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Estaba tan claro que Sarah se había montado en el autobús como que no había llegado nunca al lugar acordado. La abuela había ido a recogerla a la parada donde la niña normalmente bajaba de un salto del vehículo y corría a sus brazos tan pronto como se abrían las puertas. Pero esta vez no fue así. La abuela tuvo la lucidez suficiente como para subir al autobús y recorrerlo entero un par de veces, despacio, haciendo caso omiso de la irritación del conductor. Sarah había desaparecido.

Algunos creían haber visto a la chica bajarse en Carl Berner. Llevaba un gorro azul, decían con convicción los dos testigos. Ellos iban sentados junto a las puertas traseras y les sorprendió que una niña tan pequeña viajara sola en un autobús atestado.

Sarah no llevaba gorro.

Una señora mayor creía haberse fijado en una niña de seis años que iba con un señor. La niña era rubia y llevaba una muñeca de trapo. Según la señora, la cría lloraba desconsoladamente, y daba la impresión de que el señor estaba enfadado con ella. Un grupo de adolescentes sostenían que el autobús iba repleto de niños que no paraban de gritar y chillar. Un gurú de los ordenadores que gozaba de cierta fama en determinados círculos -cosa que, a su juicio, evidentemente lo convertía en un testigo privilegiado- afirmaba que en la parte delantera del autobús iba sentada una niña que iba sola y bebía de una botella de Coca-Cola. De pronto se había levantado y se había bajado como si hubiese visto algo inesperado en la parada junto al museo Munch.

Sarah era morena y no bebía Coca-Cola. Nunca había tenido una muñeca de trapo, además contaba ocho años y era alta para su edad.

Si los muchos pasajeros del autobús número 20 hubieran estado más atentos aquella tarde de martes de finales de mayo, habrían reparado en un hombre que llevó a una chica casi en volandas hacia el fondo del autobús. Se habrían fijado en que la chica le había cedido su sitio a una señora mayor, tal y como le había enseñado su madre. Se habrían dado cuenta de que sonreía. Quizá también habrían advertido que el señor se había acuclillado entre la gente y que le había devuelto la sonrisa antes de tomarla de la mano. Si no hubieran sido justamente las cinco de la tarde, si no hubieran tenido todos tanta hambre, si no hubieran estado atontados por la falta de azúcar en la sangre que les llevaba a pensar principalmente en comida, quizás habrían podido declarar a la policía que la chiquilla parecía aturdida, pero que había acompañado voluntariamente al señor cuando se bajó en la siguiente parada.

La policía tomó declaración a más de cuarenta pasajeros del autobús número 20. Ninguno de los testimonios parecía proporcionar una sola pista sobre el paradero de Sarah Baardsen.

20

Esta vez ella llegó a pie. Aunque muchos habían dado comienzo a la temporada con algo de antelación y Harwichport ya se había llenado tanto de turistas desconocidos como de veraneantes habituales, él la reconoció inmediatamente. La mujer se acercó caminando por Atlantic Avenue, como si hubiera salido a hacer un recado. Cuando llegó al aparcamiento que no tenía la vista al mar obstruida por casas ni setos, se detuvo y dirigió la mirada al sur, hacia el mar. Pero no se acercó a la valla. Llevaba gafas de sol y a él no le cupo la menor duda de que estaba mirando hacia su casa. Mirándolo a él.

Aksel Seier cerró la verja del jardín. El miedo estaba a punto de ceder el paso al enfado. Si ella quería algo, que tuviera los suficientes guts como para establecer contacto. Se tiró del jersey. Hacía calor, ya pasaba de mediodía. Oía los gritos de un grupo de jóvenes que se bañaban en el estrecho de Nantucket. El agua seguía helada. Un par de días antes el mercurio se había parado en los sesenta grados Fahrenheit, él lo había medido antes de salir a pescar. La mujer con la cazadora pasó lentamente frente a él, por la acera de enfrente.

– What do you want, dammit! [6]

Aksel notó que estaba agarrando el martillo con mucha fuerza y optó por soltarlo. La herramienta cayó sobre las losas de pizarra del suelo con gran estrépito. El pulso le martilleaba los tímpanos. El miedo le resultaba ahora tan extraño, tan ajeno al presente… Hacía años que por fin había conseguido superar ese pánico indefinible que lo invadió por primera vez en una celda de prisión preventiva en enero de 1957.

Habían pasado ya algunas semanas desde su detención. Su madre se había quitado la vida, y a Aksel no le habían dejado asistir al funeral. El viejo policía había estado jugueteando con las llaves con la vista clavada en sus ojos. «Todo el mundo sabe que eres culpable -le había asegurado. Las llaves chocaban contra la pared, una y otra vez-. No tienes ninguna posibilidad de salir absuelto. ¿Por qué no confiesas ya para paliar el dolor de los padres de la pequeña Hedvik? ¿No crees que han sufrido ya bastante los pobres?». El rostro del policía había reflejado un profundo desprecio. El hombre se había pasado la manga de la chaqueta por los ojos con decisión, y en ese momento Aksel había comprendido que todo estaba perdido. Más tarde había empezado a delirar, y le habían dado unos somníferos.

Aksel se convirtió en un ser noctámbulo. Descansaba algunas horas por la tarde y luego, mientras los demás dormían, contaba las estrellas a través de los barrotes. El miedo lo había acompañado al apartamento en el que vivió, en ocho metros cuadrados desnudos, tras su inesperada puesta en libertad. También lo acompañó hasta el otro lado del océano y lo atormentaba con asiduidad, hasta una mañana de marzo de 1993. Aksel Seier se había despertado a media mañana, sorprendido de haber dormido de un tirón toda la noche. Por primera vez en treinta y seis años, el policía del llavero y los ojos llorosos lo había dejado en paz.

– What the hell do you want? [7]

La mujer se paró en seco, con aire vacilante. Aunque Aksel tenía el corazón en la garganta y serias dificultades para respirar con normalidad, se dio cuenta de que era guapa. Tenía un atractivo algo descuidado, como si en realidad le diera pereza causar buena impresión. Tendría algo más de treinta años y llevaba una ropa bastante asexuada. Vaqueros, un jersey rojo con cuello de pico y zapatillas deportivas. Aksel se percató de que inconscientemente la estaba estudiando, almacenando su imagen para uso posterior. Vio que tenía los ojos marrones cuando ella se acercó a él con paso inseguro y se cambió las gafas de sol por unas normales. Tenía el cabello oscuro, medio largo y con unas ondas que quizá se tornaban en rizos con la humedad. Aksel reparó en la finura de sus manos y la longitud de sus dedos cuando ella se los pasó indecisa por el pelo. Él se mordió la lengua.

– ¿Aksel Seier?

El miedo amenazaba con ahogarlo. La mujer había dicho «Aksel Seier» con una pronunciación que no oía desde 1966. Ya nadie lo llamaba Aksel Seier, sino «Aksel Sayer», pronunciado con sílabas largas y arrastradas, y no duras y contundentes; como en Aksel Seier.

– ¿Quién quiere saberlo? -se obligó a decir aún en inglés.

Ella le tendió la mano, pero él no se la estrechó.

– Me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora y he venido para hacerle algunas preguntas sobre el juicio que se celebró contra usted, hace muchos años, por una violación y un infanticidio que no había cometido. Si es que usted está dispuesto, claro, si es que quiere hablar de ello ahora, después de tantos años.

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[6] ¿Qué quiere, caramba? (N. del D.)

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[7] ¿Qué infiernos quiere? (N. del D.)