Una mano infantil asomó entre el poliestireno.
Tenía el puño un poco encogido, como si acabara de soltar algo. En el pulgar se apreciaban restos de laca de uñas roja, y la uña estaba mordida. Un anillo dorado de bisutería brillaba en el dedo corazón; tenía una piedra de color azul claro.
Nadie dijo nada.
Lo único en lo que conseguía pensar Yngvar Stubø era en que le iba a tocar hablar con Lena Baardsen. Le escocían los ojos, estaba conteniendo la respiración. Apartó con cuidado más bolas blancas que semejaban caviar recubierto de nieve seca. El brazo quedó al descubierto. Sarah Baardsen estaba tumbada boca abajo, con las piernas ligeramente abiertas. Cuando dos de los hombres le dieron la vuelta, apareció el mensaje. Estaba pegado con cinta adhesiva al vientre de la niña. Era un papel grande con letras rojas.
«Ahí tienes lo que te merecías.»
– En negro…, ¿vale? ¡Sólo estaba sacándome un dinero extra!
El repartidor se sorbía los mocos, con los ojos arrasados en lágrimas.
– ¿No podríais darme un pedazo de papel? ¡Tengo un catarro de caballo, por si no os habéis dado cuenta!
– Yo te recomendaría que te lo tomaras con un poco de calma.
– ¡Con calma! ¡Llevo aquí sentado cinco horas, joder! ¡Cinco horas! Y no consigo ni un pañuelo, ni un abogado.
– No necesitas abogado, porque no estás detenido. Estás aquí por tu propia voluntad, para ayudarnos.
Yngvar Stubø sacó su propio pañuelo y se lo tendió al repartidor.
– ¿Ayudaros con qué?
El hombre parecía verdaderamente desesperado. Sus ojos enrojecidos evidenciaban que tenía fiebre, y le costaba respirar.
– Escuchadme, por favor -dijo-. Yo os ayudo encantado, ¡pero es que ya os he contado todo lo que sé! Recibí una llamada, como ya os he dicho, a mi móvil privado. -Se sonó los mocos con fuerza y sacudió la cabeza con desánimo-. Era para que fuera a buscar un paquete, lo iban a dejar en un portal de la calle Urte. Van a tirar el edificio, así que la puerta del portal está abierta. Sobre el paquete me iban a dejar una nota con la dirección de entrega y un sobre con dos mil coronas. Era una buena suma.
– Ya veo, y esto a ti te parecía fenomenal.
– Fenomenal, fenomenal… Nuestros encargos tienen que pasar por la central, y ya sé que…
– No estoy pensando exactamente en eso. Estoy pensando en que un desconocido, que ni siquiera se identifica, puede conseguir que entregues un paquete con sólo tentarte con un par de billetes de mil. En eso estoy pensando. Lo encuentro… bastante curioso, para serte franco.
Yngvar Stubø sonrió, y el repartidor le sonrió a su vez, forzadamente. Había algo en este policía que no encajaba.
– ¿Y si en el paquete hubiera habido una bomba? ¿O drogas? -La sonrisa de Yngvar Stuba se ensanchó.
– Nunca me ha pasado nada de eso.
– Vaya, nunca. Así que esto lo haces cada dos por tres.
– No, no, no… ¡No quería decir eso!
– ¿Qué querías decir entonces?
– Escucha… -empezó el mensajero.
– Yo te escucho todo el rato.
– Pues sí, a veces acepto algún que otro encargo extra. Eso no es tan raro, todo el mundo…
– No, no todo el mundo. Casi todas las empresas de mensajería están organizadas de tal modo que cada mensajero lleva su propio negocio, pero BigBil no. Y tú trabajas para ellos. Cuando recibes encargos extras los estás estafando a ellos. Bueno, y a mí. A la comunidad, de alguna manera. -Yngvar Stubø soltó una risita-. Pero esto, por ahora, lo vamos a dejar correr. ¿Así que no pudiste ver el número desde el que te llamaba?
– No me acuerdo, de verdad, yo me limité a contestar la llamada.
– No te extrañó que el hombre…, porque era un hombre, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Joven o mayor?
– No lo sé.
– ¿Tenía la voz aguda? ¿Grave? ¿Hablaba en algún dialecto?
