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– Estrictamente hablando, no contaba con volver a verte -dijo sin rodeos-. No parecías estar muy a gusto la última vez que pasaste por aquí. Aunque en realidad no me extraña; la verdad es que yo no me encontraba nada bien. Estaba para el arrastre, con perdón. -Sacudió la cabeza vigorosamente, pero se apresuró a matizar sus palabras-: Sigo gravemente enferma. No te dejes engañar. Es extraño; durante semanas he sentido que la muerte me estaba esperando allí junto al armario y, de repente y sin mayores explicaciones, se ha ido a dar una vuelta y ha desaparecido. Quizá tenga otros asuntos que atender. Probablemente no tarde en regresar. ¿Quieres un café?

– Sí, gracias. Solo. Yo misma me lo sirvo, si… -Inger Johanne hizo ademán de levantarse, pero al ver la mirada de Alvhild se sentó de nuevo enseguida.

– Todavía no estoy muerta -dijo ésta tensa-. Toma.

Sirvió el café de un termo que descansaba sobre una mesa supletoria, junto a ella, y le pasó a Inger Johanne la taza. Era de porcelana fina, casi transparente. El café también era casi transparente.

– Siento lo del café -se disculpó Alvhild-. Es por el estómago. Casi no aguanto nada. ¿A qué se debe este honor?

Era increíble. Al tomar la decisión de hacerle otra visita a la anciana, Inger Johanne se había preguntado si la encontraría con vida.

– He localizado a Aksel Seier -le comunicó.

– ¿Así que lo has encontrado?

Alvhild Sofienberg se llevó la taza a los labios, como si quisiera ocultar su propia curiosidad. El movimiento irritó a Inger Johanne por algún motivo que no acertaba a explicarse.

– Bueno, no lo he visto en persona, pero sé dónde está, dónde vive. Además, no he sido exactamente yo quien lo ha localizado, sino mi… Bueno, el caso es que Aksel Seier vive en Estados Unidos.

– ¿En Estados Unidos?

Alvhild bajó la taza sin haber probado el contenido.

– ¿Cómo…? ¿Qué hace ahí?

– ¡No tengo la menor idea!

Alvhild se tapó la boca con la mano, como si tuviera miedo de enseñar los dientes. Inger Johanne tomó un sorbo del líquido marrón claro.

– Cuando me enteré me sorprendió un poco que una persona con antecedentes penales hubiera obtenido un visado para entrar en el país -continuó-. Son increíblemente estrictos con eso. Se me ocurrió que quizá los requisitos de entrada fueran distintos a finales de los años sesenta, cuando él se trasladó allí, pero no es así. Lo cierto es que Aksel Seier es ciudadano norteamericano.

– Pues eso no constaba en ningún sitio…

– Seguramente no, pero tampoco es tan raro. Había nacido en Estados Unidos, durante un viaje que hicieron sus padres en un intento breve y fallido de emigrar, y había conservado su nacionalidad norteamericana, aunque también era noruego, por supuesto. No tenían por qué darle ninguna importancia a ese detalle durante el juicio, ni durante el trámite de su indulto. Probablemente sólo le preguntaron, por simple rutina, si era noruego, y lo era. Lo sigue siendo, por cierto.

Alvhild Sofienberg se quedó ensimismada. Las dos permanecieron calladas. Inger Johanne dio un respingo cuando se abrió la puerta y el señor de la gorra asomó la cabeza.

– He terminado por hoy -gruñó-. Eso está fatal. No creo que vaya a poder salvar las rosas, la verdad. Y ese rododendro ya no está en sus mejores tiempos, señora Sofienberg. Buenas noches.

Se retiró sin esperar respuesta. La habitación se había quedado más fresca. Alvhild Sofienberg parecía a punto de dormirse, y la ventana había empezado a moverse con la brisa. Inger Johanne se levantó para cerrarla.

– Estoy pensando en ir a verlo -anunció con ligereza.

