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Aksel Seier se dirigió hacia la salida y desapareció, sin esperarla, sin acordar nada más concreto. Ella se quedó jugueteando con el vaso de agua, esforzándose por recordar algo que se le escapaba.

Había algo en la casa de Aksel Seier que parecía fuera de lugar. Había visto algo, alguna cosa que la había hecho reaccionar, después, cuando era demasiado tarde, algo que encajaba con aquel interior tan abigarrado, pero que al mismo tiempo contrastaba con su entorno. Cerró los ojos e intentó visualizar la casa de Aksel Seier. El mascarón de proa. El cuadro de la batalla. La lapona desangelada con su traje desteñido. El caballero de la pared. Un reloj de pie cuyas pesas eran herraduras. La estantería con cuatro libros. No recordaba el título de ninguno. Una lata de café vieja con dinero suelto cerca de la puerta. El aparato de televisión con antena. Una lámpara en forma de tiburón, que dentelleaba el suelo y tenía la bombilla en la cola. Un labrador de madera muy vivo y pintado de negro. Objetos absurdos y atractivos que, de algún modo, armonizaban entre sí.

Y algo más. Algo que la había hecho reaccionar, pero que no había notado hasta que era demasiado tarde.

Aksel Seier caminaba a toda prisa. Estaba pensando en un día de primavera de 1966, el día que vio Oslo por última vez. La niebla se extendía sobre el fiordo, y él iba a bordo del MS Sandefjord, que navegaba con rumbo a Estados Unidos cargado de abonos químicos.

El capitán había asentido levemente cuando Aksel le había expuesto la situación, directamente y sin rodeos. Le contó que había cumplido una larga condena y que aquí en Noruega nada parecía salir bien. Le aseguró al capitán que podía estar completamente tranquilo; Aksel Seier tenía la nacionalidad norteamericana. Le había mostrado su pasaporte; era auténtico. Lo único que quería era hacer algo de provecho al otro lado del Atlántico, si lo dejaban.

Podía echar una mano en la cocina. Antes de que llegaran al faro de Dyna, había pelado cuatro kilos de patatas. Después subió a cubierta por un momento. Comprendió que se iba para siempre.

Lloró, aunque no sabía por qué.

Desde entonces no había vertido una sola lágrima, hasta ahora.

Fue corriendo hasta casa. La verja lo castigó con un cerrojo que se resistía. El cartero paró la furgoneta, sacó la cabeza por la ventanilla, señaló al cerdo y se rió. Aksel saltó la valla de poca altura, entró en la casa y cerró cuidadosamente la puerta tras sí. Luego se acurrucó en la cama. El gato chillaba ante la ventana, pero él no quería escuchar.

24

– ¿Y en esto malgastáis vosotros el tiempo?

Yngvar Stubø se frotó la cara. Los pelos de la barba le rasparon la palma de la mano. Eran más de las dos de la madrugada del miércoles 24 de mayo. Ante la Jefatura de Policía de Asker y Bairum se agolpaban veinticinco periodistas y casi el mismo número de fotógrafos. Un par de agentes novatos los mantenían fuera del edificio de ladrillo y hacía un cuarto de hora que habían sacado las porras. Caminaban lentamente ante la entrada, de un lado a otro, mientras se golpeaban amenazadoramente la palma de la mano con la porra, como la caricatura de un policía de una película de Chaplin. Los fotógrafos retrocedieron ligeramente. Algunos de los periodistas habían empezado a mirar el reloj. Un tipo del Dagbladet, que a Yngvar Stubø le resultaba vagamente familiar, bostezó sin el menor disimulo. Le ladró una orden a un fotógrafo antes de dirigirse a un Saab que estaba aparcado en un sitio indebido y subirse a él. Pero el coche se quedó parado.

Yngvar Stubø dejó caer la cortina y se volvió hacia la habitación.

– ¡Por Dios, Hermansen, ese pobre hombre nunca le ha hecho daño ni a una mosca!

– ¿Y quién nos asegura que nuestro secuestrador de niños está fichado?

Hermansen se sonó la nariz con los dedos y maldijo.

– No es eso lo que quiero decir.

