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Seguía sin levantarse, sin hacer ademán de marcharse.

«No tengo sitio para esto -pensaba Inger Johanne-. No tengo sitio para un caso como éste en mi vida. No quiero. No tengo sitio…»

– … para ti -dijo a media voz.

– ¿Cómo?

Yngvar estaba sentado de espaldas a la gran ventana del salón, a contraluz, por lo que a Inger Johanne le costaba distinguir sus rasgos. Sólo le veía claramente los ojos. Él la estaba mirando de frente.

– ¿Quieres que prepare la comida? -le preguntó con una leve sonrisa-. Debes de tener hambre, yo, por lo menos, la tengo.

Ocupaba tanto espacio…

Isak, el único hombre que había estado alguna vez en su cocina durante más de treinta segundos, era pequeño, casi enclenque. Yngvar llenaba toda la habitación, de forma que prácticamente no quedaba sitio para Inger Johanne. Él se quitó la chaqueta y la colgó sobre una silla. Después se puso a hacer una tortilla, sin siquiera preguntar. Inger Johanne apenas podía moverse sin rozarlo. El hombre despedía un ligero olor a recién duchado y a puro, el olor de una persona mayor que ella. Cuando se remangó la camisa para cortar la cebolla, ella se percató de que tenía el vello del antebrazo rubio, casi dorado. Empezó a pensar en el verano y se dio la vuelta.

– ¿Qué crees que significa la nota? -preguntó él, señalando al aire con el cuchillo-. «Ahí tienes lo que te merecías.» ¿Quién tiene lo que se merece? ¿La niña? ¿La madre? ¿La sociedad? ¿La policía?

– En algún sentido, en ambas ocasiones los mensajes iban dirigidos a las madres -respondió Inger Johanne-. Aunque el asesino evidentemente no podía saber que sería la mamá quien encontraría a Kim; hubiera podido ser el padre quien decidiese bajar al sótano. Y en lo que respecta a Sarah, supongo que tenemos razones para creer que el asesino comprendió que el paquete nunca llegaría a su destino. No es tonto. No sé. Creo que es más importante fijarse en el contenido del mensaje que hacer conjeturas sobre a quién iba dirigido.

– ¿A qué te refieres con el contenido?

Yngvar encendió el fuego y se agachó para sacar una sartén del armario, sin siquiera preguntar dónde estaba. Inger Johanne se había sentado en una silla y miraba ensimismada su vaso de agua con cubitos de hielo.

– En realidad creo que hay que seguir otro camino -dijo lentamente.

– Muy bien. ¿Cuál?

– Siempre hay que empezar por abajo -contestó ella con aire ausente, como si estuviera buscando algo en la memoria-. Analizar lo que se tiene. Los hechos. Los hallazgos objetivos. Poner los ladrillos desde abajo. Nunca especular sin tener algún tipo de fundamento. Es peligroso.

– Así que eso es lo que hay que hacer.

– Sí.

Ella estiró la espalda y dejó el vaso en la encimera. La comida olía bien, Yngvar sacó platos y vasos, cuchillos y tenedores. Aparentemente concentrado, esculpió un bello ornamento a partir de un tomate.

– Mira -dijo satisfecho, depositando la sartén sobre la mesa-. Tortilla de cebolla. Esto me parece a mí una buena comida.

– Tres niños -murmuró ella mientras masticaba despacio-. Si suponemos que Emilie ha sido secuestrada por la misma persona que secuestró a Sarah y a Kim. En realidad no podemos darlo por sentado, pero… por el momento lo vamos a suponer. Han desaparecido tres niños. Dos han sido devueltos. Muertos. Niños muertos.

– Niños muertos -repitió Yngvar dejando el tenedor-. Ni siquiera sabemos de qué han muerto.

– ¡Espera! -De pronto, ella levantó la mano-. ¿Quién mata niños?

– Los delincuentes sexuales y los automovilistas -refunfuñó él.

– Exacto.

– ¿Hmm?

– A estos niños no los ha matado un automovilista. Tampoco hay indicios de que los haya matado un delincuente sexual, ¿verdad?

Él asintió levemente con la cabeza.

– En todo caso tendrían que ser actos sexuales que no dejaran huella -explicó-, lo cual, por supuesto, no se puede descartar.

