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Aksel Seier quería navegar solo. Ella quedaba exenta de toda responsabilidad para con él.

Era jueves 25 de mayo, y ya podía regresar a casa. En realidad tendría que llamar a Alvhild, pero mientras conducía hacia Route 28, decidió no hacerlo. Tenía muy poco que contar. Ni siquiera recordaba lo que había visto en la pequeña casa de Aksel Seier y la había sorprendido tanto que la había mantenido despierta durante media noche.

28

Una furgoneta de reparto se aproximaba al edificio. Estaba lloviznando. Había un atasco en la autopista junto al estadio de Ullevaal a causa de un accidente de tráfico. El caos se había extendido como un tumor. El vehículo de reparto había tardado una hora en hacer un recorrido que normalmente le habría llevado veinte minutos. Por fin se acercaba al domicilio de entrega. El conductor miró con irritación a un taxi que se había quedado atravesado y estaba obstaculizando el tráfico. Un joven que se estaba bajando de su coche con mucha dificultad porque estaba escayolado e iba con muletas le dedicó un corte de manga y señaló frenéticamente a un coche de policía situado quince metros más adelante.

– ¡Joder! -bramó-. ¿No te das cuenta de que la calle está cortada?

Era lo que faltaba. Al conductor no le daba la gana llevar el paquete a pie hasta el bloque de apartamentos. Llevaba conduciendo desde las seis y media de la mañana y además estaba constipado. Tenía ganas de que el fin de semana empezara de una vez. Los viernes por la tarde eran un infierno. Quería entregar este maldito paquete, irse a casa y meterse en la cama, a tomarse una cerveza y ver una película de vídeo. Bastaría con que el puto coche de policía se moviera un poco. A pesar de que toda la calle estaba cortada, no parecía que estuviese sucediendo nada emocionante. Dos hombres de uniforme estaban charlando delante del coche. Uno de ellos fumaba y miraba el reloj como si quisiera irse a su casa, al igual que él. Finalmente el taxi consiguió dar la vuelta, pero no sin aplastar un par de arbustos que crecían en la acera. El conductor de la furgoneta de reparto apretó ligeramente el acelerador y dejó que el vehículo avanzara lentamente mientras bajaba la ventanilla.

– Hola -saludó el policía sombríamente-. No puede pasar por aquí. Está cerrado el acceso.

– Sólo tengo que entregar un paquete.

– No va a poder ser.

– ¿Por qué no?

– Eso en realidad no es de su incumbencia.

– Pero me cago en… -El conductor se asestó una palmada en la frente-. ¡Esto es mi trabajo! Llevo aquí un paquete, un jodido paquete enorme que tengo que entregar ahí arriba, en casa de…

Hacía gestos hacia el bloque de vecinos mientras buscaba algo en el desorden que tenía a su lado. Una lata de refresco medio llena que había en un soporte en el salpicadero se volcó, y un líquido amarillo se derramó por el suelo. El conductor perdió los nervios.

– ¡Es ahí arriba! Lena Baardsen. 10 b, escalera 2. ¿Podrías explicarme cómo…?

– ¿Qué ha dicho?

El otro policía se inclinó hacia él.

– Te estaba pidiendo que me explicaras cómo coño voy a hacer mi trabajo si…

– ¿Para quién ha dicho que era el paquete?

– Lena Baardsen, 10 b. Es…

– Salga de la furgoneta.

– ¿Que salga de la furgoneta? Yo…

– ¡Salga de la furgoneta! ¡Ahora!

El conductor se asustó. El policía más joven había tirado el cigarrillo y se había apartado un par de metros. Ahora estaba hablando por un emisor-receptor. Aunque el conductor no alcanzaba a distinguir las palabras, el tono de su voz indicaba que se trataba de algo serio. El otro hombre de uniforme, un tipo de unos cuarenta años con un gran bigote, lo agarró con decisión del brazo cuando él abrió por fin la puerta del vehículo. Levantó las manos en el aire, como si lo estuviesen arrestando.

