La madre le puso a Kristiane la película de Ciento un dálmatas en su despacho.
– No suelo… -Señaló al cuarto donde estaba la niña, de nuevo con una expresión de disculpa y a la vez de resignación.
– No pasa nada -respondió el policía, sentado en el sofá-. Tengo que admitir que a veces yo recurro a lo mismo, con mi nieto, quiero decir. En ocasiones resulta agotador. El vídeo es buena niñera. Aunque no hay que abusar.
Inger Johanne sintió que se sonrojaba y entró en la cocina. Así que Yngvar Stubø era abuelo.
– Dígame, ¿por qué ha venido en realidad? -preguntó ella al regresar con una taza de café que depositó sobre una servilleta frente a Stubø-. Esa explicación de que andaba por aquí no es del todo cierta, supongo.
– Pues quería hablar con usted de este caso nuestro.
– Estos casos.
Él sonrió.
– Correcto. Casos. Al menos en eso tiene razón… Estoy convencido de que usted me puede ayudar, así de claro. No me pregunte por qué. Sigmund Berli, un compañero del trabajo, no consigue entender por qué la acoso de esta manera.
De nuevo entornó los ojos, y esta vez no cabía la menor duda de que se trataba de un coqueteo. Inger Johanne se concentró profundamente en no volver a ruborizarse. Bollos. No tenía bollos. Galletas. Kristiane se había comido las últimas el día anterior.
– ¿Leche?
Hizo ademán de levantarse pero él negó con un gesto de la mano derecha.
– Verá -comenzó él de nuevo, sacando un taco de papeles del sobre-. Ésta es Emilie Selbu.
La foto mostraba a una bella chica con una guirnalda de fárfaras en el pelo. Estaba muy seria, y en sus ojos azul marino se apreciaba un atisbo de pesadumbre. Tenía un pequeño hoyuelo en la fina barbilla, la boca pequeña, los labios carnosos.
– Es una foto reciente, la tomaron hace tres semanas. Una niña preciosa, ¿verdad?
– ¿Es ella la que aún no ha aparecido?
Stubø carraspeó.
– Sí. Éste es Kim -dijo con la voz entrecortada.
Inger Johanne estudió el retrato de cerca. Era el mismo que había visto en la televisión. El niño sujetaba un coche de bomberos rojo entre las manos. Un coche de bomberos rojo. Como Sulamit. De pronto dejó caer la foto y la recogió del suelo para devolvérsela a Yngvar Stubø.
– Si Emilie continúa desaparecida, mientras que Kim está… ¿Qué le hace pensar que lo ha hecho la misma persona?
– Eso mismo me pregunto yo.
En el montón había más fotografías. Por un momento a ella le dio la impresión de que Stubø se las quería enseñar, pero luego, al parecer, cambió de opinión y metió el resto de las fotografías en el sobre. Las de Kim y Emilie quedaron sobre la mesa, una al lado de la otra, delante de Inger Johanne.
– A Emilie la secuestraron un jueves -dijo con lentitud-. En pleno día. Kim desapareció la noche del martes. Emilie tiene nueve años y es una niña. Kim era un niño de cinco años. Emilie vive en Asker. Kim vivía en Bærum. La madre y el padre de Kim son enfermera y fontanero respectivamente. La madre de Emilie está muerta, el padre es filólogo y se gana la vida traduciendo novelas. No se conocen. Hemos buscado con lupa algún punto de contacto entre las familias, pero sólo hemos encontrado que tanto el padre de Emilie como la madre de Kim vivieron en Bergen una temporada a principios de la década de 1990. Tampoco allí llegaron a conocerse, ni a establecer contacto de ninguna clase.
– Qué extraño -comentó Inger Johanne.
– Sí, o trágico. Todo según se mire.
Ella intentaba no mirar las fotos de los críos. Era como si los dos le estuvieran reprochando que no quisiera saber nada de ellos.
– En Noruega siempre hay alguna conexión entre la gente -dijo-. Por lo menos cuando viven en dos poblaciones tan cercanas como Asker y Bærum. Usted mismo se habrá dado cuenta de que cuando uno se sienta a hablar con un extraño, casi siempre se descubre que se tiene algún conocido en común, un viejo amigo, un lugar de trabajo al que han estado vinculados los dos, alguna experiencia compartida. ¿No es cierto?
