– ¿Café? -preguntó con ligereza y empezó a llenar la cafetera de agua.
– Ya sabes cómo trabaja un profiler -dijo Yngvar.
El agua empezó a correrle por la muñeca; hacía rato que la cafetera estaba llena.
– Primero habrías leído todos nuestros documentos -continuó Yngvar-. Todas las pruebas y datos objetivos que hemos reunido. Después habrías trazado el perfil de cada una de las víctimas, cosa que en este caso resultaría bastante sencilla, al tratarse de niños, y a la vez increíblemente complicada, porque te verías obligada a trazar también el perfil de los padres para completar la imagen. Después empezarías, lentamente, desde la base, a construir a nuestro hombre. Si es que tienes razón en que se trata de un hombre, claro está. Esto es lo que harías. Si estuvieras dispuesta a ayudarme.
La intensidad con la que Yngvar pronunció la última frase la asustó. Inger Johanne cerró el grifo y estuvo a punto de dejar caer la cafetera al suelo.
– ¿Por qué? ¿Por qué? -Se volvió bruscamente y asestó una fuerte palmada con la mano que tenía libre en el banco de la cocina-. ¿Podrías darme una sola razón por la cual un experimentado inspector de Kripos iba a perder un montón de tiempo y a recurrir, dicho con suavidad, a sutiles métodos para conseguir que una simple investigadora lo ayude con un caso que es tan aberrante que nunca habíamos visto nada igual en este país? ¿Podrías explicarme por qué tengo la impresión de que eres completamente incapaz de aceptar un no por respuesta?
Se hizo el silencio. Él se miraba las manos. Inger Johanne le dio la espalda para retirar del fuego el café, que había empezado a hervir. Al otro lado de la ventana de la cocina, por la calle que en teoría estaba cerrada al tráfico, avanzaba un Golf rojo, deteniéndose ante los buzones.
– Tengo miedo -dijo Yngvar calladamente, como buscando las palabras- de que creas que estoy tan loco como… De que creas que he perdido la cabeza.
Ella seguía sin volverse. El Golf rojo se había parado frente al número 16.
– Cuando era más joven, hasta cierto punto me enorgullecía de ello -continuó él con voz queda-. Incluso presumía de mi intuición. Los chicos me llamaban Stubø el Vidente. Yo… No es que sea realmente vidente, yo no creo en esas cosas y no tengo visiones de dónde está la gente que ha desaparecido. Pero… he dejado de hablar de eso. Los compañeros empezaron a mirarme como a un bicho raro, murmuraban por los rincones y a mis espaldas. Yo no decía nada, pero tengo la capacidad…, no, no la capacidad: la tendencia. Tiendo a tener sensaciones sobre los casos en los que estoy trabajando. Es difícil de explicar, la verdad. Entro en una especie de estado de hipersensibilidad. Sueño con los casos. Veo cosas.
El conductor del Golf rojo tiró una colilla por la ventanilla y dio media vuelta con el coche. Inger Johanne no alcanzaba a ver lo que había dejado, pero la tapa del buzón del número 16 ya no cerraba del todo.
– Tampoco es para tanto -repuso ella con ligereza-. Todos los buenos detectives tienen intuición. No hay nada paranormal o sobrenatural en eso. La intuición no es más que el tratamiento por parte del inconsciente de una serie conocida de factores. Proporciona respuestas a las que uno no es capaz de llegar por medio de un análisis consciente. -Por fin se volvió hacia Yngvar-. Algunos lo llaman sabiduría. -Sonrió levemente-. Quizá por eso se suele decir que es una cualidad femenina. Pero ¿qué tiene esto que ver conmigo?
– Te vi en la tele -señaló él-. Y me quedé impresionado. Me pasó por la cabeza la posibilidad de hablar contigo, pero al día siguiente me había olvidado de toda la historia. A media tarde me llamó un amigo desde Estados Unidos, Warren Scifford.
– Warren Sci…
– Sí, del FBI.
Ella sintió que se le erizaban los pelos de los brazos, de forma repentina y desagradable.