– ¿Querrá él? ¿Crees que estará dispuesto a recibir a una investigadora totalmente desconocida de su tierra?

– Es imposible saberlo. Pero éste es un caso que me interesa mucho, porque es el que mejor encaja con mi proyecto, el ejemplo más puro… Hablar con Aksel Seier significaría mucho para mi investigación.

– Ya veo -dijo la anciana-. No sé muy bien… No estoy muy familiarizada con lo que haces exactamente, con esa investigación tuya.

La primera vez que Alvhild Sofienberg se puso en contacto con ella -a través de un colega que conocía personalmente a la hija de Alvhild-, Inger Johanne se quedó con la impresión de que la enferma sólo tenía una ligera noción de lo que hacía, pero desde entonces ella tampoco le había hecho preguntas al respecto. Nunca había mostrado el menor interés por su proyecto. Se le acababa el tiempo y había centrado sus escasas fuerzas en conseguir atraer la atención de Inger Johanne hacia su causa, la historia de Aksel Seier. Todo lo demás era superfluo. Casi había cumplido los setenta años y no pensaba perder el tiempo fingiendo que le importaba el trabajo de los demás.

Ahora su rostro había recuperado cierta lozanía, como si no estuviera enferma ni siquiera cansada. Inger Johanne acercó la silla de las visitas.

– Tomo como punto de partida diez casos de asesinato del período comprendido entre 1950 y 1960 -explicó mientras removía su café aguado sin propósito alguno-. Todos los condenados se declararon inocentes. Ninguno de ellos cambió su declaración mientras estaba en prisión. Habían sido y seguían siendo inocentes, según afirmaban ellos mismos. Mi tarea no consiste en averiguar si decían la verdad o no. Lo que quiero es ver si se dan diferencias en la vida posterior de estas personas, esto es, durante el cumplimiento de la condena y tras los indultos, las puestas en libertad y la revisión de los casos. Mi objetivo, en pocas palabras, es determinar hasta qué punto influye en el trato que les dispensa la justicia el hecho de que gente ajena al caso se implique en el asunto. Fredrik Fasting Torgersen, por ejemplo, como sabes, fue… -Inger Johanne sonrió con pudor. Alvhild Sofienberg era adulta cuando se produjo el caso Torgersen, mientras que Inger Johanne no había nacido-. Fue condenado a cadena perpetua por el asesinato de una joven. Ha defendido tozudamente su inocencia durante más de cuarenta años. Hasta el día de hoy otras personas, que para él eran en principio completos desconocidos, han batallado incansablemente por la libertad de ese hombre. El escritor Jens Bþørneboe, por ejemplo, y… -Se sonrojó levemente y se quedó callada-. Todo esto ya lo sabes, claro -añadió al cabo en voz baja.

Alvhild sonrió y asintió con la cabeza, en silencio.

– Mi investigación se centra en dos cosas -prosiguió Inger Johanne-. En primer lugar: ¿hay algo particular que caracterice los casos más sonados? ¿Se trata de sentencias basadas en pruebas especialmente débiles? ¿O quizá son las cualidades personales del acusado, más tarde condenado, las que llevan a terceros a interesarse por su caso? ¿Desempeña algún papel el modo en que los medios de comunicación informan sobre la investigación y el juicio? En otras palabras: ¿de qué depende que un caso quede relegado al olvido en el momento en que se dicta sentencia o que siga vivo, año tras año?

Se percató de que había alzado la voz.

– Después -continuó, ahora más bajo-. Después voy a intentar estudiar las consecuencias de que se mantenga un caso con vida. De Torgersen, por ejemplo, hay que decir, con toda franqueza, que no ha sacado ningún provecho de toda la ayuda que ha recibido. Naturalmente, comprendo que…

Inger Johanne advirtió que Alvhild estaba muy pendiente de sus palabras. Era como si la anciana centrase en ello todas las energías de las que disponía; tenía la espalda recta como la de una dama de la corte, apenas parpadeaba.