– ¡Pero si ya he respondido a todo eso! No recuerdo cómo tenía la voz. No me extrañó gran cosa que no se identificara. ¡Necesitaba el dinero! Tan sencillo como eso. Dos mil coronas de una sola vez. Dinero fácil.
– ¿No podrías haberte llevado el dinero y haber dejado el paquete donde estaba? -Yngvar Stubø enarcó las cejas mientras se acariciaba la barbilla.
– Yo… -El mensajero estornudó. Tenía ya el pañuelo empapado.
Yngvar Stubø desvió la vista.
– ¿Tú qué?
– Si hiciera eso, no me volverían a llamar. Para otros trabajos, quiero decir. -Había adoptado una actitud más sumisa. Ahora hablaba más bajo.
– Claro. ¿Así que no eras consciente de que algo olía a chamusquina en ese encargo? ¿No te parecía raro que alguien te pagase dos mil coronas para que le llevases un paquete a una dirección situada a sólo tres kilómetros cuando podía conseguir un transporte legal por un par de cientos? ¿Estás seguro de que a tu capacidad de comprensión no le pasa nada?
El policía ya no sonreía. El mensajero escondió la cara en el pañuelo.
– ¿Qué había en el puto paquete? -masculló-. ¿Qué coño había en el paquete?
– Creo que en realidad preferirías no saberlo -le aseguró Yngvar Stubø -. Puedes irte, ya nos pondremos en contacto contigo. Que te mejores. Te puedes quedar con el pañuelo. Adiós.
29
Sarah desapareció de pronto. Cuando Emilie se despertó, estaba sola. Le dolía mucho la cabeza y, por una vez, el cuarto estaba completamente oscuro. Emilie debía de haberse quedado ciega. Permaneció un buen rato completamente quieta mirando al techo. Abría los ojos y los volvía a cerrar, una y otra vez. No notaba ninguna diferencia. Quizá veía un poco más de luz cuando cerraba los ojos, si se fijaba bien. Aparecían puntitos danzantes ante ella. Si apretaba con fuerza los párpados, los puntos se convertían en grandes burbujas, rojas y azules y verdes. Emilie se reía y se había quedado ciega. Quería dormir más. Le dolía la cabeza y sonreía. Quería dormir. Luego se acordó de Sarah.
– Sarah -llamó en voz alta-. ¿Dónde estás?
Ella no respondió, y tampoco estaba tumbada a su lado. Bueno. En realidad en la cama no había sitio para las dos. De todos modos, Sarah no era especialmente simpática. Presumía mucho. Presumía y lloraba, todo el rato. No soportaba que viniera el señor. En cuanto aparecía, ella se ponía a chillar y se acurrucaba contra la pared. No entendía nada, no entendía que el señor era el que se preocupaba de que tuvieran suficiente aire. Cuando Emilie echó la sopa de tomate al váter para que el señor no se molestara porque a ella no le gustaba la comida, Sarah amenazó con chivarse.
– ¿Sarah? ¿Sarahsarahsarahsarah?
No, no estaba ahí.
Un torrente de luz entró por el techo e inundó de repente la habitación. Emilie jadeó y se encogió protegiéndose la cabeza con las manos. La luz se le clavaba en la cara como mil flechas. Sentía que los ojos estaban a punto de hundírsele en la cabeza y de desaparecer.
– ¿Emilie?
El señor la estaba llamando. Ella quería contestar, pero no era capaz de abrir la boca, había demasiada luz, el cuarto estaba completamente bañado en un resplandor blanco. Todo era blanco, y plateado, y amarillo, una especie de purpurina que le cortaba los ojos.
– Emilie, ¿estás dormida?
– Nsnooffsh…
– Me ha parecido que te haría bien pasar un rato con la luz apagada. Has dormido muy profundamente.
La voz no venía de cerca de la cama, sino de la puerta, de la puerta fría. El señor tenía miedo de que se le cerrara, como casi siempre. Rara vez entraba. Emilie dejó caer los brazos sobre el colchón. Respirar. Hacia dentro y hacia fuera. Abrir los ojos. La purpurina la deslumbró. Lo intentó de nuevo. Ya no estaba ciega. Cuando volvió la cara hacia la voz, advirtió que el señor se había arreglado.