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– Naturalmente -prosiguió Inger Johanne-, me doy cuenta de que, desde un punto de vista meramente humano, debe de significar mucho para un preso que alguien ahí fuera, alguien integrado en la sociedad, le crea…

– Por lo menos si eres inocente -la interrumpió Alvhild-. Eso no lo sabemos en el caso de Torgersen.

– Evidentemente se trata de una cuestión esencial. En general, quiero decir, pero no para mi investigación. Yo quiero investigar los resultados concretos de la implicación de terceros.

– Fantástico -dijo Alvhild como si hablara sola.

Inger Johanne no estaba del todo segura de haber entendido a qué se refería.

– ¿No te da a ti también la impresión de que…? -dijo, pensativa, para llenar la pausa-. Quiero decir, ¿no es muy extraño que el caso de Aksel Seier quedara enterrado tras la sentencia, pese a que varios periódicos habían sido muy críticos con todo el proceso judicial? ¿Por qué se desentendieron de ello? ¿Había algo en ese propio hombre, en su personalidad, que les resultaba incómodo? ¿Se negó a colaborar con periodistas predispuestos en su favor? ¿Es Aksel Seier, en realidad, un… gilipollas? ¿Alguien que tenía bien merecido lo que le pasó? Creo que sería muy esclarecedor para mí hablar con este hombre.

La puerta se abrió despacio.

– ¿Cómo va la cosa? -preguntó la enfermera, pero no esperó respuesta-. Lleva ya demasiado rato sentada en esa silla, señora Sofienberg. Ahora vamos a meterla en la cama. Tendré que pedirle a su amiga que…

– Eso puedo hacerlo yo misma, gracias. -La boca de Alvhild volvió a tensarse. La anciana había levantado el brazo en un gesto de rechazo a la mujer de blanco-. ¿No sería buena idea escribirle antes?

Inger Johanne Vik se levantó y se guardó en el bolso la libreta que no había usado.

– En algunas situaciones prefiero no escribir cartas -le respondió pausadamente mientras se colgaba el bolso del hombro.

– ¿Y qué situaciones son ésas?

La enfermera había quitado la colcha de la cama y estaba arrastrando el monstruoso armatoste de metal hacia el centro de la habitación.

– Las situaciones en las que temo no recibir respuesta -contestó Inger Johanne-. No responder es también un modo de responder. No responder significa «no». No me atrevo a correr ese riesgo con Aksel Seier. Me marcho el lunes. Yo…

La enfermera la fulminó con la mirada.

– Que sí -murmuró Inger Johanne-. Ya me voy. Quizá te llame desde Norteamérica, Alvhild. Si tengo algo que contar, claro. Espero que entretanto te vaya… lo mejor posible.

Sin pensárselo dos veces se inclinó sobre la anciana mujer y le dio con cuidado un beso en la mejilla. Tenía la piel seca y fría. Al salir de la casa, Inger Johanne se pasó la lengua cuidadosamente por los labios. No sabían a nada, estaban secos.

14

Emilie había recibido un regalo. Una muñeca Barbie con mechones de pelo que se le podían sacar de la cabeza y volver recoger con una llave que le sobresalía de la nuca. La muñeca tenía una ropa bien bonita: un vestido rosa con lentejuelas incluido en el paquete de la Barbie y un traje de vaquero en un paquete aparte. Emilie manoseaba el sombrero de vaquero. La Barbie estaba tumbada en la cama junto a ella, con las piernas separadas. Ella no tenía Barbies en casa. A mamá no le gustaba ese tipo de juguetes. A papá tampoco, y además Emilie ya era demasiado mayor para esa clase de cosas. Eso decía al menos la tía Beate.

– Quiero a mi papá…

– Yo puedo ser tu papá.

