– Awesome -se reía Matt al mirar el cerdo-. Just awesome, you know! [2]
Aksel murmuró un «gracias». Matt colocó la escalera en su sitio. Aksel siguió oyendo su risilla durante un buen rato después de que su vecino desapareciera tras la esquina de la casa de los O'Connor, que permanecía cerrada desde el final de verano anterior.
Alguien había aparcado en Ocean Avenue. Aksel le echó un vistazo sin mucho interés al Ford. Dentro había una mujer solitaria. Estaba prohibido dejar allí los coches. Que usara el aparcamiento de Atlantic Avenue como todo el mundo. La mujer no era de por aquí, resultaba obvio, aunque él no sabía exactamente por qué. La temporada de verano era un infierno. La gente de ciudad pululaba por todas partes, con los bolsillos repletos de dinero. Se pensaban que todo estaba en venta.
– Sólo tenemos que ponernos de acuerdo sobre el precio -había dicho en primavera el señor de la inmobiliaria-. Name your price, Aksel [3].
Él no quería vender. Un ricachón de Boston había estado dispuesto a pagar un millón de dólares por la casita de la playa. ¡Un millón! La idea hizo que Aksel estornudara. La casa era pequeña y él apenas se podía permitir los arreglos más imprescindibles. Él mismo se encargaba de la mayor parte de ellos, pero los materiales costaban dinero, al igual que la mano de obra de los fontaneros y los electricistas. Ese invierno había tenido que instalar tuberías nuevas, porque las viejas habían reventado. La presión del grifo de la cocina se había reducido a un triste goteo, y la compañía del agua había empezado a quejarse y lo había amenazado con llevarle a juicio si no hacía algo al respecto inmediatamente. Cuando todo estuvo arreglado y las facturas pagadas, quedaban sesenta y cinco dólares en la cuenta corriente de Aksel Seier.
¡Un millón!
Aquel ricachón habría derribado la casa, sólo le importaba la ubicación: primera línea de playa. De playa privada, además. Con derecho a poner grandes carteles de No trespassing y Police take notice [4]. Aksel Seier había echado de su casa al señor de la inmobiliaria indicándole que se ahorrara futuras visitas. Era cierto que de vez en cuando necesitaba algunos cientos de dólares, pero sólo estaba dispuesto a ganarlos con su esfuerzo. No tenía la menor idea de qué haría con un millón.
Ya había recogido las herramientas. La señora del Taurus seguía ahí sentada, lo cual empezaba a irritarlo. Normalmente por esta época, él entraba en un estado de gran condescendencia que lo ayudaba a sobrevivir al verano. Con esta señora la cosa era distinta. Le daba la impresión de que lo observaba fijamente. Había aparcado el coche sin ninguna consideración hacia las vistas del mar, en un punto demasiado alto de la calle. Demasiado cerca del roble que se elevaba sobre la casa de los Piccolas; este verano tendrían que hacer algo, talarlo, o al menos serrarle algunas ramas, que caían pesadamente sobre el tejado y lo estaban estropeando. Pronto empezaría a filtrarse el agua.
A la señora del coche no le interesaba el mar; era de él de quien estaba pendiente. Un miedo que creía olvidado le cortó la respiración a Aksel Seier, que dio súbitamente media vuelta, entró en la casa y cerró la puerta con llave, aunque no eran más que las once de la mañana.
Aksel Seier era como Inger Johanne se lo había imaginado: de cuerpo fibroso y robusto. Desde la distancia era muy difícil distinguir si estaba bien afeitado, pero desde luego no llevaba barba. A pesar de todo, ella tenía la sensación de haberlo visto antes, desde la noche en que leyó los papeles de Alvhild Sofienberg e intentó formarse una imagen mental del Aksel Seier viejo, treinta y cinco años después de su puesta en libertad. La chaqueta azul marino que llevaba estaba muy raída. Calzaba botas de invierno, aunque la temperatura debía de superar los veinte grados. Tenía el cabello gris y un poco largo, como si su aspecto no le importara demasiado. Incluso a cien metros de distancia saltaba a la vista que tenía las manos grandes.
