– Mamá -la saludó Kristiane con alegría-. Mamá se ha levantado para su Kristiane.
La niña estaba de pie en la puerta que daba al salón, completamente vestida. Había elegido un jersey rosa horroroso que le había regalado su abuela y se había puesto una falda escocesa sobre un pantalón de terciopelo verde. Llevaba el cabello recogido en cinco coletas, pero al menos no iba medio desnuda. Inger Johanne intentó sonreír.
– Qué bien lo has hecho -murmuró-. Por lo visto mamá se ha dormido.
– Alcoba de dormirse. Dam-di-rum-ram.
Kristiane se acercó y se subió al regazo de su madre. Le apoyó la mejilla en el pecho y empezó a chuparse el pulgar. Inger Johanne acarició con cuidado la espalda de su hija, arriba y abajo, arriba y abajo. En los momentos de intimidad espontáneos e imprevisibles como aquél, Inger Johanne no se atrevía casi ni a respirar. Tenía que reprimirse para no estrecharla entre sus brazos.
– Mi Kristiane -susurró hacia las coletas.
Sonó el teléfono. Kristiane se sobresaltó, se bajó de las rodillas de su madre y salió del cuarto.
– ¿Sí?
– ¿Te he despertado?
– Por supuesto que no me has despertado, mamá. Esta semana tengo a Kristiane.
Inger Johanne intentó agarrar la bata, pero el cordón del teléfono no era lo suficientemente largo, así que se envolvió en el edredón. La ventana estaba abierta y había corriente.
– Tu padre está preocupado.
A Inger Johanne le entraron ganas de espetar: «Tú estás preocupada.» Contuvo un suspiro de impaciencia y se esforzó por sonar alegre:
– ¿Cómo? ¿Preocupado por mí? No hay motivo para eso.
– Es por tu comportamiento del otro día en la tele y por… La verdad es que se pasa las noches en vela preguntándose si… ¿Va todo bien, tesoro?
– Déjame hablar con papá.
– ¿Tu padre? Está… Verás, está ocupado, pero escúchame un minuto. Hemos pensado que quizá te sentarían bien unas pequeñas vacaciones. Has estado tan agobiada últimamente, con Kristiane y el trabajo y… ¿No te querrías venir hoy con nosotros a la casa de la montaña? Seguro que te puedes tomar el lunes libre, y el martes también. Tú y tu padre podríais pescar, y todos podríamos ir de excursión… Ya he hablado con Isak y no le importa hacerse cargo de Kristiane hoy…
– ¿Has hablado con Isak?
Una cosa era que Inger Johanne e Isak mantuvieran una buena relación de cooperación en lo que se refería a Kristiane. Se daba cuenta de que a todos -sobre todo a la niña- les convenía que Isak se llevara bien con sus ex suegros, pero esto era demasiado. Tenía la sospecha de que los visitaba todas las semanas, con o sin Kristiane.
– ¡Sí, por Dios! ¿Sabías que anda pensando en comprarse un velero nuevo? Pero dice que esta vez no quiere uno de competición, porque empieza a estar cansado de… Bueno, tiene mucho que ver con Kristiane, también. Es que a ella le encanta salir a navegar y estos barcos no son lo más adecuado para los niños. Estuvo aquí ayer por la tarde y hablamos un poco de ti, ¿sabes?, de lo preocup…
– ¡Mamá!
– ¿Sí?
– No te preocupes. Estoy perfectamente. Además me marcho a…
Si le contaba que se iba a Estados Unidos, su madre la abrumaría con buenos consejos sobre rutas de viaje y reglas de comportamiento y acabaría por hacerle la maleta.
– Oye, mamá, es que ahora mismo estoy un poco atareada. Lo siento mucho, pero no tengo tiempo para ir con vosotros a la montaña. De todos modos te lo agradezco. Saluda a papá de mi parte.
– Pero Inger Johanne, ¿no podrías al menos pasarte por aquí esta noche? Yo os prepararía algo rico de cenar, y tu padre y tú podríais jugar…
– Creía que os ibais a la montaña.
– Sólo si tú vienes, por supuesto.
– Adiós, mamá. -Y colgó el teléfono muy despacio. Su madre la había acusado muchas veces de cortar bruscamente las conversaciones. Tenía razón, pero quedaba mejor si no lo hacía de golpe.