El señor estaba de pie en el umbral de la puerta. Tenía que estar loco. Emilie sabía mucho de gente loca. Torill, la que vivía en el número 14 de su calle, estaba tan loca que había que ingresarla cada dos por tres. Sus hijos tenían que vivir con los abuelos porque su mamá de vez en cuando se creía caníbal. Entonces se ponía a hacer una hoguera en el jardín y quería asar a Guttorm y Gustav a la parrilla. Una noche Torill llamó a la puerta en mitad de la noche, Emilie se despertó y bajó somnolienta detrás de papá para ver quién era. Allí estaba la madre de Guttorm y Gustav, completamente desnuda, con rayas rojas por todo el cuerpo, pidiendo prestado el congelador. Papá mandó a la cama a Emilie, que nunca se enteró muy bien de lo que pasó después, pero durante muchísimo tiempo nadie volvió a ver a Torill.

– Tú no eres mi papá -susurró Emilie-. Mi papá se llama Tønnes. Tú ni siquiera te pareces a él.

El señor se quedó mirándola. Sus ojos daban miedo, aunque era bastante guapo de cara. Mamá solía decir que Torill no era capaz de hacerle daño a una mosca, que peor andaba Pettersen, el de Grennbløkka. A Emilie no le parecía del todo correcto decir que Torill no podía hacerle daño a una mosca cuando quería asar a sus hijos a la parrilla cada dos por tres, pero no cabía duda de que Pettersen era aún peor. Había estado en la cárcel por meterles mano a unos críos. Emilie sabía lo que significaba meter mano. Se lo había explicado la tía Beate.

– Ya verás cómo nos hacemos amigos -dijo el señor, agarrando la Barbie-. ¿Te ha gustado esto?

Emilie no respondió. Estaba empezando a costarle respirar aquí dentro. Quizás hubiera agotado ya todo el aire, pues sentía una presión en el pecho y estaba mareada todo el rato. La gente necesitaba oxígeno. Al respirar se consume oxígeno hasta que el aire se queda vacío e inservible, por decirlo así. Se lo había explicado la tía Beate. Por eso era tan desagradable esconderse debajo del edredón, y después de un rato había que levantarlo para que entrara algo de oxígeno. Aunque la habitación fuera grande, ella ya llevaba allí una barbaridad de tiempo; muchos años, o al menos ésa era la sensación que tenía. Levantó la cabeza, jadeando.

El señor loco sonrió. Era evidente que él no tenía ningún problema para respirar. Quizás era sólo ella, quizá se iba a morir. Quizás el señor la había envenenado para meterle mano después. Emilie aspiró varias bocanadas anhelosamente.

– ¿Tienes asma? -preguntó el señor.

– No -resolló Emilie.

– Prueba a volverte a acostar.

– ¡No!

Si conseguía pensar en algo que no fuera el señor de los ojos que daban miedo, podría relajarse.

No había nada más en lo que pensar.

Cerró los ojos y se echó hacia atrás, hasta que su espalda topó con la pared. Ya no existían otros pensamientos. Nada. Papá ya habría dejado de buscarla.

– Duérmete, anda.

El señor se marchó. Emilie cerró los dedos en torno a la rígida muñeca Barbie. Hubiera preferido que le regalaran un peluche, aunque fuera ya demasiado mayor para eso también.

Ahora que estaba completamente sola, por lo menos podía respirar.

El señor no le había metido mano. Emilie se tapó con el edredón y al final se durmió.

Por fin Tønnes Selbu estaba solo. Sentía que ya no tenía existencia propia, que ya nada le pertenecía, ni siquiera su tiempo. La casa estaba siempre llena de gente: vecinos, amigos, Beate, sus padres y la policía, que evidentemente pensaba que era más fácil para él hablar con ellos en su casa. En realidad habría supuesto un alivio para él acudir a la comisaría, salir un poco. Ni siquiera le dejaban ir a la tienda. Beate y una vieja amiga de Grete se ocupaban de todo. El día anterior, su suegra incluso le había preparado un baño. Después de meterse en aquella agua tan caliente, casi había esperado que apareciera alguna mujer de la nada para frotarle la espalda. Se quedó tumbado hasta que el agua se puso tibia. Entonces Beate lo llamó a voces y al cabo de un rato golpeó la puerta, asustada.

Él había perdido el control de su tiempo.

Ahora estaba solo. No querían dejarlo en paz, los otros. Al final había estallado y había echado a todos a la calle. Esto le había sentado bien, porque le había recordado que seguía existiendo.