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Su mano seguía tendida hacia él. Había cierta terquedad en el gesto que hizo que Aksel abriese la boca y aspirase a fondo antes de darle un apretón.

– Æksel Sayer -dijo con un hilo de voz-. Así me llamo ahora.

La señora algodón de azúcar caminaba hacia ellos desde la playa. Rodeó la valla y bostezó sonora y ostensiblemente antes de exclamar:

– Female visitor, Aksel! I'll say! [8]

– Entra -le dijo Aksel a Inger Johanne y le dio la espalda al jersey rosa.

Inger Johanne no sabía qué se había esperado. Ciertamente había visualizado de manera clara la figura de Aksel Seier, pero nunca había intentado imaginar cómo vivía, qué clase de existencia llevaba en Estados Unidos. Se quedó de pie en el umbral. El salón daba a una cocina abierta y estaba abarrotado de cosas. Aunque el mobiliario se reducía a una pequeña mesa de centro situada ante un pequeño sofá y a una mesa de cocina muy rústica con una única silla, no había mucho espacio donde apoyar los pies. En un rincón había un enorme perro que la hizo dar un respingo. Cuando lo miró con atención cayó en la cuenta de que estaba tallado en madera, pelo a pelo, y de que los ojos amarillos eran de cristal. Del techo, en el rincón de enfrente, colgaba un mascarón de proa que representaba a una mujer de busto generoso, mirada ausente y labios de color rojo oscuro, casi morado. La cabellera amarillo dorado le caía sobre el firme cuerpo. La figura era demasiado grande para la habitación. Daba la impresión de que se podía caer del techo en cualquier momento, en cuyo caso machacaría un ejército de figuras que semejaban soldaditos de plomo y que estaban diseminadas sobre el suelo en un campo de batalla de más de dos metros cuadrados. Inger Johanne dio un paso hacia el ejército con mucho cuidado y se puso en cuclillas. Los soldados, cada uno con sus rasgos propios, eran de cristal, al igual que sus casacas azules diminutas, sus bayonetas, cañones, sombreros y distinciones, y luchaban contra los soldados del Sur, vestidos de gris.

– Qué… ¡Qué cosa tan increíblemente preciosa!

Inger Johanne se acercó uno de los generales a los ojos. Estaba cómodamente montado sobre su caballo, a distancia segura de la batalla. Se le veían perfectamente los ojos azul claro con un atisbo de negro en las pupilas. Al caballo le salía espuma de la boca, y ella casi podía sentir el calor del animal sudado.

– ¿Dónde…? ¿Lo ha hecho usted? ¡Nunca en la vida había visto nada parecido!

Aksel Seier no contestó. Inger Johanne oyó el entrechocar de cacerolas. El hombre se había escondido tras el banco de la cocina.

– ¿Café? -le preguntó con esfuerzo.

– No, gracias. Bueno, sí… Si va a preparar de todos modos; si no, no hace falta que lo haga por mí.

– Una cerveza.

No sonaba como una pregunta.

– Sí, gracias -respondió ella dudosa-. Me tomaría encantada una cerveza.

Aksel Seier se levantó y cerró la puerta del armario de una patada. Parecía aliviado. La nevera emitió un zumbido desganado cuando sacó un par de latas. El enervante ruido languideció en un suspiro. Los rayos de sol se colaban a través de los cristales sucios y el polvo danzaba sobre las franjas de luz proyectadas en el suelo. Un gato salió de algún recoveco de la cocina. Maulló y se restregó contra las pantorrillas de Inger Johanne, para luego desaparecer por la gatera de la puerta. Junto al mascarón de proa, detrás de los soldaditos, había una barrica de pescador con los flejes oxidados. Sobre la tapa descansaba una muñeca de plástico con ropa de lapón. Los colores, rojo, azul, amarillo y verde, que alguna vez habían sido vivos y claros, habían empalidecido hasta adquirir un manso tono pastel. La mirada vacía de la muñeca estaba fija sobre la pared de enfrente, recubierta por un impresionante bordado, casi un tapiz. El motivo, figurativo en una esquina (representaba a un caballero medieval listo para un torneo, con su armadura y su lanza en alto), se transformaba gradualmente en la orgía de color abstracta que se apreciaba en la esquina superior derecha.

– Tengo que… ¿Todas estas cosas maravillosas las ha hecho usted?

