Posó la mano sobre el pomo.
La habitación de Emilie.
No había entrado allí desde la primera tarde, el día que desapareció la niña, y puso todo el cuarto patas arriba buscando alguna huella, una clave, una prueba de que Emilie estaba jugando. Se había pasado de la raya, claro, pero sólo estaba tomándole el pelo, asustándolo un poco para que se lo pasaran especialmente bien por la noche comentando la travesura de Emilie. Vació todos sus cajones. Los libros acabaron en el suelo, la ropa en un montón en el pasillo. Al final incluso les dio la vuelta a las sábanas y arrancó el póster de Disneyworld. No había ningún misterio, ningún acertijo, ninguna respuesta, ninguna pista. Nada que se pudiera resolver, interpretar o descifrar. Emilie había desaparecido. Él llamó a la policía.
El frío metal le quemaba la palma de la mano. Los latidos de su corazón le retumbaban en la cabeza, y no sabía exactamente qué iba a encontrar tras la puerta que le era tan familiar y que tenía el nombre de Emilie escrito en letras de madera. La M se había caído hacía medio año, de modo que se leía E-ilie, E-ilie. Mañana mismo compraría una M nueva.
Cuando por fin entró, vio que Beate había recogido todo y lo había colocado en su sitio. Los libros estaban ordenados en las estanterías, por colores, como le gustaba a Emilie. La cama estaba hecha. La ropa estaba metida en el armario. Incluso la mochila, que había sido confiscada por la policía, había sido devuelta a su lugar, en el suelo junto al escritorio.
Él se sentó con cuidado en el borde de la cama. Con el martilleo del corazón en los oídos, se esforzó por relajarse.
La policía pensaba que era culpa suya.
Tampoco es que lo hubieran acusado de nada. Los primeros días se sentía, en parte, como un paciente psiquiátrico a quien todo el mundo trataba con sumo cuidado y, en parte, como un bandido bajo fuerte sospecha. Era como si todo el rato tuvieran miedo de que se quitara la vida y por eso le dispensaban una atención casi sofocante. Al mismo tiempo había algo en su manera de mirarlo, una doble intención en las preguntas que le hacían.
Luego desapareció el niñito.
Entonces la actitud de los policías cambió, como si de pronto comprendieran que su desesperación era auténtica.
Luego encontraron al niñito.
Cuando dos de los policías llegaron y le contaron que el niño estaba muerto, le dio la impresión de que lo estaban sometiendo a un examen, de que lo culparían indirectamente de la muerte de Kim Sande Oksøy si no respondía con precisión a lo que le preguntaban, si no hacía los gestos apropiados para una situación como ésa. ¡Una situación como ésta!
Le habían pedido que elaborase una lista de toda la gente que había conocido. Tenía que empezar por nombrar a los miembros de la familia, después a los amigos más íntimos, luego a los que veía con menos frecuencia, después a los conocidos, las ex novias, los ligues de una noche y, finalmente, a los compañeros de trabajo, con sus respectivas esposas. Era imposible.
– Esto es imposible -les había dicho abriendo los brazos, pues al repasar los años del instituto no lograba recordar más que el nombre de cuatro de sus compañeros de clase-. ¿Es esto realmente necesario?
– Les estamos pidiendo lo mismo a los padres de Kim -explicó la mujer policía pacientemente-. Después comparamos las listas. Queremos averiguar si tienen ustedes conocidos en común, o si los han tenido alguna vez. No sólo es necesario, sino que además es muy importante. Creemos que los dos casos están relacionados de algún modo, y por eso es fundamental encontrar posibles vínculos entre las familias.
Tønnes Selbu pasó los dedos sobre la cama de Emilie, sobre las letras que había trazado sobre la madera cuando estaba descubriendo el alfabeto. Deseaba acercarse su pijama a la cara. Era imposible. Percibir el rastro de su olor le resultaba demasiado doloroso.
