– Joder -masculló con voz medio ahogada-. Joder. Joder.
El médico lo miró por encima de las gafas.
– Nunca nos acostumbramos a esto, ¿verdad?
Yngvar Stubø no respondió. Tenía los nudillos blancos. Sorbió levemente por la nariz.
– Ya he acabado -le informó el forense, quitándose los guantes de látex-. Un niño precioso. Cinco años. Tienes todo el derecho del mundo a cabrearte. Aunque no sirva de mucho.
Stubø quería apartarse de allí, pero su cuerpo no lo obedecía. Acercó con cuidado la mano derecha a la cara del chico, que parecía estar sonriendo. Stubø dejó que su dedo índice le rozara el rostro, despacio, casi sin tocarlo, desde la cuenca de los ojos hasta la barbilla. Notó el tacto céreo de la piel y una sensación gélida en la punta del dedo.
– ¿Qué ha pasado?
– Que no lo habéis encontrado a tiempo -respondió el patólogo con sequedad-. Supongo que eso es en esencia lo que ha pasado.
Cubrió el cadáver con una sábana blanca. Así tapado, el cuerpo del niño parecía aún más pequeño, casi encogido. La mesa de acero inoxidable era muy larga. Estaba pensada para adultos. Tenía las medidas justas para el cuerpo de un adulto responsable de sí mismo, muerto de un ataque al corazón, por ejemplo, por llevar una dieta demasiado rica en grasas y fumar demasiados pitillos, por entregarse a los vicios de la vida moderna. No era una mesa para niños.
– No me vengas con eso -replicó Stubø por lo bajo-. A los dos nos ha afectado mucho esto…
Guardó silencio mientras el forense se lavaba las manos a conciencia. Era como una ceremonia, como si de lo que se estuviera intentando librar con agua y jabón fuera de la muerte.
– Tienes razón -murmuró el médico-. Lo siento. Salgamos.
Su despacho estaba justo al lado de la sala de autopsias.
– Cuéntame -dijo Yngvar Stubø, dejándose caer en un desgastado sofá de dos plazas-. Quiero todos los detalles.
El forense, un hombre escuálido que se aproximaba a los sesenta y cinco años, se quedó de pie junto a la silla de su despacho con una expresión ausente, casi de aturdimiento. Vaciló por un momento, como si no se acordara muy bien de lo que tenía que hacer. Después se pasó la mano por el pelo y se sentó.
– No hay detalles.
Aunque el despacho no tenía ventanas, el ambiente en su interior era fresco, casi frío, y estaba sorprendentemente libre de humo. Sobre el débil rumor del acondicionador de aire se oía una lejana sirena de ambulancia. Stubø se sentía encerrado. Allí dentro no había signos que le permitiesen orientarse: ni luz del día, ni sombras, ni nubes huidizas que le indicasen dónde se encontraba.
– Se le ha practicado una autopsia a un niño identificado de cinco años -dijo el médico con cadencia monótona, como si estuviera leyendo un informe invisible-. Sano. De altura y peso normal. Según los allegados, no padecía enfermedad alguna, y tampoco se han detectado señales de enfermedad durante la autopsia. Los órganos internos están intactos y sanos. Ni el esqueleto ni el tejido conjuntivo presentan daños. Tampoco hay señales de violencia externa u otro tipo de daños. La piel está intacta, salvo por un rasguño en la rodilla derecha que el niño evidentemente se hizo por lo menos hace una semana y, por tanto, antes del secuestro.
Stubø se frotó la cara. La habitación daba vueltas. Necesitaba algo de beber.
– Tiene los dientes enteros y sanos -prosiguió el forense-. Un juego completo de dientes de leche, excepto por uno de los incisivos superiores, que sin duda se le cayó pocas horas antes de que… -Se debatió en la duda por unos instantes y cambió de idea-. Antes de que muriera el pequeño Kim -añadió finalmente en un susurro-. En otras palabras… Mors subita.
– Causa de muerte desconocida -dijo Yngvar Stubø.
– Exactamente. Aunque lo cierto es que…
El patólogo tenía los ojos enrojecidos. A Stubø su enjuto rostro le recordaba el de una cabra vieja, sobre todo porque el hombre llevaba perilla.
