La decisión de dejar vivir a Emilie había llegado por sí sola. No estaba previsto desde un principio, pero la niña tenía algo especial, aunque ella evidentemente no lo supiera. Ya se vería cuánto le duraba. A la niña le convenía irse con cuidado. Él era un sentimental, pero también para él había límites.
Pronto la cría tendría compañía.
El hombre dejó la copa y se imaginó a Sarah Baardsen, de ocho años. Había memorizado sus rasgos, se los había aprendido de memoria, hasta tal punto que podía visualizar su cara en cualquier momento, en cualquier lugar. No tenía fotos. Las fotos pueden desaparecer. En cambio, la había estado observando en el patio del colegio y de camino a casa de la abuela, en el autobús. Una vez había estado sentado a su lado en el cine durante toda la película. Sabía que su cabello despedía un aroma dulce y cálido.
Le puso el corcho a la botella y la colocó sobre uno de los estantes casi vacíos de la cocina. Al echar un vistazo por la ventana se quedó helado. Justo al otro lado, a pocos metros de la pared de la casa, había un corzo bastante crecido. El hermoso animal irguió la cabeza y, por unos instantes, lo miró directamente, antes de alejarse perezosamente hacia el bosquecillo del oeste. Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas.
Seguro que Sarah y Emilie se llevarían bien mientras durase su convivencia.
17
El Aeropuerto Internacional Logan de Boston era una enorme obra de remodelación. El techo bajo olía a humedad y tenía polvo bien visible. Por todas partes había letreros de advertencia en letra negra sobre fondo rojo. Había que tener precaución con los cables del suelo, con las vigas sueltas que colgaban de las paredes y con las lonas que cubrían las hormigoneras y los materiales de construcción. En menos de media hora habían aterrizado cuatro aviones procedentes de Europa. Había una cola enorme ante el puesto de control de pasaportes. Mientras esperaba, Inger Johanne Vik intentaba releer un periódico que ya se había leído de cabo a rabo. De vez en cuando empujaba el equipaje de mano con el pie. Un francés con un abrigo oscuro de pelo de camello le pinchaba la espalda cada vez que se retrasaba unos segundos.
Line había aparecido en casa la noche anterior con tres botellas de vino y dos CD nuevos. Kristiane estaba segura al cuidado de Isak, y su mejor amiga tenía razón cuando le decía que no tenía por qué preocuparse por el día siguiente, ya que no debía estar en el aeropuerto de Gardermoen hasta cerca de las doce. En realidad no tenía mucho sentido que se pasara antes por el trabajo. Despacharon las botellas de Line, así como un cuarto de la botella de coñac y un par de cafés irlandeses. Cuando el tren entró en el andén del nuevo aeropuerto central, la mañana del 22 de mayo, Inger Johanne tuvo que ir corriendo al baño para expeler de su cuerpo los restos de una noche especialmente divertida. El viaje se le hizo pesado.
Afortunadamente se había quedado dormida al sobrevolar Groenlandia.
Por fin le tocó el turno de enseñar el pasaporte. Intentó taparse la boca; la tenía pastosa por el sueño y la resaca, y eso le causaba inseguridad. El controlador empleó más tiempo del necesario. La miró de arriba abajo, vaciló. Por fin estampó el sello en el papel adjunto al pasaporte casi con abatimiento. Al fin, Inger Johanne entró en Estados Unidos.
Antes era distinto. Normalmente llegar a Norteamérica era como quitarse una mochila. Se sentía más liviana, más libre, más joven, más alegre. Ahora temblequeaba contra un viento cortante y no recordaba bien dónde estaba la parada del autobús. En vez de alquilar un coche en Logan, había decidido tomar el autobús hasta Hyannis, donde la esperaba un Ford Taurus. Así no tenía que preocuparse por el tráfico de Boston. Bastaba con que encontrara el jodido autobús. También aquí afuera reinaba el caos, había carriles y señales provisionales por todas partes. El desánimo empezó a apoderarse de ella, y seguía medio mareada. El francés impaciente le había impregnado con el olor de su colonia la ropa.
Dos hombres estaban apoyados contra un coche oscuro. Ambos llevaban una gorra con visera y los característicos chubasqueros negros. No hacía falta que se volvieran para que Inger Johanne supiera que, sobre las amplias espaldas, llevaban las siglas FBI en grandes letras reflectoras.
