Esta vez era diferente.
Él nunca había llamado a la policía antes, pues ya contaba con aquellos numeritos, con que ella desapareciera durante más o menos rato. Pero esto era otra cosa. El pánico lo embistió de pronto, como una ola. No sabía bien por qué, pero cuando Emilie no volvió a la hora acostumbrada, arrancó a correr hacia el colegio y no se percató siquiera de que a medio camino había perdido la zapatilla. La cartera de Emilie y un gran ramo de fárfaras estaban tirados en el sendero que unía dos calles principales, el atajo que ella en realidad nunca se atrevía a tomar sola.
Grete le había comprado la cartera a Emilie un mes antes de morir. La niña nunca la habría abandonado allí. El padre la recogió con aprensión. Quizá se estaba equivocando, podía tratarse de la cartera de otro, de un niño más descuidado quizás; es cierto que se parecía, pero todo era posible hasta que él, conteniendo la respiración, levantó la tapa y vio las iniciales en el interior: ES, escritas con la letra grande y angulosa de Emilie. Era su cartera, y ella nunca la habría dejado así tirada.
4
El hombre del que trataban los papeles de Alvhild Sofienberg se llamaba Aksel Seier y había nacido en 1935. A los quince años había empezado a trabajar de aprendiz de carpintero. Constaban muy pocos datos acerca de la infancia de Akseclass="underline" que se mudó de Trondheim a Oslo a los diez años, cuando su padre, al finalizar la guerra, consiguió trabajo en el taller mecánico de Aker. Antes de cumplir la mayoría de edad, el chico ya estaba fichado por tres delitos, aunque ninguno de gran importancia.
– Al menos según los criterios actuales -murmuró Inger Johanne Vik para sí mientras pasaba las hojas crujientes y amarilleadas por el tiempo. En los sumarios de los juicios se mencionaban dos atracos de quioscos y una huida en un coche robado, que fracasó cuando el destartalado Ford se quedó sin gasolina y lo dejó tirado en la calle Moss. Cuando Aksel Seier contaba veintiún años fue detenido por violación y asesinato.
La niña se llamaba Hedvik y no tenía más que ocho años cuando murió. La encontró un empleado de aduanas metida en un saco de arpillera junto al almacén del puerto de Oslo. Estaba desnuda y mutilada. Es cierto que no había pruebas materiales: no se hallaron rastros de sangre ni huellas dactilares ni pisadas ni marcas de otro tipo que vinculasen al autor con la víctima. Pero dos testigos sólidos que aquella madrugada habían salido a realizar una gestión legal lo habían visto cerca del lugar de los hechos.
Al principio el joven lo negó todo en redondo. Con el tiempo, acabó por admitir que había estado en la zona comprendida entre Pipervika y Vippetangen la noche que mataron a Hedvik, pero aseguraba que lo único que había hecho era vender un poco de alcohol ilegal. Se negó a revelar el nombre del cliente.
Pocas horas después de la detención, la policía desenterró una vieja denuncia por exhibicionismo. Aksel tenía dieciocho años en ese entonces y, según él, sencillamente estaba borracho y se había puesto a orinar en la playa de Ingier una noche de verano. Pasaron tres chicas, y él sólo quiso tomarles un poco el pelo, declaró. Chorradas y tonterías de borracho. Él no era así. No se había exhibido, sólo les había tomado el pelo a tres niñatas histéricas.
La denuncia fue archivada, pero años después resurgió del olvido como un colérico dedo acusador, un estigma del que él creía haberse librado ya.
Cuando el nombre de Aksel apareció en los periódicos, en grandes titulares que llevaron a su madre a quitarse la vida el día de Nochebuena de 1956, la policía recibió tres nuevas denuncias. Una fue desestimada cuando la fiscalía descubrió que la mujer de mediana edad acostumbraba a denunciar una violación cada medio año. Las otras dos fueron tomadas más en serio.
Margrete Solli, de diecinueve años, había salido con Aksel durante tres meses. Era una mujer de principios firmes, cosa que casaba mal con Aksel, según comentó ruborizada y con la vista baja. En varias ocasiones él había conseguido por la fuerza lo que ella pretendía reservar para el matrimonio.