– Tenía algo de diazepam en la orina. No mucho, pero…
– ¿Diazepam? ¿Aquello que lleva el… Valium? Entonces ¿fue envenenado? -Stubø irguió la espalda y apoyó el brazo sobre el respaldo del sofá. Necesitaba agarrarse a algo.
– No, en absoluto. -El patólogo se rascó la barbita con el dedo índice-. No murió a causa de una intoxicación. Aunque soy de la opinión de que un niño de cinco años sano no tiene por qué tomar medicamentos con diazepam, desde luego no se trata de un envenenamiento. Por supuesto, es imposible saber la dosis que le fue administrada originalmente, pero en el momento de la muerte la dosis era mínima, en modo alguno… -se acarició la barbilla y posó en Stubø los ojos entornados- suficiente para dañarlo. Su cuerpo había eliminado ya la mayor parte, a no ser que sólo le hubieran administrado esa dosis ridículamente pequeña. No entiendo con qué objeto le hicieron tomar eso.
– Valium -murmuró Yngvar Stubø despacio, como si la palabra encerrara un secreto, una explicación de por qué un niño de cinco años se moría de pronto por causas imposibles de determinar.
– Valium -repitió el forense con igual lentitud-. O algún otro fármaco con el mismo principio activo.
– ¿Para qué podría servir eso?
– ¿Servir? ¿Me estás preguntando para qué usamos el diazepam?
El médico le dirigió por primera vez una mirada de irritación y consultó rápida y descaradamente el reloj.
– Ya lo sabes. Para tratar enfermedades nerviosas. En los hospitales está relativamente extendido su uso prequirúrgico. Adormece, tranquiliza, relaja. Se administra también, por ejemplo, a pacientes epilépticos. O a quienes padecen grandes dolores. Kim no tenía ninguna enfermedad de ese tipo.
– ¿Por qué darle entonces a un niño de cinco años…?
– Aquí pongo punto final por hoy, Stubø. Lo cierto es que llevo once horas trabajando. Mañana te daré un informe provisional. El definitivo probablemente no esté listo hasta dentro de un par de semanas. Antes de terminarlo quiero esperar a recibir todos los resultados, pero a grandes rasgos… -Esbozó una especie de sonrisa. De no ser por la expresión de sus ojillos, Stubø habría sospechado que el forense se divertía-. Tienes un problema del carajo. Este niño se ha muerto sin más. Sin ninguna causa aparente. Gracias por todo.
Volvió a mirar el reloj antes de quitarse la bata blanca y de ponerse una trenca que había conocido tiempos mejores. Cuando salieron echó la llave a los dos cerrojos y posó una mano amable sobre el hombro de Stubø.
– Buena suerte -le deseó lacónicamente-. La necesitarás.
Cuando pasaron por delante de la sala de autopsias, Stubø se apartó. Por suerte, fuera llovía a cántaros. Quería regresar a casa andando, aunque le llevaría más de una hora. Era 16 de mayo, víspera del Día Nacional, y eran ya más de las seis. A lo lejos se oía una orquesta de colegiales que ensayaba el himno de Noruega. Sonaba desacompasado y lúgubre.
13
Algo había pasado.
Le pareció que había más luz en el cuarto. El ambiente opresivo propio de una habitación de hospital anticuada había desaparecido. Habían arrimado la cama de metal a la pared y la habían cubierto con una colcha y cojines de todos los colores. Alguien había metido un sillón en el que estaba sentada Alvhild Sofienberg, bien vestida y con los pies sobre un puf. Las zapatillas le asomaban bajo la manta. Alguien había conseguido revitalizar un poco sus frágiles cabellos grises y un rizo suave le caía sobre la frente.
– ¡Alvhild, tienes mucho mejor aspecto! -exclamó Inger Johanne Vik-. ¡Qué bien te sienta estar ahí sentada!
A través de la ventana, abierta de par en par, se apreciaba que por fin había llegado la primavera. El Día Nacional había sido el preludio de un período preveraniego que aún duraba, dos días después. El hedor a cebolla vieja era imperceptible. Inger Johanne notaba, en cambio, el olor a la tierra húmeda del jardín al que daba la ventana. Un señor mayor se había levantado ligeramente la gorra cuando ella cruzó el patio, a manera de saludo. Un buen vecino, le explicó Alvhild Sofienberg, jardinero en sus ratos libres. No soportaba que el jardín se deteriorase durante su baja por enfermedad. El contorno de la sonrisa de Alvhild se había suavizado.