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El niño no tenía más que cinco años. Hacía seis días que Emilie Selbu, de nueve años, había desaparecido cuando volvía a casa del colegio.

Alvhild Sofienberg se había quedado dormida. Tenía una pequeña cicatriz en la comisura del labio, una hendidura oblicua que le daba una apariencia risueña. Inger Johanne salió sigilosamente del cuarto, y cuando bajaba hacia la planta baja, vino a su encuentro una enfermera. Ésta no dijo nada, simplemente se paró en las escaleras y se arrimó a la barandilla. También olía ligeramente a cebolla y a productos de limpieza. Inger Johanne empezaba a marearse. Pasó por delante de la mujer sin estar segura de si alguna vez regresaría a aquella casa en la que el hedor putrefacto de la agonizante del primer piso se adhería a todo y a todos.

6

Emilie se sentía mayor desde que había llegado el chico nuevo. Él estaba aún más aterrorizado que ella. Cuando, hacía un rato, el señor lo había encerrado en aquel cuarto, se había hecho caca. Y eso que ya casi tenía edad para ir al colegio. En un lado de la habitación, junto al inodoro, había un lavabo. El señor les había arrojado una toalla y una pastilla de jabón, y Emilie había conseguido dejarlo bastante limpio. Pero no había ropa limpia por ahí, de modo que metió los calzoncillos sucios bajo el lavabo, entre la pared y la tubería. El niño, al ver que tendría que ir sin calzoncillos, rompió a llorar sin parar.

Hasta ahora, que por fin se había dormido. En la habitación había una sola cama, bastante estrecha y que debía de ser vieja. La madera del armazón, gastada y ennegrecida, tenía unos garabatos trazados con rotulador, ya muy desvaídos. Cuando Emilie levantó la sábana, advirtió que el colchón estaba cubierto de pelos largos, pelos de mujer adheridos a la gomaespuma, de modo que se apresuró a taparlo de nuevo con la sábana. El niño yacía bajo el edredón con la cabeza de rizos castaños sobre el regazo de Emilie. Ella empezó a preguntarse si sabría hablar. El muchacho le había balbuceado su nombre cuando se lo había preguntado. Kim o Tim, no estaba segura. También había llamado a su mamá, así que no podía ser mudo del todo.

– ¿Duerme?

Emilie se sobresaltó. La puerta estaba entreabierta. Las sombras no le permitían distinguir sus facciones, pero la voz sonaba con claridad. La niña asintió con un gesto apenas perceptible.

– ¿Duerme?

El hombre no parecía enfadado ni enojado, no ladraba como hacía papá cuando tenía que preguntar algo varias veces.

– Sí.

– Bien. ¿Tienes hambre?

La puerta era de hierro y por la parte interior no tenía pomo. Emilie no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella habitación, con el retrete y el lavabo a un lado, la cama al otro y, por lo demás, sólo paredes de cemento y una puerta brillante. Pero no permanecía inactiva por un instante. Había palpado esa puerta por lo menos cien veces: era muy lisa y estaba fría como el hielo. El señor tenía miedo de que se le cerrara estando él dentro. En las pocas ocasiones en que se adentraba en la habitación, la sujetaba con un gancho a la pared, pero normalmente, cuando traía la comida y la bebida, lo dejaba todo en una bandeja a la puerta.

– No.

– Bien. Tú también deberías dormirte, es de noche.

De noche.

El sonido de la pesada puerta al cerrarse provocó que Emilie se echara a llorar. Aunque el señor decía que era de noche, no daba esa impresión. Como no había una sola ventana en la habitación y la luz estaba siempre encendida, resultaba imposible notar la diferencia entre noche y día. Al principio ella no había caído en la cuenta de que las rebanadas de pan y la leche eran el desayuno, ni que los guisos y las creps que le dejaba el señor en una bandeja amarilla constituían su almuerzo. Al final lo entendió, pero entonces él empezó a hacer trampas. A veces le daba rebanadas de pan tres veces seguidas.

Hoy, después de meter a Kim o Tim en el cuarto de un empujón, el hombre les había servido sopa de tomate dos veces. Estaba tibia y no llevaba macarrones.

Emilie intentó dejar de llorar. No quería despertar al niño. Contuvo la respiración para no temblar, pero no funcionó.

– Mamá -sollozó sin querer-. Mami.

Papá la estaba buscando, desde hacía mucho tiempo. Seguro que él y la tía Beate estaban todavía corriendo por el bosque buscándola, aunque fuera de noche. Quizá los acompañaba el abuelo. A la abuela le dolían los pies, así que debía de estar en casa leyendo libros o preparando gofres para que se los comieran los demás después, cuando regresaran del Camino al Paraíso y el Árbol del Cielo sin haberla encontrado.

– Mamá -gimió Kim o Tim, y rompió a chillar.

– Calla.

– ¡Mamá! ¡Papá!

El niño se levantó de pronto, berreando. La boca se le convirtió en una enorme cavidad, y el rostro entero se le crispó mientras soltaba un único y estridente chillido. Ella se colocó de cara a la pared y apretó los párpados con todas sus fuerzas.

– No debes gritar -dijo llanamente-. El señor se va a enfadar con nosotros.

– ¡Mamá! ¡Quiero que venga mi papá!

El niño estaba a punto de asfixiarse. Jadeaba afanosamente, y cuando Emilie abrió los ojos vio que la cara se le había puesto de color rojo oscuro. Le escurrían mocos de una de las fosas nasales. Emilie tomó la punta del edredón y le limpió la nariz con cuidado. El intentó apartarla de un golpe.

– No quiero -resolló-. No quiero.

– ¿Te cuento una historia? -preguntó Emilie.

– No quiero. -Se pasó la manga bajo la nariz.

– Mi madre está muerta -dijo Emilie sonriendo un poco-. Está sentada en el cielo y cuida de mí. Siempre. Seguro que puede cuidarte a ti también.

– No quiero.

Por lo menos el niño no lloraba ya tan violentamente.

– Mi mamá se llama Grete. Tiene un BMW.

– Audi -repuso el niño.

– Mamá tiene un BMW en el cielo.

– Audi -repitió el niño, esbozando una sonrisa que lo hizo parecer mucho más guapo.

– Y un unicornio. Un caballo blanco con un cuerno en la frente, un caballo que vuela. Cuando se cansa de usar el BMW, mamá va volando sobre su unicornio a todas partes. Quizá venga hasta aquí. Yo creo que no tardará.

– Armará un buen jaleo -dijo el niño.

Emilie sabía perfectamente que mamá no tenía un BMW, que no estaba en el cielo y que los unicornios no existían. Tampoco existía el cielo, por más que papá insistiera en que sí. A él le encantaba hablar de todo lo que tenía mamá allí arriba, todo lo que siempre había querido tener y nunca habían podido permitirse. Mientras que en el paraíso todo era gratis, allí no tenían un céntimo, como solía decir papá en broma. Ahora mamá tenía todo lo que quería, y papá pensaba que a Emilie le gustaba oírle hablar de eso. Ella le había creído durante mucho tiempo y le gustaba pensar que mamá volaba por ahí sobre un unicornio engalanada con un vestido rojo y unos diamantes tan grandes como ciruelas en las orejas.

La tía Beate le había echado la bronca a papá. Emilie había desaparecido para mandarle cartas a mamá y, cuando papá por fin la encontró, la tía Beate se enfureció tanto que hizo que toda la casa retumbara con sus gritos. Los mayores creían que Emilie ya se había dormido, pues era noche cerrada.