La versión de Aksel era distinta. Recordaba noches maravillosas junto al lago de Sogn, las protestas risueñas de ella y las palmadas que le propinaba en las manos cuando él las colaba por debajo de su ropa. Recordaba los ardientes besos de despedida y sus tibias promesas de matrimonio para cuando le concedieran el diploma de oficial. Le habló a la policía y al tribunal de una chica a la que, en cambio, sí hubo que convencer, pero con el método habitual. Al fin y al cabo, así eran las mujeres antes de que las llevaran al altar, ¿no?
La tercera denuncia procedía de una mujer a la que Aksel Seier decía no haber visto nunca. La violación presuntamente se había perpetrado hacía muchos años, cuando la chica tenía sólo catorce. Aksel protestó con vehemencia. No conocía a aquella mujer. Se mantuvo en sus trece, durante las nueve semanas de prisión preventiva y durante el largo y destructivo juicio. Nunca la había visto, ni había oído hablar de ella.
Pero mentía sobre tantas cosas…
Cuando el fiscal presentó acusación, Aksel finalmente facilitó el nombre del cliente que podía proporcionarle una coartada. El hombre se llamaba Arne Frigaard y había comprado veinte botellas de buen aguardiente casero por veinticinco coronas. Cuando la policía fue a comprobarlo a su casa de Frogner, se encontró con un sorprendido coronel Frigaard que puso los ojos como platos ante aquellas burdas calumnias. Mostró a los dos inspectores su armario de bebidas: todo productos de primera calidad. Lo cierto es que su mujer permaneció callada durante casi todo el rato, pero asintió con la cabeza cuando su vociferante marido aseveró que la noche de los hechos se había quedado en casa y se había acostado pronto porque tenía migraña.
Inger Johanne se pasó el dedo por el caballete de la nariz y tomó un sorbo de su té frío.
Nada parecía indicar que alguien se hubiera molestado en investigar la historia del coronel. A pesar de todo, Inger Johanne detectaba cierta ironía, o quizá más bien una distancia sarcástica, en la seca reproducción por parte del juez de la declaración del inspector de policía. El propio coronel nunca compareció ante el tribunal. Un médico certificó la migraña que padecía, ahorrándole así a un antiguo paciente el fastidio de enfrentarse a las acusaciones de haber comprado aguardiente barato.
Unos ruidos provenientes del dormitorio la sobresaltaron. Incluso tras los últimos cinco años en que el estado de la niña había mejorado mucho -solía dormir de un tirón, profunda y tranquilamente toda la noche; sólo debía de estar un poco constipada-, un escalofrío seguía recorriéndole la columna vertebral ante el menor atisbo de flemas o de tos. Todo quedó en silencio de nuevo.
Había un testigo especialmente interesante. Evander Jakobsen, de diecisiete años; cumplía condena en la cárcel. Pero estaba libre cuando se cometió el asesinato de la pequeña Hedvik y afirmaba que Aksel Seier le había pagado para llevar un saco desde la ciudad vieja hasta el puerto. En su primera declaración había asegurado que aquella noche Seier había recorrido con él las calles, pero no quería llevar él mismo el saco «para no llamar la atención». Más tarde cambió su testimonio: no había sido Seier quien le había pedido que cargase con el saco, sino otro hombre cuyo nombre no constaba. Según esta nueva versión de lo ocurrido, Seier lo había recibido en el puerto y se había hecho cargo del saco sin decir gran cosa. Se suponía que el saco contenía cabezas y manos de cerdo. Evander Jakobsen no lo había comprobado. Pero apestar, apestaba, de eso no cabía la menor duda, y el peso era aproximadamente el mismo que el de una niña de ocho años.
Esta historia tan poco creíble había hecho dudar al periodista de la sección de sucesos del periódico Dagbladet, quien calificó la declaración de Evander Jakobsen de «brutalmente inverosímil» y encontró apoyo en el Morgenbladet, cuyo reportero se mofaba sin tapujos de las declaraciones contradictorias que el joven pájaro enjaulado hacía desde la tribuna de los testigos.