– Por cuestión de rutina hemos informado a la Interpol de los secuestros. Warren había llegado al caso a través de otro asunto. Cuando llamó hacía más de medio año que no hablábamos. Al final de la conversación me preguntó si por casualidad conocía a una mujer llamada Inger Johanne Vik. Cuando le hablé de ti y de lo que andabas haciendo, me recomendó que acudiera a ti. La verdad es que fue la recomendación más insistente que me han hecho nunca. Pasó el día y yo tenía mucho que hacer. Esa misma noche tuve un sueño, o más bien una pesadilla. No te voy a molestar contándote el sueño, entonces sí que pensarías que estoy loco. -Soltó una risita algo forzada-. Sea como fuere, tenías un papel en el sueño, un papel que hace que sea importante para mí hablar contigo. Tienes que ayudarme. Pero no quieres. Será mejor que me vaya.
– No. -Inger Johanne volvió a sentarse en la silla, justo enfrente de Yngvar-. Espero que Warren no te confundiera -dijo en voz baja-. Yo no soy profiler, sólo hice aquel curso y…
– Y fuiste la mej…
– Espera -lo interrumpió ella mirándolo directamente a los ojos-. Me has engañado. Me has tenido engañada al no confesarme desde el principio que habías escarbado en mi pasado. No es un buen punto de partida para una colaboración.
Habría jurado que él se sonrojaba, que le asomaba un débil rubor justo debajo de los ojos.
– A pesar de todo, te doy cinco minutos para que me digas qué estás pensando -agregó ella echándole una ojeada al reloj del horno-. Cinco minutos.
– Esta investigación es un caos -reconoció él-. Hay un orden en ese caos, está en algún sitio, pero pierdo la perspectiva cada vez con mayor frecuencia. Cuando desapareció la primera niña, Emilie, todo era abarcable con la vista. Yo tenía la responsabilidad principal, éramos un grupo limitado de investigadores. Después todo ha saltado por los aires. Ahora que hemos acaparado la atención de los medios de comunicación, todo se ha elevado a un plano más alto. Nadie está autorizado a realizar declaraciones públicas excepto el mismísimo jefe de Kripos, pero como él apenas hace otra cosa que hablar con los medios de comunicación, no está bien informado. A veces hace afirmaciones precipitadas, los subordinados cargamos con la culpa. No lo critico, de verdad que no. No le envidio a nadie el papel de tener que dar la cara para responder sobre un caso en el que mueren niños como moscas y… -Yngvar dirigió la mirada a la cafetera, luego se levantó y vertió el contenido en un termo azul-, y no tenemos una puta pista, joder -dijo finalmente con énfasis.
Inger Johanne nunca lo había oído soltar tacos. En cierto sentido le sentaba bien.
– O tenemos un millón de pistas -añadió él-, pero que no llevan a ningún sitio. -Sirvió una taza de café para cada uno-. También lo complica todo el hecho de que la Policía Municipal de Oslo haya entrado en escena. Normalmente no necesitan nuestra ayuda para sus investigaciones, cuentan con un montón de gente buena, no es eso. Pero ahora tienen más jaleo que una guardería en día de fiesta.
– Pero si ya hay tanta gente envuelta en la investigación, ¿para qué me quieres a mí?
Él bajó la taza despacio hasta dejarla encima de la mesa. El asa era demasiado pequeña para sus dedos.
– Te veo en el papel de una especie de consejera, alguien que me sirva de apoyo. Yo puedo transmitir tus ideas a quienes trabajan en el caso. Al principio quizá se muestren escépticos ante alguien como tú, por lo que te sería cómodo tener un mediador: yo. -Hizo una mueca, como si le pareciera necesario disculpar a sus colegas-. Necesito a alguien que me sirva de apoyo -dijo con sinceridad-. Alguien ajeno a la policía. Ajeno al caos, por así decirlo.
– ¿Y cómo habías pensado -preguntó ella secamente- que yo podría tener acceso a los documentos del caso mientras no llegase a un acuerdo formal de colaboración con Kripos?
– Esa responsabilidad me la tienes que dejar a mí.