Aksel Seier se quedó mirándola. Lentamente se llevó la lata de cerveza a la boca. Bebió y se secó con la manga.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Usted ha…?

– Al llegar. Has dicho algo de que yo…

– Tengo motivos para creer que le condenaron aunque era inocente.

Ella posó en él los ojos, intentando decir algo más. Él retrocedió un paso, como si la luz del sol procedente de la ventana lo intimidara. Asintió levemente con la cabeza, y el flequillo, pesado y gris, le cayó sobre la frente, tapándole los ojos. Al contemplarlo, ella se arrepintió horriblemente de haber ido a verlo.

No tenía nada que ofrecerle: ni desagravio ni rehabilitación de su honra ni compensación por los años perdidos, tanto dentro como fuera de la cárcel. Inger Johanne había venido desde el otro lado del mar, casi por impulso, sin otra cosa en la maleta que la férrea convicción de una anciana y un montón de preguntas sin respuesta. Si era verdad que Aksel Seier había sido condenado injustamente por el peor de los delitos, por la más sucia de las agresiones, ¿cómo lo había marcado esa experiencia? ¿Cómo le habría sentado eso de que alguien, después de tantos años, le dijera «Creo que eres inocente»? Inger Johanne no tenía derecho a hacer esto. No habría debido venir.

– Quiero decir… Algunas personas han examinado más a fondo su caso… Una persona… Ella está… ¿Podríamos sentarnos?

Él estaba petrificado. Uno de los brazos le colgaba laxo a un costado, describiendo un movimiento pendular casi imperceptible, al compás del corazón, adelante y atrás, adelante y atrás. En la mano izquierda sostenía la lata de cerveza, que parecía a punto de caerse. Seguía escondido tras su flequillo grasiento. Sus ojos destellaban con expresión impenetrable.

– Creo que sería mejor que nos sentáramos, señor Seier.

Emitió un ruido gutural, un carraspeo involuntario, como si en realidad quisiera tragar, pero se le hubiera atascado algo en la garganta. Primero ella creyó que estaba intentando contener el llanto. Pero luego él volvió a hacer el mismo ruido, como si tuviera hipo. Con el pulso trémulo, dejó la lata de cerveza sobre la mesa.

– Señor Seier -repitió él con voz áspera-. Hacía muchos años que nadie me llamaba así. ¿Quién eres tú?

– ¿Sabe qué? -Ella se apartó con cuidado del escenario de la batalla-. Me gustaría invitarle a comer a un restaurante. Podemos comer algo mientras le explico por qué he venido. Creo que tengo muchas cosas que contarle.

«Mentira -pensó ella-. No tengo casi nada que contarte. Vengo con mil preguntas cuya respuesta es importante para mí conocer. Para mí y para una anciana que se mantiene con vida a la espera de esas respuestas. Te estoy engañando. Te estoy despistando. Me aprovecho de ti.»

– ¿Dónde le sirven a uno comida decente en esta ciudad? -le preguntó con desenfado.

– Ven conmigo -dijo él y se dirigió hacia la puerta.

Inger Johanne pisó sin querer a un general que crujió suavemente contra el suelo. Levantó el pie desesperada. La figura estaba pulverizada, y pequeños fragmentos azules y amarillos se habían adherido a su zapato.

Aksel Seier se quedó mirándolo, inmóvil. Luego la miró a la cara.

– ¿Lo crees de verdad? ¿Crees en mi innocence? -Dio media vuelta, inmediatamente, sin esperar respuesta.

21

La chica nueva se llamaba Sarah. Era tan grande como Emilie, a pesar de que tenía un año menos. Costaba un poco consolarla, como a papá. Cuando murió mamá, Emilie había deseado consolarlo con toda su alma. Después del funeral, y cuando la casa ya no estaba llena de gente que pretendía ayudarlos, él no quería llorar delante de ella. Pero ella sabía cómo se sentía. Lo había oído por las noches, cuando él creía que dormía y se tapaba la cabeza con la almohada para asegurarse de que ella no lo oía. Emilie quería consolarlo, pero era imposible porque él era un adulto. Era mayor que ella. No había nada que ella pudiera decir o hacer. Cuando, a pesar de todo, lo intentaba, él le dedicaba una enorme sonrisa, se levantaba de la cama y preparaba unos gofres mientras le hablaba de las vacaciones que se iban a tomar en verano.

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[8] Visita femenina, Aksel, ¡te diré! (N. del D.)