que Parish había terminado por considerar la silla de Brace.

– Fraser Dent -se presentó, tendiéndole la mano. Calvo en la coronilla, llevaba los cabellos muy largos a los lados, lo que le daba un aire de payaso. En su boca se dibujaba una amplia y mordaz sonrisa.

Parish se dio cuenta de que se había acostumbrado tanto al silencio de Brace en aquella estancia, que le sorprendía oír a alguien hablando.

– ¿Qué sucede? -dijo ella, preparando una hoja en blanco y un Bic sólo un poco roído.

– Nada, en realidad -respondió él, frotándose el rostro con las manos-. Ayer me cargué una ventana en el refugio.

– ¿Y…?

– Bueno, con mis antecedentes, no tengo modo de salir con fianza. Quiero que me haga un favor. Llame al detective Greene y dígale que estoy aquí.

– El detective Greene… -repitió Parish con cautela-. La última vez que supe de él, era detective de Homicidios. ¿Por qué habría de molestarse por un tipo que rompe una ventana?

– Usted dígale sólo que se ha estropeado el aire acondicionado en el refugio, así que voy a estar descansando aquí unos días. Además, los Jays juegan en Kansas City y dentro puedo ver los partidos después del toque de queda.

– ¿Quiere que le diga eso?

– Puede decirle que me gustaría salir…, digamos, el viernes. He visto el mapa del tiempo y la ola de calor ya debería haber pasado para entonces.

Parish dejó el bolígrafo y sonrió.

– Bien -dijo-. Llamaré a Greene.

– Si no consigue dar con Greene, llame a Albert Fernández. He oído que últimamente le va muy bien en la Fiscalía.

Parish se echó a reír.

– Qué coincidencia. Fernández también lleva casos de asesinato, por lo que estoy segura de que también estará muy interesado en su caso.

– Perfecto -dijo él.

– Muy bien, señor Dent. Los llamaré a los dos si me responde a una pregunta.

– Dispare.

– Alguien como usted ha tratado con muchos abogados. ¿Por qué me ha llamado a mí?

Dent le dirigió una gran sonrisa, a juego con su aspecto de payaso.

– Como le dije por teléfono, un antiguo cliente suyo me habló de usted.

– ¿Qué le dijo?

– No me dijo nada, señora Parish. Nada de nada. -Dent soltó una carcajada-. Me dio esta nota. Y me dijo que, cuando me metieran en la cárcel, usted es la mejor abogada de todo el país, maldita sea.

Dent le entregó un papel doblado. Parish lo desplegó despacio, con manos temblorosas. Reconoció al instante la letra de Brace.

7 de mayo, por la mañana temprano

Nancy:

Suceda lo que suceda hoy, quiero que sepa que es una abogada extraordinaria y una persona muy especial. Le deseo toda la felicidad que merece.

Por favor, ocúpese del señor Dent. Puede necesitar sus servicios de vez en cuando.

Kevin

Por alguna razón, el olor a basura del montacargas cuando lo tomó para volver a la planta baja no era tan terrible como recordaba. Mientras la puerta de la prisión se cerraba de nuevo tras ella, avanzó por la larga rampa que se extendía junto al muro, la misma rampa que había subido con su maletín cargado durante aquellos oscuros meses de invierno.

Soplaba una leve brisa y el aire era cálido y húmedo. Conforme bajaba, sus pasos se aceleraron. Ya sabía qué haría aquel día.

Al salir de la floristería, George le había endilgado dos plantas.

– Es un poco tarde para esas otras, señora Parish -le había dicho. -¿Qué más hay?

– Es hora de que pase a las perennes. Pruebe esto.

– ¿Qué es?

– Espliego.

– ¿Espliego?

– Sí. Huele de maravilla y ni siquiera necesita fertilizante. Póngalo al sol y ya está. El único truco es no plantarlo demasiado hondo.

– Creo que a eso llego-había dicho ella, llevándose las dos macetas mientras guardaba el móvil en el bolsillo de los vaqueros.

– Además -dijo George, casi con una sonrisa-, el espliego me recuerda a usted, letrada.

– ¿Por qué? -preguntó ella.

– Porque le encanta el calor.

Espliego, pues, se dijo Nancy mientras apretaba el paso por la rampa, con el bolígrafo rebotando en el pasamanos, ra-ta-ta-ta, hasta que alcanzó la calle. A la carrera.

LXVII

– ¿Qué pasa con los Maple Leafs? -preguntó Greene. Había atravesado la brecha en la roca a toda velocidad y había detenido el coche en la cuneta delante del viejo centro de vacaciones junto al lago.

Kennicott miró hacia el agua y vio a una adolescente sola en lo alto de la estructura de madera del trampolín. Parecía nerviosa.