– Ah, sí. Esta niña también tenía diazepam en la orina. Una cantidad muy pequeña.
– ¿Qué sentido tiene darle un calmante a un niño?
– Pues calmarlo, diría yo. Quizás él los mantiene encerrados… en un sitio en el que no conviene que hagan ruido. Quizá tenga que dormirlos.
– Si quisiera que se durmieran, podría darles un somnífero.
– Sí, pero quizá no tenga acceso a esa clase de fármacos. Quizá sólo tenga… Valium.
– ¿Quién tiene acceso al Valium?
– Ay, Dios… -Stubø ahogó un bostezo y sacudió bruscamente la cabeza-. Muchísima gente -suspiró-. Para empezar, todos aquellos a los que realmente se lo ha recetado el médico. Deben de ser miles de personas, por no decir decenas de miles. Luego están los farmacéuticos, los médicos, los enfermeros… Aunque se supone que tanto los hospitales como las farmacias lo tienen controlado, se trata de cantidades tan ínfimas que casi no hay límites para… Podría ser simplemente cualquiera. ¿Sabía que más del sesenta por ciento de la gente abre los armarios cuando está en un baño ajeno? Robar un par de pastillas o tres es la cosa más sencilla del mundo. Si alguna vez conseguimos pillar a este tipo, no será porque esté en posesión de Valium o de Vival.
– Si alguna vez lo consiguen… -repitió Inger Johanne-. Qué pesimista.
Yngvar Stubø se entretenía con un cochecito de juguete, deslizándolo sobre la palma de la mano. Los faros delanteros brillaban débilmente cuando las ruedas se ponían en movimiento.
– Sólo le gustan los coches rojos -le explicó Inger Johanne-. Me refiero a Kristiane. Ni las muñecas ni los trenes, sólo los coches. Los coches rojos. Los coches de bomberos, los autobuses de Londres… No sabemos por qué.
– ¿Qué es lo que le pasa a la niña? -Stubø depositó el coche con cuidado sobre la mesa del salón. La goma de una de las ruedas se había caído, de modo que el pequeño eje rayó la superficie de la mesa.
– No lo sabemos.
– Es mona. Es muy mona.
Daba la impresión de que lo decía de corazón, pero sólo la había visto una vez, muy brevemente.
– ¿Y no han averiguado nada al investigar la entrega de…? Quiero decir, el secuestrador tiene que haber estado en el portal de la calle Urte, o haber mandado a alguien a que… ¿Qué saben ustedes de esto?
– Una furgoneta de reparto. ¡Una furgoneta de reparto! -Yngvar posó el dedo índice sobre el techo del cochecillo y lo empujo lentamente sobre la mesa, dejando una marca fina y alargada en el cristal. Inger Johanne abrió la boca, pero al final optó por guardar silencio-. Es tan… tan descarado -prosiguió Yngvar con rabia contenida, sin darse cuenta de lo que hacía-. Evidentemente el tipo entendió que no permitiríamos que se volviera a entregar directamente el cadáver de un niño a su madre. Apostamos guardias por todas partes. Fue una equivocación, claro. Armamos demasiado barullo. Tras el asesinato de Sarah, de pronto también la policía local de Oslo está implicada en el asunto, y la relación entre Kripos y… En fin, el caso es que tendríamos que haber sido muchísimo más discretos, haberle puesto una trampa, o al menos haberlo intentado. Él se dio cuenta de todo y recurrió a… ¡un repartidor! ¡Una furgoneta de reparto! En la calle Urte nadie ha visto nada raro, nadie ha oído nada, nadie ha entendido nada. Lo más probable es que el tipo dejara allí la caja con Sarah dentro en pleno día. Un viejo truco, hasta cierto punto…
– No hay mejor sitio para esconderse que el que está lleno de gente -murmuró Inger Johanne-. Es una jugada inteligente. Pero no deja de ser raro, el paquete tenía que ser… -vaciló antes de añadir-: bastante grande.
– Sí. Era lo suficientemente grande para que cupiese en él el cuerpo de una niña de ocho años.
