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Él sabía lo que iba a pasar, había estado allí ya tres veces aquella primavera, echando una ojeada, tomando notas. Eran las tres menos cinco. Miró por encima del hombro. Llovía, pero no mucho. Las nubes barrían las montañas de la isla de Kval, el cielo se estaba oscureciendo por el oeste. Sin duda, hacia la noche, el tiempo empeoraría. El hombre cruzó rápidamente un jardín y se ocultó tras un arbusto. Había menos plantas de las que él hubiera querido. Aunque iba vestido de gris y azul marino, cualquiera que mirase en su dirección lo habría descubierto. Se acercó a paso rápido a la pared de la casa, sin mirar atrás. Hacia el norte no había vecinos, sólo pequeños abedules primaverales y zonas cubiertas de nieve sucia. La ansiedad le oprimía la laringe, forzándolo a tragar saliva varias veces. Las otras veces no había sido así. Agarraba con todas sus fuerzas la pequeña riñonera que llevaba al cinto. Rebelión. Así tenía que ser. Una certeza que lo llenaba de júbilo. Había llegado su momento.

Había llegado su momento.

Apenas alcanzaba a oírla. Sin consultar el reloj, él sabía que marcaba las tres. Contuvo la respiración y se hizo el silencio. Cuando se asomó por la esquina de la casa, vio que había tenido más suerte de la que cabía esperar. Ella había bajado el cochecito hasta el jardín. En la terraza había una vieja hamaca que no dejaba sitio para el carrito del niño. Él no percibió otro sonido que su propia respiración acelerada y el rugido lejano de un avión que estaba a punto de aterrizar en Langnes. Abrió la cartuchera, se preparó y se acercó al cochecito.

El alero del tejado lo protegía de la llovizna de primavera, pero el niño estaba resguardado como para sobrevivir a una tormenta invernal. El cochecito tenía la capota levantada y una cubierta para la lluvia enganchada al canastillo. Por encima de todo lo demás, la madre había extendido también una especie de rejilla, quizá para mantener alejados a los gatos callejeros. El hombre quitó el protector de gatos no sin trabajo, y a continuación desabotonó y retiró la funda para la lluvia. El niño estaba metido en un saco de dormir azul y llevaba puesto un gorro. Estaban a finales de mayo, ¡y el niño llevaba gorro! Se lo habían atado a la barbilla con una cinta que desaparecía en un pliegue del regordete cuello. Ocupando casi todo el espacio en el cochecito, el niño dormía profundamente, con la boca abierta.

Más valía que no lo despertara.

Nunca iba a conseguir quitarle al niño toda esa ropa que sobraba.

– ¡Mierda!

El pánico le recorrió todo el cuerpo, desde abajo, desde los pies, dejándolo sin aliento. Se le cayó la jeringuilla. Tenía que llevarse la jeringuilla. El niño bostezó y hacía gorgoritos. El niño era un agujero negro que respiraba. La jeringuilla. El hombre se inclinó, la recogió y la metió en la riñonera. El saco de dormir estaba relleno de plumas. Tapó con él el agujero que respiraba, sujetando la tela azul firmemente con los dedos. El niño se movió, intentando liberarse, pero resultaba extrañamente sencillo impedirlo. Él apretaba con fuerza, sin aflojar, y, finalmente, dejó de haber algo que se resistía bajo las plumas del tejido azul. Aun así, él no soltó el saco de dormir. Todavía no. Sujetaba y apretaba. El avión había aterrizado y todo estaba en silencio.

Por suerte se acordó de la nota.

– Me acordé de la nota -se decía a sí mismo cuando se metió en el coche-. Me acordé de la nota.

Aunque se quedó dormido dos veces al volante -lo despertó el patinazo hacia la valla protectora de la carretera, justo a tiempo para rectificar la trayectoria-, consiguió llegar hasta el lago de Maja sin parar más que para orinar y para rellenar el depósito con gasolina de los bidones, siempre en caminos secundarios. Tenía que dormir. En una carretera estrecha junto a un camping abandonado encontró un lugar donde esconder el coche.

No tendría que haberlo hecho.

Tendría que haber mantenido el control. Había que llevarlo todo a cabo tal y como lo había planeado. De pronto le resultaba imposible dormirse, a pesar de que estaba mareado de sueño.