Había dirigido la mirada un par de veces en su dirección, y ella se había encogido en el asiento. Aunque no estaba haciendo nada ilegal, notó que enrojecía un poco cuando él la miró por segunda vez, con los ojos entreabiertos, como fijándose en su aspecto. A Inger Johanne le iba a resultar muy embarazoso hablar con él.
Cosa que no pensaba hacer. Ya había visto que estaba bien, que llevaba una vida bastante aceptable. Ciertamente, la casa era pequeña y estaba bastante destartalada, pero sin duda el terreno valía bastante. En el jardín tenía aparcada una camioneta, un truck no demasiado viejo. Un hombre más joven se había acercado y le había dado un poco de conversación. Cuando se despidió y se fue, el hombre se reía. Aksel Seier se había integrado en aquel sitio.
Inger Johanne tenía hambre. Hacía un calor insoportable en el coche, a pesar de que había estacionado el coche a la sombra de un enorme roble. Bajó la ventanilla lentamente.
– You can't park here, sweety! [5]
Un enorme jersey de angora rosa le daba a aquella mujer el aspecto de algodón de azúcar. Sonreía amablemente, e Inger Johanne asintió pidiendo disculpas. Luego puso el coche en marcha, con la esperanza de que la caja de cambios durara un día más. Vio que eran exactamente las once de la mañana del martes 23 de mayo.
Por alguna razón se le quedó grabado que eran las cinco de la tarde. Alguien había colgado un viejo reloj de estación en la pared del establo. La manecilla de las horas estaba rota, sólo un muñón apuntaba hacia una marca que probablemente indicaba las cinco. Yngvar sintió cierta inquietud en el cuerpo y comprobó la hora en su reloj de pulsera.
– Ven, Amund. Ven con el abuelo.
El chiquillo estaba entre las piernas delanteras de un caballo castaño. El animal ladeó la cabeza y relinchó suavemente. Yngvar Stubø alzó en brazos a su nieto y lo sentó sobre el lomo del caballo, que no llevaba silla de montar.
– Ahora tienes que despedirte de Sabra. Nos vamos a casa a comer, tú y yo.
– ¡Adiós, Sabra!
Amund se inclinó hacia delante de manera que las crines del caballo le acariciasen el rostro.
– ¡Adiós!
La inquietud de Stubø no remitía. Era casi dolorosa, como un escalofrío en la espalda que se le aferraba a la nuca y lo ponía rígido. Estrechó al niño contra su cuerpo y echó a andar hacia el coche. Se sentía incómodo cuando sujetó a Amund al asiento con el cinturón. Hacía tiempo, antes del accidente, había pensado que era vidente, a pesar de que nunca había creído en realidad en esas cosas. Pero antes le gustaba que la gente se percatara de esa sensibilidad que lo hacía especial. De vez en cuando le recorrían el cuerpo oleadas de frío que lo impulsaban a mirar la hora que era, a retener ese dato. Antes le había parecido útil. Ahora le daba vergüenza.
– Tienes que sobreponerte -murmuró para sí y puso el coche en marcha.
19
Más tarde se supo que en realidad ninguno de los pasajeros de aquel autobús se había fijado en Sarah Baardsen. Era hora punta y la gente se apiñaba en el pasillo, pues los asientos estaban todos ocupados. Entre los viajeros había muchos niños, pero en su mayoría iban acompañados por algún adulto. Lo único que sacaron en limpio, tras interrogar a más de cuarenta testigos, fue que Sarah había sido vista, a las cinco menos cinco, en el autobús número 20 como todos los martes. Corroboraban el testimonio de la madre dos compañeros de trabajo que la habían estado esperando mientras ésta se despedía de la niña. Sarah tenía ocho años y hacía ya más de uno que había empezado a ir sola a casa de su abuela en Tøyen. No era un trayecto largo; apenas tardaba un cuarto de hora en llegar a su destino. Quienes conocían a Sarah la describían como una niña segura de sí misma e independiente y, aunque la madre estuviera ahora destrozada por no haberla acompañado, casi nadie le reprocharía a una mujer soltera que permitiera a su hija de ocho años hacer sola un viaje de autobús como ése.