Inger Johanne se conocía lo bastante para saber que era una persona bastante previsible. Isak, por ejemplo, empezó a encontrarla bastante aburrida con el tiempo. Una vez que Kristiane estuvo fuera de peligro y la vida se tornó rutinaria, él empezó a quejarse. Inger Johanne era tan poco impulsiva… «Relájate», le decía cada vez con mayor frecuencia. «Tampoco es tan grave», suspiraba cansinamente cuando ella miraba con escepticismo la pizza congelada que le calentaba a la niña cada vez que le daba pereza cocinar. Isak la encontraba aburrida. Line y el resto de las chicas coincidían hasta cierto punto con él en esto. No es que se lo dijeran directamente, al contrario, la elogiaban constantemente. Ella era tan de fiar, le decían, tan responsable, y hacía las cosas tan bien… En Inger Johanne se podía confiar, siempre. En otras palabras, era aburrida.
No le quedaba otro remedio que ser previsible; era responsable de una niña que nunca maduraría del todo.
Inger Johanne se conocía a sí misma.
Esta situación era absurda.
Había invitado a su casa a un hombre, a un hombre al que apenas conocía. Estaba dejando que él rompiese el secreto profesional para contarle detalles de una investigación policial que a ella no le concernía. Debería advertírselo, darle las gracias amablemente por todo. Había tomado una decisión en la habitación del hotel de Harwichport, cuando rompió la nota en treinta y dos trocitos y los tiró por el retrete.
– En rigor, creo que no está bien que me cuente todo esto.
Yngvar inspiró profundamente y dejó salir el aire entre los dientes. De pronto pareció más pequeño; quizá sólo se había hundido más en el sofá.
– En rigor, no está bien. Por lo menos mientras no hayamos formalizado nuestra colaboración, pero empiezo a sospechar que no quiere dar ese paso. -Sonrió forzadamente, como si quisiera ser irónico. Acto seguido, la sonrisa se borró de su rostro y él continuó-: En rigor, este caso es un infierno. En rigor… -Volvió a aspirar violentamente-. Mi mujer y mi única hija murieron hace poco más de dos años -dijo de pronto-. Supongo que usted no lo sabía.
– No. Le acompaño en el sentimiento.
Ella no quería escuchar esto.
– Un accidente absurdo. Mi hija… se llamaba Trine y tenía veintitrés años, Amund era un bebé. Es mi nieto. Ella quería… ¿La estoy incomodando? La estoy incomodando. -Se incorporó bruscamente y echó los hombros hacia atrás, como para volver a llenar la chaqueta de tweed gris. Luego sonrió brevemente-. Tiene cosas más sensatas que hacer.
Pero no se levantó ni hizo ademán de irse. Un pájaro carbonero se había posado en la casita para pájaros de la terraza.
– No -dijo Inger Johanne.
Cuando Stubø la miró, ella no supo lo que él quería. Más que nada parecía agradecido, quizás aliviado, porque se hundió de nuevo en el sofá.
– Mi mujer se andaba quejando de que uno de los canalones estaba atascado -dijo él con la vista en el techo-. Yo le había prometido arreglarlo, desde hacía mucho tiempo, pero nunca me decidía a hacerlo. Una mañana que mi hija se pasó por casa, se ofreció a subir a desatascar los canalones. Probablemente mi mujer le estaba sujetando la escalera. Trine debió de perder el equilibrio. Se cayó, arrastrando consigo parte del canalón. De alguna manera, el tubo la… atravesó. A mi mujer le cayó encima la escalera, con todo el peso de Trine. Uno de los peldaños la golpeó en la cara. Le hincó el tabique nasal en el cerebro. Cuando llegué a casa un par de horas más tarde, las encontré a las dos, allí tiradas. Muertas. Amund seguía durmiendo.
Inger Johanne oía su propia respiración entrecortada. Intentó obligarse a respirar a un ritmo más pausado.
– En aquel momento era jefe de sección -continuó él, serenamente-. Para ser sincero, hacía tiempo que me veía a mí mismo como el próximo jefe de Kripos. Pero después de aquello… Solicité de nuevo el puesto de inspector. Nunca seré otra cosa que eso, si es que aguanto, claro. Este tipo de casos me hace dudar. En fin. -Tenía la mirada errante, y en sus labios se había dibujado una sonrisa tímida, casi compungida, como si hubiera hecho algo malo y no supiera bien cómo pedir perdón. Abrió la boca un par de veces, como para decir algo más, pero se limitó a contemplarse las manos-. En fin -volvió a decir jugueteando con los pulgares-. Tendré que empezar a pensar en retirarme.