Rompió a llorar. No era así como tendría que haber ocurrido. Éste era su momento. Por fin. Se cumpliría su plan, su voluntad. El llanto fue a más y lo hizo avergonzarse. Empezó a despotricar y a abofetearse a sí mismo.

– Por lo menos me acordé de la nota -murmuraba mientras se limpiaba los mocos con los dedos.

34

El timbre de la puerta la despertó. El timbrazo había sido corto, como si alguien estuviera intentando avisarla sin molestar a Kristiane. El Rey de América gimió compungido desde el dormitorio de la niña e Inger Johanne lo dejó salir del cuarto antes de dirigirse a la puerta. Comprobó que la niña, por fortuna, seguía durmiendo tranquilamente entre los densos efluvios del sueño y la orina de perro. El perro le saltaba encima todo el rato y le arañaba las pantorrillas desnudas con las garras. Ella intentó quitárselo de encima, pero tropezó y se golpeó el meñique del pie mientras caminaba por el pasillo. Para evitar que volvieran a tocar el timbre, se acercó a la puerta cojeando a toda prisa y maldiciendo entre dientes.

Apenas se le veían los ojos. Parecía haber encogido de lo encorvado que iba, y ella percibió un ligero olor a sudor cuando él levantó la mano en un gesto preventivo. Bajo el brazo llevaba, como si fuera una caja, una maleta de piloto que tenía el asa rota, un bulto informe y con la tapa sin cerrar.

– Imperdonable -farfulló él-. Pero es que no he conseguido escaparme hasta ahora.

– ¿Qué hora es?

– La una, de la mañana, vaya.

– Ya entiendo -dijo ella con cierta aspereza-. Entra. Voy a ponerme otra cosa.

Él se había sentado en la cocina, y El Rey de América le estaba mordisqueando la mano. Ella tendría que haberse imaginado que era Yngvar. Al despertarse no pensaba más que en impedir que el timbre volviera a sonar. Si Kristiane se despertaba en medio de la noche, se podía dar el día por comenzado. Se quitó la sudadera vieja de la facultad, tenía mejores jerséis que éste en el armario.

– Si piensas aparecer alguna otra noche, estaría bien que no llamaras al timbre. Usa el teléfono. Por la noche desconecto el del salón, pero el del… -Hizo un gesto hacia el dormitorio y le echó café a la cafetera-. El de mi cuarto suena poco, me despierta a mí, pero deja que Kristiane siga durmiendo. Es importante para ella, y para mí. -Intentó sonreír, pero su gesto se convirtió en un bostezo. Algo aturdida, cerró los ojos y sacudió la cabeza con fuerza.

– Me acordaré -prometió Yngvar-. Lo siento. Ya hay otra víctima.

Ella se llevó lentamente la mano hacia el cabello, pero la dejó caer y acabó agarrando con fuerza el tirador de un cajón.

– ¿A qué…? -titubeó-. ¿A qué te refieres con «otra víctima»?

Yngvar enterró la cara entre las manos.

– Un niño de once meses de Tromsø -murmuró, alzando la vista-. Glenn Hugo. Once meses. ¿No lo has oído?

– Yo… esta noche no he visto la tele ni he escuchado la radio. Hemos… Kristiane y yo hemos estado jugando con el perro y hemos salido a dar un paseo y… Once meses. ¡Once meses!

La exclamación se quedó flotando entre ellos, durante un largo rato, como si la edad de la pequeña víctima encerrase algún acertijo, alguna clave oculta que explicase aquel absurdo asesinato. Inger Johanne sintió que le asomaban lágrimas a los ojos.

– Pero…

Soltó el cajón y se sentó a la mesa. Ella sintió la necesidad de posar la mano sobre las de él.

– ¿Ya ha aparecido?

– No fue secuestrado. Lo asfixiaron en su cochecito mientras dormía la siesta como todas las tardes.

El perro se había tumbado en el rincón junto al horno. Estaba tirado de costado. Inger Johanne intentó fijar la vista en el estrecho tórax que subía y bajaba al ritmo de la respiración. Se le notaban las costillas bajo el pelaje corto y suave. Tenía los ojos entrecerrados, y su lengua brillaba rosa y húmeda, rodeada de marrón.