La conoció después de que lo pusieran en libertad, en su primera y vacilante visita a un bar. Casi nueve años sin probar el alcohol hacían lo suyo. La primera copa se le subió a la cabeza y, tras beber medio litro, se había mareado. De camino al baño perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el canto de una mesa. La mujer que estaba allí sentada llevaba un vestido de verano de flores y olía a lilas. Como la sangre manaba sin parar, ella lo invitó a su casa. «Está a la vuelta de la esquina», le dijo con entusiasmo. Todavía faltaban muchas horas para el alba. A él no le quedó más remedio que acompañarla. «Tienes una cara de bueno…», había dicho ella, riéndose un poco. Sus dedos le curaron la herida delicadamente con algodón y yodo que olía a rancio y que le dejó una mancha marrón en la nuca. Después le aplicó una venda. Con preocupación en la mirada, la mujer dijo que quizá deberían ir a urgencias, lo mejor sería que le dieran un par de puntos. Él percibía el olor a lilas y no se quería ir. Ella lo tomó de la mano y él le contó su historia, tal como era. Apenas llevaba semana y media en libertad. Todavía era joven y confiaba en poder enderezar su vida. Le habían rechazado cuatro solicitudes de trabajo, pero seguía habiendo posibilidades. Con un poco de paciencia las cosas se irían arreglando. Él era fuerte y trabajador. Además, había aprendido un par de cosas útiles en la cárcel.
La mujer se llamaba Eva y tenía veintitrés años. Cuando dieron las once menos cinco y él tuvo que marcharse por consideración a la casera, Eva salió con él. Caminaron durante varias horas por las calles, lado a lado. Cuando se rozaban, Aksel notaba la piel de ella a través de la tela del vestido. El calor de su cuerpo atravesaba la gruesa chaqueta de lana que él acabó por quitarse para ponérsela a ella sobre los hombros. Ella lo escuchaba muy seria. Aseguró que le creía y lo abrazó brevemente antes de meterse corriendo en el portal de su casa. A medio camino se detuvo y rompió a reír. Se había olvidado de devolverle la chaqueta. Empezaron a verse con frecuencia. Aksel no conseguía trabajo. Cuatro meses más tarde comprendió que con la verdad no iba a llegar a ningún sitio, de modo que se inventó un pasado en Suecia. Les contaba a los posibles empleadores que había trabajado en Tärnaby como carpintero durante unos diez años, y por fin consiguió trabajo como ayudante de un repartidor. Le duró tres meses. Alguien del almacén conocía a alguien que lo había reconocido. Lo echaron ese mismo día, pero Eva no lo abandonó.
El gato saltó de su regazo y él decidió marcharse de Harwichport.
No planeaba ir muy lejos, sólo unas millas al norte, a Maine. Pasaría allí únicamente unos días. Seguro que la investigadora de Noruega no tardaría en tirar la toalla. No tenía nada que hacer aquí. Aunque daba la impresión de conocer la zona, era noruega, tenía un lugar adonde volver. Cuando descubriera que él había desaparecido, seguro que se rendiría. Él no era importante. Aksel pensaba ir a Old Orchard Beach; allí Patrick llevaba un tiovivo y en verano sacaba un buen dinero. Patrick y Aksel trabaron amistad en Boston, durante los primeros tiempos de Aksel en Norteamérica, cuando trabajaba como lavaplatos en un restaurante italiano del North End. Patrick se encargó de conseguir que dejaran a su amigo enrolarse con él en un pesquero de Gloucester y, tras dos buenas temporadas, los dos se sintieron ricos. Patrick pidió un préstamo y compró el tiovivo, lo que siempre había soñado. Aksel se gastó todos sus ahorros en la casa de Harwichport antes de que la nueva época de bonanza económica disparara los precios e imposibilitara que la gente normal pudiera comprarse una casa junto al mar en el cabo Cod. Los dos amigos se veían muy poco y tampoco se decían gran cosa cuando se veían, pero Aksel sabía que sería bienvenido en casa de Patrick. De eso no cabía la menor duda.
El gato soltó un maullido agudo; la gatera estaba cerrada. Aksel dejó entornada la puerta del jardín y sacó una maleta del fondo del armario del dormitorio.
