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– Vas muy elegante -comentó en voz baja-. La chaqueta es muy bonita.

El señor sonrió.

– ¿Tú crees? Me voy de viaje, así que te vas a quedar sola un rato.

– El pantalón también está bien.

– No pasa nada por que te quedes sola. Aquí en el rincón te dejó una buena cantidad de agua, pan, mermelada y copos de maíz.

Depositó dos bolsas en el suelo.

– Tendrás que apañártelas sin leche. Se te iba a poner agria.

– Mmm.

– Si te portas bien y no te metes en líos mientras yo esté fuera, te dejaré subir una noche a ver la tele conmigo. Incluso te daré chucherías. El sábado, quizá. Pero sólo quizá. Depende de cómo te portes. ¿Quieres que te deje la luz encendida o apagada?

– Encendida -pidió ella inmediatamente-. Por favor.

A él se le escapó una risa rara, sonaba como la de un niño pequeño que no sabía bien de qué se reía. Era como si se obligara a reír a carcajadas sin que hubiera algo que le hiciera gracia.

– Ya me imaginaba -dijo secamente y se marchó.

Emilie intentó incorporarse. Esperaba que el señor no apagase la máquina del aire ahora que se iba de viaje. Sintiéndose muy débil, se echó a un lado de la cama.

– No apagues la máquina del aire -lloraba-. Por favor. ¡No apagues la máquina del aire!

Si hubiera sabido cuál de los clavos era la cámara, le habría rogado con las manos, pero como no lo sabía se limitó a acercar la boca a una pequeña mancha que había en la pared, justo sobre la cama.

– Por favor -gemía, deseando con todas sus fuerzas que la mancha fuera un micrófono-. Por favor, dame aire. ¡Voy a ser la niña más buena del mundo, pero no apagues el aire!

30

Los periódicos habían sacado dos ediciones especiales desde que salieron los primeros ejemplares de prensa amarilla hacia las dos de la mañana del sábado 27 de mayo. Las portadas llamaron inmediatamente la atención de Inger Johanne Vik cuando echó un vistazo a la gasolinera antes de girar hacia ICA, en Ullevaal Stadion. No era fácil encontrar sitio para aparcar. Normalmente el supermercado atraía a mucha gente, sobre todo los sábados por la mañana, pero ahora reinaba el caos más absoluto. Era como si la gente no supiera qué hacer. Estaba claro que no querían quedarse en casa, que tenían que salir. Buscaban la compañía de otros que no tuvieran tanto miedo como ellos, que estuvieran igual de furiosos. Las madres agarraban a los niños de la mano, los más pequeños estaban sujetos a los cochecitos por medio de las correas. Los padres llevaban a los niños algo más grandes a hombros, para no correr riesgos. La gente se apiñaba en grupos con personas que conocían y con extraños. Todos llevaban periódicos, y algunos iban escuchando las noticias de la radio con auriculares. Eran las doce en punto. Miraban fijamente al frente y repetían lentamente las noticias para los demás:

– La policía sigue sin tener pistas.

Luego todos suspiraban. Un suspiro colectivo, desesperanzado, recorrió el aparcamiento.

Inger Johanne se abrió pasó entre el gentío. Había salido a comprar, pues tenía la nevera vacía tras el viaje. Había dormido mal y la ponían nerviosa los cochecitos de bebé que bloqueaban las grandes puertas automáticas. La lista de la compra se le cayó al suelo, se pegó a la suela de un señor y desapareció para siempre.

– Perdón -dijo y consiguió hacerse con un carro libre.

Por lo menos necesitaba plátanos. Algo para desayunar y plátanos. Leche, pan y fiambres. Algo sencillo de preparar para hoy, porque iba a estar sola, y, para mañana, cuando Isak trajera a Kristiane, albóndigas. Pero primero, plátanos.

– Hola.

No solía ruborizarse, pero ahora notaba el calor en las mejillas. Yngvar Stubø estaba de pie frente a ella, con un racimo en la mano. «Este hombre siempre está sonriendo -pensó ella-. Ahora no debería sonreír. No hay motivos para alegrarse.»