– ¿Qué nos queda entonces, si no se trata de sexo ni de accidentes de tráfico?

– Nada -respondió él y se volvió a servir.

– Comes demasiado rápido -lo reprendió ella-. Y te equivocas, nos quedan bastantes posibilidades. A vosotros, quiero decir. Os quedan bastantes. -Le gustaba aquella tortilla. Quizá tuviera demasiada cebolla, pero unas gotas de Tabasco le daban un sabor especial-. El caso es que somos muy reticentes a matar niños. Tanto tú como yo sabemos que la gran mayoría de los asesinos comete sus crímenes en estado de alteración, y el número de recaídas es mínimo. El asesinato suele ser resultado de un largo conflicto familiar, de celos incontrolables o… de meros accidentes. Peleas de borrachos. Una cosa lleva a la otra, y además hay armas, cuchillos, escopetas de perdigones. Bang. De pronto alguien se convierte en homicida. Así es la cosa, eso lo sabemos los dos. Los niños muy rara vez están implicados, al menos como víctimas. Como víctimas directas del crimen, quiero decir.

– Eso si no contamos a los adolescentes, que cada vez se matan con más frecuencia -observó Yngvar-. Cada vez son más jóvenes. Yo diría que un chico de catorce años es un niño. Ésa era la edad que tenía el muchacho que se cargaron algunos de sus compañeros en enero, en el colegio de Mollergata, creo que fue.

Inger Johanne arqueó las cejas en un gesto elocuente.

– Que sí, pero también en estos casos de bandas se trata de rivalidades, de honor mal comprendido. Se matan entre ellos, no matan a extraños. Y en lo que respecta a los delincuentes sexuales, suelen asesinar para ocultar su delito, el abuso en sí. Es muy poco frecuente que el asesinato se perpetre durante el acto sexual. Los delincuentes sexuales matan porque no les queda otro remedio, simple y llanamente. He hablado con muchos de ellos, y algunos casi no soportan vivir con el recuerdo de lo que han hecho. Son capaces de arrepentirse, de avergonzarse, de entristecerse. No tanto por el acto sexual, pues tienen una notable capacidad para racionalizar eso, como por el asesinato. Por el hecho de que el niño tuviera que morir.

– ¿Adónde quieres llegar?

Inger Johanne vació el vaso de leche y se dio un palmadita en la tripa.

– Una persona capaz de matar a niños completamente inocentes… de secuestrarlos, matarlos y mandárselos de vuelta a los padres con una carta cruel… Este tipo de actos requiere una psique que permita al asesino legitimar sus acciones.

– Se trata de actos perfectamente sensatos, a su juicio. Está loco, por tanto.

Yngvar estaba manoseando una funda que llevaba en el bolsillo de la camisa.

– No, no está loco, al menos en el sentido convencional de la palabra. No es psicótico. Si lo fuera, nunca habría sido capaz de llevar a cabo su plan. Que no se te olvide lo metódico que es cuando actúa, el cuidado con el que lo planea todo. Pero… depende de lo que entiendas por loco. ¿Un… alma descarriada? Sí. ¿Una mente trastornada? No lo creo.

– Pero le parece bien matar niños. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Qué le parece bien matar niños, pero que al mismo tiempo no está trastornado?

– Sí, bueno, en realidad no. Quizás hasta cierto punto le apene la muerte de los niños, pero tiene un objetivo más elevado. Un encargo, por así decirlo. Una especie de… ¿misión?

– ¿Encomendada por quién? -La funda se deslizaba arriba y abajo entre sus dedos. Apenas se percibía el sonido del metal al rozar la piel seca.

– No lo sé -dijo ella lacónicamente.

«Me estás engañando -se le ocurrió a ella de pronto-. Aquí estoy yo, desgranando obviedades que hace tiempo que tú mismo habías pensado. ¿Cuántos casos de asesinato has investigado? ¿Con cuántos asesinos con facultades mentales mermadas te has topado? Has leído tomos y tomos de libros sobre esto. Estás pescando, crees que ya he mordido el anzuelo. Por alguna razón absurda es importante para ti que me implique en el caso. Yo no me dejo engañar.»