– Entonces, ¿qué coño quieres decir? ¡Tenemos a un tipo que se encontraba en el lugar del primer secuestro cuatro horas después de la desaparición de otro niño! ¡Iba vestido con ropa de camuflaje como si quisiera hacer carrera en la CIA y se la estaba pelando mientras gime el nombre de la niña! Por si fuera poco, no ha sabido decirnos qué estaba haciendo el jueves 4 de mayo, el día que desapareció Emilie Selbu, ni tampoco el miércoles 10 de mayo, cuando secuestraron a Kim. ¡No se acuerda de lo que estaba haciendo hoy a las cinco de la tarde, joder!

– Eso es sencillamente porque no tiene las ideas claras sobre nada -dijo Yngvar Stubø secamente-. El hombre es idiota, casi literalmente, o por lo menos discapacitado psíquico. Está aterrorizado, Hermansen.

Hermansen se llevó una taza de café sucia a la boca. El olor agrio del sudor producido por el agobio impregnaba toda la habitación. Yngvar Stubø no sabía bien de quién provenía.

– Es conductor profesional -gruñó Hermansen-. No puede ser completamente idiota. Lleva una furgoneta de reparto. Y además tiene antecedentes. Nada menos que por… -Agarró una carpeta y sacó un documento de un tirón-. Cinco multas y dos condenas por delitos sexuales.

Yngvar Stubø hizo caso omiso de lo que le decía Hermansen. Estaba observando otra vez discretamente a los periodistas. Ya no había tantos como antes. Se pellizcó el tabique de la nariz e intentó calcular la hora que sería en la Costa Este de Estados Unidos.

– Exhibicionismo -suspiró profundamente sin mirar a Hermansen-. Al tipo lo han detenido por exhibicionismo, nada más. No es el hombre que buscamos. Desgraciadamente.

– Exhibicionismo.

Yngvar intentaba hablar en un tono neutro, pero era imposible. La palabra connotaba un desprecio por la acción que designaba y movía a escupir con sorna. El hombre del vestido de camuflaje se había encogido casi hasta desaparecer bajo una pila de ropa.

Sudaba a mares. Tenía los hombros tan estrechos que las mangas le ocultaban las manos. Llevaba un cabestrillo colgado del cuello, pero no lo usaba. El tiro del pantalón le llegaba casi hasta la altura de las rodillas.

– Cincuenta y seis años -añadió Yngvar Stubø lentamente-. ¿Es correcto?

El hombre no respondió. Yngvar acercó una silla y se sentó junto a él. Apoyó los codos sobre las rodillas, intentando no arrugar la nariz ante el hedor a orina y sudor viejo. Esta vez sí tenía claro de dónde provenía el olor.

– Escucha -dijo en voz baja-. ¿Me permites que te llame Laffen? Te llaman Laffen, ¿no?

Con un débil movimiento de cabeza, el hombre dejó claro que al menos oía lo que se le decía.

– Laffen -continuó Stubø con una sonrisa-. Me llamo Yngvar. Esta noche ha sido agotadora para ti.

De nuevo un débil asentimiento.

– Pronto lo habremos solucionado todo, pero necesito que respondas a algunas preguntas, ¿vale?

Laffen asintió una vez más, casi imperceptiblemente.

– ¿Recuerdas dónde te pillaron? Estos dos tipos… ¿Dónde te encontraron?

El hombre no contestó. De cerca se notaba que tenía los ojos hundidos como dos canicas negras en su estrecho cráneo. Yngvar posó la mano con cuidado sobre la rodilla del hombre, pero no consiguió que reaccionara.

– ¡Tú conduces un coche!

– Ford Escort de 1991. Azul metálico. Motor de 1,6 litros, pero está puesto a punto. El equipo de música costó once mil cuatrocientas noventa coronas. Asientos de bólido y spoiler. Se lo he puesto yo todo -aseguró con voz nasal.

Yngvar tuvo la sensación de haberle echado dinero a una vieja máquina de discos, sobre todo cuando el hombre prosiguió:

– Se lo he puesto yo mismo. Lo he hecho yo mismo. Asientos de bólido y spoiler.

– Muy bien.