– No nos llamó -señaló él.

– ¿Cómo averiguó usted dónde estaba? ¿En qué hotel?

– Soy policía, me llevó una hora averiguarlo. Tienes una hija, no puedes irte a ninguna parte sin dejar un montón de huellas.

Stubø dejó los plátanos en el carro de ella.

– ¿Los quería?

– Mmm.

– Tengo que hablar con usted.

– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

– Como ha estado fuera, he supuesto que tendría que hacer la compra. Esta es la tienda más cercana a su casa, por lo que sé.

«Sabes dónde compro -pensaba ella-. Has averiguado dónde compro y llevas aquí un buen rato. A no ser que hayas tenido muchísima suerte. Aquí hay mil personas, podríamos no habernos cruzado. Sabes dónde hago la compra y me has estado buscando.»

Agarró cuatro naranjas de una montaña de fruta y las metió en una bolsa; forcejeó con ella, intentando hacer el nudo.

– Deje que la ayude.

Yngvar Stubø tomó la bolsa. Tenía los dedos rechonchos, pero ágiles, rápidos.

– Ya está. De verdad que tengo que hablar con usted.

– ¿Aquí? -Inger Johanne abrió los brazos intentando destilar sarcasmo, cosa harto difícil de conseguir mientras su rostro siguiera del color de los tomates de la caja que había junto a ella.

– No. ¿Podríamos…? ¿Quiere acompañarme al despacho? Está en la otra punta de la ciudad, así que si le parece más conveniente podemos… -Stubø se encogió de hombros.

«Quieres venirte a casa conmigo -dijo Inger Johanne para sus adentros-. ¡Dios, el hombre quiere venirse a casa conmigo! Kristiane está… Vamos a estar solos. No, esto no.»

– Podríamos ir a mi casa -dijo con ligereza-. Vivo justo aquí al lado, aunque eso usted ya lo sabe.

– Déme la lista de la compra y despachemos esto en un momento. -Alargó la mano.

– No tengo lista de la compra -replicó ella-. ¿Qué le ha hecho pensar que la tenía?

– Da usted esa impresión -respondió él dejando caer la mano-. Es usted el tipo de mujer que hace la lista de la compra, de eso estaba seguro.

– Pues se ha equivocado -repuso ella y dio media vuelta.

– Me gusta cómo tiene esto arreglado. Resulta muy acogedor.

Él estaba de pie en medio del salón, que afortunadamente ella había dedicado un tiempo a ordenar. Inger Johanne le indicó el sofá con un gesto algo indeterminado y se sentó en una butaca. Pasaron unos minutos antes de que se percatara de que estaba sentada, con la espalda muy recta, en el borde del asiento. Lentamente, para que el movimiento no fuera demasiado evidente, se inclinó hacia atrás.

– Ninguna causa de muerte detectable -dijo ella pausadamente-. Sarah simplemente se murió, sin más.

– Sí. Tenía un pequeño corte sobre el ojo, pero ninguna lesión interna. Una herida insignificante, al menos para ser la causa de una muerte. Era una niña sana y fuerte de ocho años. Y esta vez él ha… El asesino, quiero decir, aunque en realidad no sabemos si es un hombre o una…

– Yo creo que puede usted referirse a él tranquilamente como asesino.

– ¿Porqué?

Ella se encogió de hombros.

– Para empezar, porque es más fácil que decir todo el rato «él o ella», y en segundo lugar porque estoy bastante convencida de que es un hombre. No me pregunte por qué, no puedo justificarlo, quizá se trate sólo de un prejuicio. En realidad me cuesta imaginarme que una mujer trate así a unos niños.

– ¿Y quién cree usted que puede tratar de esta manera a unos niños?

– ¿Qué era lo que iba usted a decir?

– Le preguntaba si…

– No, le he interrumpido. Estaba a punto de decir algo sobre que esta vez…