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– El rey de Norteamérica -murmuró Inger Johanne, mientras conectaba el portátil a la red.

Sólo uno de los mensajes se merecía el gasto de la llamada: un dibujo de Kristiane. Tres figuras verdes en círculo. Kristiane, mamá y papá, los tres tomados de las manos, unas manos enormes, con dedos que se entrelazaban como las raíces de un mangle. En medio del círculo había una criatura con muchos dientes, y al principio Inger Johanne no comprendió lo que era. Luego leyó las líneas de Isak.

– Le ha regalado un perro a la niña -gruñó y se desconectó repentinamente.

Cuando subió al coche poco después de las nueve, estaba disgustada. Hacía poco más de un día que se había marchado, e Isak ya había comprado un perro. Kristiane insistiría en traerse consigo a la bestia durante las semanas que le tocara pasar con Inger Johanne. Inger Johanne no quería un perro.

Isak podría al menos habérselo consultado.

La irritación no había remitido mucho. Iba por la Route 28, que bordea la costa, serpenteando entre pueblos y ofrece breves vistas del estrecho de Nantucket desde los puertos deportivos y la desembocadura de los ríos. El sol la deslumbraba. Paró en una abigarrada tienda para turistas. Quería comprarse unas gafas de sol. Tenía unas graduadas que se había dejado en Noruega. Debía elegir entre ver bastante mal sin gafas graduadas o ver fatal, cegada por la luz. El dependiente quería endosarle un sombrero de vaquero, como si hubiera habido alguna vez un vaquero en muchas millas a la redonda de Yarmouth, Massachusetts. Al final cedió. Tres dólares tirados a la papelera, literalmente. Esperaba que él no la hubiera visto echar el sombrero en un cubo de basura verde. Al hombre le faltaba la pierna derecha, probablemente en 1972 tenía dieciocho años y había sido soldado raso.

La autopista de Mid-Cape habría sido la elección más acertada desde todos los puntos de vista, pues era una autopista de cuatro carriles que recorría la península en diagonal. Cuando, a pesar de todo, enfiló la carretera de la costa, tuvo la sospecha de que lo hacía para aplazar su encuentro con Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy ya no le hacía tanta gracia.

Le pareció que algo andaba mal en la caja de cambios.

¿Qué le iba a decir?

Isak podía haberse equivocado. Se había puesto la mano en el corazón, con los ojos muy abiertos, cuando ella le preguntó si estaba seguro. Tenía que haber muchas personas llamadas Aksel Seier, o por lo menos algunas. Isak podía haberse equivocado. Quizás el Aksel Seier de Harwichport nunca había vivido en Oslo. A lo mejor tampoco había estado nunca en prisión. Y, si había estado, quizá no tenía ningunas ganas de que le recordaran todo aquello. A lo mejor tenía familia, mujer, hijos, nietos, y no quería que se enterasen de que el pater familias había pasado una temporada entre rejas. No estaba bien ponerse a hurgar en todo esto, no estaba bien por Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy se daba cuenta de que al irse a Estados Unidos -como también al buscar la verdad-, lo que estaba haciendo era precisamente alejarse de algo. Nada grave, añadió rápidamente para sí; al fin y al cabo, no se trataba de una huida. Norteamérica era el sitio donde casi afloraba su verdadera personalidad, y por eso había ido allí. Lo que no tenía muy claro era de qué necesitaba descansar.

Antes de llegar a Dennisport, a poco más de una milla norteamericana de la dirección que había metido en el monedero detrás de la foto de Kristiane, estaba completamente decidida a dar media vuelta. Había realizado ese viaje en balde. Alvhild Sofienberg lo comprendería. Inger Johanne no podía hacer más. Llevaría adelante su investigación sin Aksel Seier. Su caso no le resultaba imprescindible. Había otros casos de los que ocuparse, casos cuyos protagonistas se encontraban a un viaje en Metro de la oficina, o a un vuelo corto a Tromsø.

La caja de cambios hizo un ruido que no le gustó un pelo.

Ella siguió conduciendo.

Quizá podía conformarse con echarle un vistazo a la casa. No tenía por qué entablar contacto. Ya que había venido desde tan lejos, estaría bien que al menos se llevara una impresión de cómo le había ido a Aksel Seier en la vida. Una casa con jardín y quizás un coche aparcado ante la puerta contarían una historia que valdría la pena escuchar tras un viaje tan largo.

Aksel Seier vivía en el número 1 de Ocean Avenue.

Fue fácil encontrar la casa. Era pequeña; como todas las que la rodeaban tenía paredes de madera de cedro agrisadas por los años, resistentes contra las inclemencias del tiempo y típicas de aquella zona rural. Las contraventanas eran azules. En el tejado, el viento hacía girar con desgana el gallo de la veleta. Un hombre robusto que llevaba una escalera de mano caminaba a lo largo de la pared que daba al este. Todavía no era la hora de comer, pero Inger Johanne advirtió que tenía hambre.

Aksel Seier necesitaba una escalera nueva. Iba a subirse al tejado, y a la vieja escalera le faltaban tres peldaños. Los que le quedaban crujían amenazadoramente. Pero tenía que subir. El gallo de la veleta se había vuelto perezoso. Aksel se despertaba por la noche cuando el viento del sudeste lo hacía chirriar de un modo muy desagradable.

– Hi, Aksel! Pretty thing you've got there! [1]

Un hombre más joven, con una camisa de franela a cuadros, se reía, apoyado en la valla. Aksel saludó al vecino con un gesto de la cabeza, sosteniendo el cerdo ante sí. Ladeó la cabeza y se encogió levemente de hombros.

– Es original, supongo. Me gusta -respondió también en inglés.

El cerdo de cobre estaba oxidado. Era un marrano estilizado que estaba sentado a la manera de un perro sobre cuatro flechas que señalaban en todas las direcciones del cielo. Aksel Seier había conseguido el cerdo-veleta a cambio de unas boyas de muchos colores. Se les colaba el agua por todas partes y no servían para nada, pero seguían teniendo cierto valor en el mercado de los souvenirs.

– Ayúdame con la escalera, ¿quieres?

Matt Delaware, aunque mucho más joven que Aksel Seier, era un hombre un tanto grueso, y su vecino esperaba que no se ofreciera a subir para cambiar el gallo por el cerdo. Finalmente consiguieron colocar la escalera en su sitio.

– Me encantaría ayudarte, ¿sabes?, pero… -Matt le echó una ojeada a la escalera, le dio un golpecito a uno de los peldaños y se bajó la gorra hasta la nuca.

Con un gruñido, Aksel puso el pie con cuidado sobre el primer peldaño. Aguantó. Lentamente prosiguió su ascenso. El gallo estaba tan oxidado que se rompió cuando Aksel intentó desatornillarlo. El soporte que lo sujetaba al tejado, sin embargo, estaba en perfecto estado. El cerdo se dejaba domar fácilmente por el viento, y a Aksel no le llevó más que un momento ajustar las direcciones de las flechas.

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[1] Hola, Aksel! Bonita cosa que tienes ahí! (Nota del digitalizador)