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– ¡Oh, hola! -dijo el hombre, deteniéndose al momento. Muy rubio, le sonrió y dejó a la vista una dentadura blanca y sana.

– Buenos días, señor. -Con el último periódico del reparto en la mano, Singh se volvió a la mujer-: Buenos días, señora.

La mujer avanzó un paso. Sus cortos cabellos negros enmarcaban unas facciones encantadoras.

– Ya nos llega el Globe. Fantástico -dijo y le cogió el periódico con relajada confianza-. Cal, a la vuelta compraremos unos cafés con leche y lo leeremos en la terraza.

– Estupendo -asintió el hombre y le tendió la mano al señor Singh-. Cal Whiteholme.

– Bienvenido -dijo el señor Singh-. Yo soy Gurdial Singh, la persona que reparte su periódico.

– Ésta es mi guapa esposa, Constance -la presentó el hombre llamado Cal, tomándola del brazo.

La mujer llamada Constance, que ya estaba leyendo el periódico, levantó la vista al señor Singh. Tenía unos ojos azules espléndidos.

– Hola -dijo con una gran sonrisa.

– El banco acaba de devolvernos a casa después de pasar dos años en París -explicó el hombre-. Y le aseguro que las pequeñas cosas, como los trituradores de residuos, recibir el periódico en la puerta y poder realmente correr por la hierba del parque, resultan simplemente maravillosas.

– Salimos a correr todas las mañanas antes del trabajo -añadió la mujer, levantando la vista otra vez. Radiante-. Es fantástico que venga usted tan temprano.

– Efectúo mi reparto en el 12A todos los días a las cinco y treinta, en punto -anunció el señor Singh-. Antes era maquinista jefe de los Ferrocarriles Nacionales de la India, así que uno está acostumbrado a la puntualidad.

– Espléndido -dijo el hombre llamado Cal.

El señor Singh sonrió.

Se produjo un silencio incómodo.

Por un momento, el señor Singh pensó en informar a la joven pareja de que los Ferrocarriles Nacionales de la India eran la mayor empresa de transporte del mundo. Entonces advirtió que la mujer llamada Constance hacía tintinear unas llaves en la mano y decidió dejar la conversación para más adelante.

Reconocimientos

Hace un día especialmente cálido en Toronto, que aún resulta más caluroso porque estoy sentado en el salón de letrados del Ayuntamiento Viejo, un edificio sin aire acondicionado central y lleno de gente agobiada de calor entre sus muros de piedra. Parece un lugar adecuado para la tarea, de enormes proporciones, de dar las gracias a algunos de quienes me han ayudado a entregar este libro a imprenta.

Durante mis años de colaboración en su revista, Robert Sarner me llevó a París y me enseñó a editar. Carey Diamond ha pasado una vida conmigo como socio en nuestra propia aventura editorial. Los talentosos escritores David Bezmozgis, Michelle Berry y Antanas Sileika han sido de inconmensurable ayuda.

No puedo imaginar la práctica del derecho penal sin mi socio de tantos años, Alvin Shidlovski. Jacob Jesin, el miembro más reciente de la firma me ha liberado de obligaciones para este y otros libros que vayan a venir. El doctor Jim Cairns y otros médicos me ofrecieron generosamente su tiempo y su experiencia. Tom Klatt, detective de Homicidios convertido en investigador privado, y Debra Klatt, experta extraordinaria en huellas dactilares, fueron infinitamente ingeniosos y pacientes conmigo.

Mi gran amigo y mi crítico más perspicaz, el escritor Douglas Preston, me ayudó sin límites.

Todos los escritores creen que su agente es el mejor, pero no hay ninguno comparable a Victoria Skurnick, que ha sido mi colega en cada paso del camino, día a día, más allá de lo que exige el deber. He sido muy afortunado.

Cuando escogí a Sarah Crichton como directora literaria, me dijo: «Mi nombre aparecerá en tu libro». No pude sentirme más feliz.

Mención especial, entre los muchos que me dedicaron su tiempo, para Katherine McDonald, Howard Lichtman, Nancy Davis, Tina Urman, Lori Burak, Marvin Kurz, Selene Preston, Ricky Wortzman, Alan Bardikoff, Corinne LeBalme, Lee-Anne Boudreau, Alison McCabe, Valerie Hussey, Avrum Jacobson, Mark, Martha y Bob Davis, Helen y Will Tator, Cheryl Goldhart, Glen Gastón, Ellen Kachuk, David Israelson, Denise Sawney, Kate Parkin, Susan Gleason, Kevin Hanson, Elizabeth Fischer, Alison Clarke, Cailey Hall y mis tres tremendos hermanos: Lawrence, David y Matthew Rotenberg.

Que mi madre, Gertrude Rotenberg, no esté aquí para compartir esto con todos nosotros es la parte más dura. Cuando tomé la mano de mi padre, el doctor Cyril Rotenberg, de ochenta y siete años, y le dije: «Papá, nuestro apellido se conocerá en todo el mundo», el momento hizo que todo mereciese la pena.

Hace diecisiete años, cuando mi esposa y yo empezamos a tener hijos, me puse finalmente a escribir en serio. Resulta contradictorio, desde luego. El tiempo, siempre importante, se hizo un bien más escaso con su llegada. Peter, Ethan y Helen, esto demuestra la profundidad con la que me inspiráis cada día. Os estoy más agradecido de lo que podréis figuraros nunca. (Mis hijos no me perdonarían si no guardara también una palmadita en la testuz de nuestro perrito, Fudge, mi constante compañía a las cinco de la mañana.)

Más de lo que ella sabrá nunca, mi esposa, Vaune Davis, es la razón de este libro. Después de casi veinticinco años juntos, continúa sorprendiéndome. Que esta novela esté dedicada a ella, y sólo a ella, lo dice todo.

Toronto, septiembre de 2008

ROBERT ROTENBERG

ROBERT ROTENBERG es abogado criminalista y vive en Toronto con su esposa, la productora de televisión Vaune Davis, sus tres hijos y su perrito Fudge, su compañía cada mañana, cuando se levanta a escribir.

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