Todo mejoró con la ducha. Kristiane estaba sentada sobre la tapa del inodoro charlando con Sulamit, un coche de bomberos que tenía cara y que guiñaba los ojos. Sulamit era casi tan viejo como Kristiane y había perdido ya la escalera y tres de las ruedas. Sólo Kristiane conocía el origen de ese nombre.
– Hoy Sulamit ha salvado a un caballo y a un elefante. Muy bien, Sulamit.
Inger Johanne se peinaba el pelo mojado e intentaba limpiar el espejo empañado.
– ¿Qué pasó con el caballo y el elefante? -preguntó.
– Sulamit y dinamita. Elefantepelefante.
Inger Johanne volvió al dormitorio y se puso unos vaqueros y un forro polar rojo. Afortunadamente había hecho la compra para el fin de semana el día anterior, antes de ir a buscar a Kristiane a la guardería. Así podían dar un buen paseo. Kristiane necesitaba salir durante unas horas para estar tranquila por la noche. Inger Johanne descorrió las cortinas del dormitorio y contempló con los ojos entreabiertos el cielo. Parecía que haría buen tiempo.
Llamaron a la puerta.
– ¡Joder, mamá!
– Joder -repitió Kristiane, muy seria.
Inger Johanne se dirigió a la entrada a grandes zancadas y abrió la puerta de la calle de un tirón.
– Hola -dijo Yngvar Stubø.
– Hola…
– Hola -dijo Kristiane, asomando la cabeza tras las caderas de su madre, con la mejor de sus sonrisas.
– ¡Qué guapa te has puesto hoy!
Yngvar Stubø le tendió la mano a la chiquilla y ella, contra todo pronóstico, se la estrechó.
– Me llamo Yngvar -se presentó él con aire solemne-. ¿Y cómo te llamas tú?
– Kristiane Vik Aanonsen. Buenos días. Buen rato. Tengo un gato.
– Anda, ¿podría saludarlo?
Kristiane le mostró a Sulamit. Cuando él quiso agarrar el coche de bomberos, ella retrocedió un paso.
– Creo que es el gato más impresionante que he visto nunca -aseguró él.
La niña se marchó a su habitación.
– Es que pasaba por aquí y… -titubeó Stubø y se encogió de hombros. Su descarada mentira hizo que los ojos le brillaran con picardía, casi con coquetería. A Inger Johanne la desconcertó el leve estremecimiento que le recorrió el cuerpo, una opresión en el pecho que la impulsó a bajar la vista e invitar a Stubø a entrar en voz muy baja.
– Esto no está precisamente ordenado -se disculpó automáticamente al advertir que él paseaba la vista por el salón.
Stubø se sentó en el sofá, demasiado bajo y mullido para un hombre como él. Las rodillas le quedaban muy altas, de modo que casi daba la impresión de que el hombre estaba sentado en el suelo.
– Quizás estará más cómodo en la silla -sugirió ella quitando un libro de cuentos que estaba sobre el asiento.
– Aquí estoy muy bien -aseveró él. Hasta ese momento Inger Johanne no se había percatado de que el hombre llevaba un gran sobre. Lo dejó encima de la mesa del salón.
– Sólo voy a… -Ella hizo un gesto vago hacia el cuarto de la niña. Siempre tenía el mismo problema. Como Kristiane tenía el aspecto de una niña sana de cuatro años (y a veces incluso se comportaba como tal), ella nunca sabía qué decir, en qué momento explicar que la niña sólo era un poco pequeña para su edad, seis años, y que además padecía una lesión cerebral que nadie conseguía definir. No sabía cómo aclarar que su hija no decía aquellas cosas raras por tontería, ni por desfachatez infantil, sino por un fallo en las conexiones de su cerebro que ningún médico había logrado arreglar. Normalmente tardaba demasiado en dar explicaciones. Era como si cada vez esperara que ocurriera un milagro, que la niña de pronto empezara a conducirse de un modo racional, lógico, coherente; o que adquiriera un defecto físico, que le engordara la lengua y se le alargaran los ojos, que se le achatara el rostro para que todos los demás sonrieran cálida y comprensivamente. Pero eso nunca ocurría y ella se encontraba a menudo en situaciones muy embarazosas.