– ¡Joder, tranquilízate! ¡Sólo quería entregar un paquete! ¡Un paquete!

– ¿Dónde está?

– ¿Dónde está? En la furgoneta, por supuesto. Está aquí detrás, si quieres…

– Las llaves.

– Joder, está abierto, pero no puedo dejar que cualquiera…

El policía señaló un punto del asfalto, a tres metros de la furgoneta. El conductor se retiró a regañadientes, bajando lentamente las manos.

– Quiero el número de placa, el nombre y todo -dijo airado-. No tenéis derecho a…

El policía no lo estaba escuchando. El conductor se encogió de hombros. Si el paquete no llegaba a manos de su destinatario, desde luego no sería por culpa suya. La oficina iba a tener que encargarse de esto. Sacó un cigarrillo, pero no conseguía encenderlo porque la lluvia y el viento habían arreciado. Se agachó y ahuecó las manos en torno a la llama. De pronto se irguió y se quedó petrificado.

– Joder -farfulló para sí, y el cigarrillo se le cayó al suelo.

Lo iban a despedir. Al ver el coche de policía, evidentemente tendría que haber dado media vuelta. Si hubiera estado un poco más despabilado, un poco menos acatarrado y cansado, habría girado más abajo, en la calle. Por si las moscas.

No podían despedirlo, esto era una tontería. Era la primera vez que le pasaba algo así, o por lo menos la primera vez que lo pillaban. ¡No podían echarlo por algo así! Los policías habían abierto la puerta trasera de la furgoneta y estaban examinando el único paquete que quedaba, el último paquete del día. Era bastante grande, de unos ciento treinta centímetros de largo, y bastante estrecho.

– ¿Pesa?

El hombre del bigote se volvió hacia él.

– Sí, bastante. Compruébalo, hombre.

Ahora estaba intentando ser amable. A lo mejor sólo querían echarle un vistazo al maldito paquete, auscultarlo con algún tipo de aparato, o averiguar de alguna otra manera si contenía una bomba. Si él respondía a sus preguntas y les dejaba hacer, seguro que le permitían irse. Ahora mismo le importaba un bledo el paquete; era capaz de dejarlo en cualquier esquina con tal de que lo dejaran marchar.

Pero ellos no tocaron el paquete.

En cambio, se oyó el sonido de sirenas que se acercaban. Cuando el conductor vio los cuatro coches patrulla y el furgón policial, comprendió que había cometido algún error fatal. Algo en él lo impulsaba a salir pitando. «¡Corre! ¡Corre, joder! Lo que les importa es el paquete, no tú. ¡Lárgate!» Después suspiró abatido y se sonó las narices con los dedos. Lo peor que le podía pasar es que lo despidieran, que tuviese algún problema con Hacienda, en el peor de los casos, pero no había pruebas contra él.

– Qué carajo, no pueden demostrar nada -murmuró para sí cuando una amable agente de policía lo acompañó al furgón-. Por lo menos no más que esto.

Tres horas más tarde, el paquete descansaba sobre una mesa, alrededor de la cual se encontraban un forense con barba de chivo, el inspector Yngvar Stubø, su ayudante en Kripos, Sigmund Berli, y dos agentes del departamento técnico criminal. En el paquete no había ninguna bomba, eso estaba claro. Sus dimensiones eran 134 X 30 X 45 centímetros, y pesaba treinta y un kilos. Por ahora daba la impresión de que sólo había huellas de una persona en el paquete, probablemente las del repartidor que lo había manipulado sin guantes. Les llevaría un par de días averiguarlo con seguridad, pero por el momento todo apostaba a que alguien había limpiado el paquete casi clínicamente antes de que el repartidor pasara a recogerlo. Uno de los técnicos practicó en el cartón un corte largo y recto, de arriba abajo, a lo largo de uno de los laterales, como si se tratara de una autopsia. El forense lo observaba con el rostro inexpresivo. El técnico levantó una esquina del envoltorio con sumo cuidado. Dos bolitas de poliestireno cayeron al suelo. El agente abrió el paquete del todo.