– Sí…
A ella le pareció que él le seguía la corriente, sin mucho interés. Inspiró abruptamente, a punto de protestar, pero se contuvo.
– Necesito alguien que me trace el perfil del delincuente -dijo él-. Un profiler.
Pronunciaba el inglés de forma relajada, como en una teleserie norteamericana.
– No creo -repuso Inger Johanne secamente, pues la conversación estaba derivando hacia temas de los que no quería hablar-. Para que un profiler le sirva de algo necesita más casos que éstos. Y eso suponiendo que el autor de ambos delitos sea realmente la misma persona.
– Dios no lo quiera -murmuró Yngvar Stubø-. Que haya más casos, quiero decir.
– En eso evidentemente estamos de acuerdo. Pero a partir de estos casos es prácticamente imposible sacar conclusiones.
– ¿Cómo lo sabe?
Stubø ya no estaba coqueteando.
– Lógica elemental -respondió ella con aspereza-. Cae por su propio peso que… Para esbozar el perfil de un delincuente desconocido hay que basarse en las características que se conocen de sus actos. Se traza como uno de esos dibujos en los que uno tiene que ir uniendo los puntos. Se deja que el lápiz vaya siguiendo los puntos numerados hasta que aparece un dibujo concreto. No se puede hacer con sólo dos puntos, se necesitan muchos. Evidentemente, tiene usted razón: es deseable que eso no suceda. Que aparezcan más puntos, quiero decir.
– ¿Cómo sabe todo esto?
– ¿Por qué insiste usted en tratarlo como un solo caso y no como dos?
– Creo que no es una casualidad que estudiase usted Psicología y Derecho. No es algo muy habitual. Debía de tener un plan. Un objetivo.
– La verdad es que fue totalmente casual. No fue más que el resultado de mi indecisión juvenil. Además, quería irme a Estados Unidos. Y ya sabe que… -Se pilló mordiendo su propio pelo. Con la mayor discreción posible se colocó el mechón mojado detrás la oreja y se enderezó las gafas-. Creo que se equivoca. Que a Emilie Selbu y al pequeño Kim no los ha secuestrado el mismo hombre.
– O mujer.
– O mujer -repitió ella con desgana-. Y ahora, no quiero ser descortés, pero debo pedirle que… Tengo algunas cosas que hacer hoy, porque voy a… Lo siento.
Notó de nuevo esa opresión en los pulmones, le resultaba imposible mirar al hombre del sofá. Él se levantó con sorprendente ligereza de su incómoda postura.
– Si vuelve a suceder… -dijo él limpiándose las gafas-. Si desaparece algún otro niño, ¿me ayudará?
Cruella de Ville chilló desde el cuarto de la niña. Kristiane aulló de alegría.
– Eso no lo sé -dijo Inger Johanne Vik-. Ya veremos.
Como era sábado y todo el proyecto iba sobre ruedas, decidió permitirse una copa de vino. Cayó en la cuenta de que era la primera vez en varios meses que bebía alcohol. Normalmente temía los efectos. Con una o dos copas ya se atontaba, a mediados de la tercera empezaba a enfadarse, y en el fondo de la cuarta yacía la ira.
Sólo una copa. Todavía entraba algo de claridad por la ventana, y él contempló el vino al trasluz.
Emilie era rara. Desagradecida. Aunque él deseaba mantener a la cría con vida, al menos por ahora, había límites para todo.
Bebió. El vino tenía un gusto oscuro; sabía a sótano.
Su propio sentimentalismo le hacía sonreír. Él tenía una sensibilidad extrema, ése era su problema, que era demasiado bueno. ¿Y por qué había de dejar que Emilie viviera? ¿Para qué? ¿Qué había hecho en realidad la cría para merecerlo? Él le daba comida, comida buena y abundante. Tenía un grifo del que salía agua limpia. Había llegado incluso a comprarle una muñeca Barbie, pero eso no parecía haberla complacido mucho.
Por suerte, la niña había dejado de quejarse. Al principio, y sobre todo después de que desapareciera Kim, se ponía a llorar en cuanto él abría la puerta allá abajo. Daba la impresión de que le costaba respirar, lo cual era absurdo. Hacía mucho que él había instalado un buen sistema de ventilación, no tenía la menor intención de asfixiar a la chiquilla. Ahora estaba más tranquila. Por lo menos no lloraba.