Inger Johanne Vik también tenía un chubasquero como ése, en la casa de la montaña de sus padres, y sólo lo usaba cuando llovía a cántaros. La F estaba medio borrada, la B casi había desaparecido.
Los hombres del FBI se rieron. Uno de ellos se metió un chicle en la boca antes de enderezarse la gorra y abrirle la puerta a una mujer con tacones altos que cruzó rápidamente la calzada. Inger Johanne los dejó atrás. Si quería tomar el autobús tendría que darse prisa. Seguía sintiéndose mal y un poco indispuesta; esperaba poder dormir un poco durante el viaje. Si no lo conseguía no le quedaría otro remedio que buscar un sitio donde dormir en Hyannis, pues apenas estaba en condiciones de conducir en la oscuridad.
Inger Johanne arrancó a correr, con la maleta dando tumbos sobre las ruedecillas, que eran demasiado pequeñas. Cuando se la pasó al conductor para que la metiera en el maletero del autobús, apenas podía respirar.
Al tomar asiento cayó de pronto en la cuenta de que no le había dedicado ni un pensamiento a Aksel Seier desde que su avión despegó del aeropuerto de Gardermoen. Quizá lo vería mañana. Por alguna razón se había formado una imagen mental muy concreta de él. Era bastante guapo, pero no muy alto. Quizá tuviera barba. Los dioses sabrían si querría recibirla. Viajar precipitadamente a Estados Unidos, sin concertar ninguna cita, sin más información que una dirección en Harwichport y una vieja historia sobre un hombre que fue condenado por un crimen que probablemente no cometió, era un acto tan impulsivo y tan atípico en ella que tuvo que sonreírle a su propia imagen en el cristal de la ventanilla. Estaba en Norteamérica. En cierto modo había vuelto a casa.
Se quedó dormida antes de que hubieran cruzado el túnel de Ted Williams.
La última persona en la que pensó fue en Yngvar Stubø.
18
Cuando Inger Johanne Vik se despertó el martes por la mañana, estaba bajo los efectos del desfase horario.
La noche anterior había recogido el coche en Barnstable Municipal Airport, un aeródromo que consistía sólo en un par de pistas de aterrizaje muy estrechas y un edificio alargado que era la terminal. La mujer del mostrador de Avis le había dado las llaves con un bostezo tímido. Todavía faltaban dos horas para la medianoche, pero aunque no se tardaba más de media hora en llegar a Harwichport, donde tenía reservada una habitación, prefirió no arriesgarse. En cambio, se alojó en un motel de Hyannisport, a cinco minutos del aeropuerto. Después de darse una ducha salió a la oscuridad de la noche.
A lo largo de los muelles había indicios de verano. Los adolescentes se habían aburrido durante todo un invierno en el que no había ocurrido nada destacable y ahora hablaban a voces y se reían, listos para adueñarse de la ciudad. Niños de hasta diez años huían de sus madres y de la hora de acostarse, haciendo eses con sus patinetes entre los bolardos y los toneles. Sólo faltaban un par de días para el Memorial Day. La población de todo el cabo Cod se multiplicaría por diez en un solo fin de semana y se mantendría así hasta que llegara el primer lunes de septiembre, Día de los Trabajadores en Estados Unidos, y con él el comienzo de una nueva y ociosa temporada de invierno.
Inger Johanne buscó a tientas su reloj, que se le había caído al suelo. Eran poco más de las seis de la mañana. Sólo había dormido cinco horas, pero se sentía despejada. Se levantó y se puso una camiseta demasiado grande que solía usar para dormir. El aparato de aire acondicionado exhaló un suspiro cansino y quedó de pronto en silencio. La temperatura en la habitación debía de ser de veinticinco grados. La luz de la mañana entró a raudales cuando descorrió las cortinas. Miró con los ojos entrecerrados hacia el sudoeste. El ferry de Martha's Vineyard se mecía en el muelle, recién pulido y blanco. El viento procedente de tierra adentro tensaba las amarras que sujetaban el barco al muelle. Más lejos del ferry, a la sombra de unos arbolillos, estaba el gris monumento a Kennedy. Ella lo había visitado la noche anterior, se había sentado en un banco y se había limitado a contemplar el mar y a respirar aquel aire salado y dulce. Tenía el monumento a sus espaldas, un compacto muro de piedra con un relieve en cobre en el centro, bastante anodino. Un presidente fallecido, sin expresión, de perfil, como en una moneda; un rey en una moneda gigante.