Quería acostarse en la cama de Emilie. No lo consiguió. Tampoco conseguía ponerse en pie. Le dolía todo. Quizá le convenía llamar a Beate, después de todo. Quizá le haría bien que viniese alguien, alguien que pudiera llenar el espacio vacío que lo rodeaba.
Tønnes Selbu se quedó sentado en el borde de la cama de su hija. Rezaba, intensa y constantemente. No a Dios, que no era más que un personaje extraño que él introducía en los cuentos que le contaba a Emilie; le rezaba a su mujer muerta. No había cumplido la promesa que le había hecho a Grete en sus últimos momentos de vida. No se había ocupado lo suficiente de Emilie.
15
Un hombre se aproximaba al chalé adosado. El precinto rojo y blanco que había colocado la policía seguía ahí, aunque se había soltado en algunos sitios. El viento nocturno hacía restallar la tira de plástico seco mientras el hombre saltaba lentamente la valla y se escondía entre los arbustos. Sus movimientos revelaban que tenía una idea muy clara de lo que quería hacer pero no estaba seguro de si se atrevería. Si alguien lo hubiera visto, se habría fijado en primer lugar en su atuendo. Debajo de la chaqueta de plumas llevaba un grueso jersey de lana de cuello vuelto. Iba tocado con un gran gorro con orejeras y una visera que le caía sobre los ojos. Llevaba unas botas más apropiadas para un soldado en campaña de invierno: enormes, negras, con cordones que se ataban unos centímetros por encima del tobillo. Por el borde asomaba un par de bastos calcetines.
Era la noche del 20 de mayo, y una corriente de aire procedente del suroeste había elevado la temperatura a catorce grados centígrados. Era la una menos veinte. El hombre se quedó parado, oculto tras un arbusto de grosellas y un par de abedules de tamaño medio. Luego se quitó uno de los guantes y deslizó la mano derecha lentamente por el interior del gran pantalón de camuflaje. Intentaba mantener la mirada fija en la ventana del primer piso, que tenía las cortinas corridas. No deberían estar corridas. Quería ver el oso verde. No le dio tiempo a impacientarse: se dobló por la cintura con un gemido. Sacó la mano del pantalón y se quedó completamente quieto durante dos minutos. Le pitaban los oídos y tuvo que cerrar los ojos a pesar de que estaba asustado. A continuación se puso el guante, saltó por encima de la valla y se alejó por la callejuela sin mirar atrás.
16
Cuando Inger Johanne Vik se levantó el sábado 20 de mayo, ya hacía horas que era de día, por lo menos para Kristiane. La niña se despertaba tempranísimo, a diario, incluidos los fines de semana. Aunque era evidente que le gustaba estar sola por las mañanas, no podía evitar despertar a su madre. Un «dam-du-rum-ram» monótono procedente del salón era el despertador de Inger Johanne. Pero luego Kristiane no le prestaba la menor atención; entre las seis y las ocho se abstraía de todo cuanto la rodeaba. Cuando Inger Johanne empezó a trabajar de nuevo, cuando la enfermedad de Kristiane ya no constituía una amenaza para su vida, había sido un infierno prepararla para la guardería. Al final se rindió. Había que dejar a Kristiane a su aire durante esas dos horas, y por fortuna la universidad le ofrecía un horario flexible. Además, cuando Inger Johanne lo solicitó, le concedieron excedencia de un cuatrimestre al año hasta que Kristiane cumpliera diez años. Las amigas le tenían envidia. «Disfrútalo, mujer -le aconsejaban-. Ahora tendrás la oportunidad de leer el periódico tranquilamente y despertarte a la hora que te dé la gana.» El problema era que Kristiane requería mucha atención y se le podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Inger Johanne sabía que Isak la consentía más. En dos ocasiones lo había sorprendido durmiendo como un tronco mientras Kristiane andaba por ahí sin nadie que la vigilase.
Ahora era ella quien había desatendido a su hija.
Desconcertada, le echó un vistazo al reloj. Las nueve menos cuarto. Apartó el edredón con un movimiento brusco.