En la cómoda había cuatro calzoncillos limpios. Los dobló con esmero y los metió en el fondo de la maleta. Cuatro pares de calcetines. Dos camisas. El jersey azul. Un par de camisetas de tirantes. No necesitaba nada más. La maleta todavía estaba medio vacía. Aksel ajustó las gomas sobre el jersey que había colocado encima de todo y se disponía a cerrar la cremallera, pero cambió de idea. Decidió meter también las cartas. Nunca antes las había llevado consigo en sus escasos y breves viajes a Boston o a Maine. Estaban donde siempre, sobre el tablero de ajedrez que nunca se usaba porque Aksel nunca recibía visitas, en un montón atado con un cordel. Esta vez sería mejor que se las llevara.
Al fin cerró la maleta.
Con tres latas de comida para gatos metidas en una bolsa y la maleta en la otra mano, salió y cerró la puerta. La señora Davis siempre estaba despierta a estas horas. En cuanto se acercó al coche, ella se asomó a la ventana de la cocina y le comentó alegremente que era un hermoso día. Aksel levantó la vista. Quizás haría buen tiempo hoy; la señora Davis tenía razón en eso. Las gaviotas dejaban caer valvas desde el cielo y se lanzaban en picado sobre la playa para comer. Dos barcos estaban saliendo de Allen Harbor. El sol ya brillaba alto sobre el horizonte. La señora Davis, con su eterno jersey rosa, cruzó el jardín y agarró la bolsa con la comida del gato. No era suficiente, le dijo él, iba a estar fuera unos días, ella tendría que comprar más. Él le pagaría a su regreso. ¿Cuándo? No lo sabía, la verdad. Tenía que visitar a alguien en el sur, en Nueva Jersey, farfulló y luego escupió. Podía llevarle un tiempo. Le agradecía mucho que le cuidara al gato mientras tanto.
– Gracias -murmuró, sin darse cuenta de que lo había dicho en noruego.
– Sorry, sweety, he's gone [11].
La señora Davis ladeó la cabeza y se puso muy seria, como si estuviera en un funeral.
– Se fue esta mañana, me temo. A Nueva Jersey, creo. No sé cuándo volverá, quizá tarde semanas, ¿sabes? -añadió la señora en inglés.
Inger Johanne se quedó mirando al gato que descansaba en brazos de la mujer y se dejaba acariciar. Tenía los ojos de un color amarillo que daba miedo, casi fosforescente, y clavó en Inger Johanne una mirada arrogante, como si estuviera burlándose de ella, de una intrusa que se había creído que Aksel iba a estar esperándola en las escaleras, lleno de expectativas ante lo que ella tenía que contarle, listo para someterse a su interrogatorio, recién afeitado y con la cafetera en el fuego. El gato bostezó. Sus pequeños y blancos dientes relucieron cuando los ojos quedaron reducidos a dos rayas. Inger Johanne dio media vuelta y se dirigió al coche.
Lo único que podía hacer era dejar su tarjeta de visita. Por un momento contempló la posibilidad de darle la tarjeta a la mujer, pero luego pensó en el gato de aspecto amenazador y decidió acercarse a la casa de Aksel. Escribió un mensaje rápidamente sobre la parte de atrás de la tarjeta y la metió en el buzón. Por si acaso, introdujo otra por debajo de la puerta.
– Parecía un poco alterado, ¿sabes?
La señora, que sin duda tenía ganas de hablar, caminaba hacia ella con el gato en brazos.
– No está acostumbrado a recibir visitas. La verdad es que no es muy sociable. Pero tiene un corazón…
El gato se dejó caer perezosamente al suelo, y la señora se llevó las manos al pecho en un gesto dramático.
– Tiene un corazón de oro puro, te lo aseguro: de oro puro. ¿De qué lo conoces?
Inger Johanne esbozó una sonrisa distraída, como si no hubiese entendido bien. Estaba claro que debía hablar con la mujer, a quien por lo visto no se le escapaba nada de lo que sucedía en ese trecho de la calle. A pesar de todo, Inger Johanne giró sobre sus talones y subió al coche. Estaba molesta y aliviada al mismo tiempo. Se reprochaba el haber dejado que Aksel se fuera del restaurante sin antes haberle arrancado un compromiso más concreto. La enfurecía que él la hubiera engañado y se hubiera largado. Al mismo tiempo, el numerito de la desaparición constituía toda una declaración por sí misma. Inger Johanne no era bien recibida en la vida de Aksel Seier, con independencia de lo que tuviera que decirle.