Control.
Le habían fallado los cálculos. Tuvo que ahogar al niño. No tenía que haber sucedido así. Ciertamente no había planeado secuestrar al niño como había hecho con los demás; era inteligente hacer las cosas de modo diferente cada vez. Generaba confusión. No en él, claro, sino en los demás. Sabía que el niño dormía al aire libre por lo menos un par de horas al día. Al cabo de una hora, fue demasiado tarde. No para él, sino para los demás.
Habría sido mejor que Emilie fuera un chico.
– Tengo un hijo -dijo.
– Mmm.
– Es más joven que tú.
La niña parecía aterrorizada. Él se acercó un poco más hacia la cama. Emilie se arrimó a la pared, con los ojos desorbitados.
– Hueles que apestas -comentó él lentamente-. ¿No has aprendido a asearte? No te voy a dejar subir a ver la tele si apestas así.
Ella seguía petrificada, con la vista clavada en él. Ahora la cara se le había puesto blanca, no color piel, no rosa. Blanca.
– Tú ya eres una señorita, ¿sabes?
Emilie tenía la respiración muy acelerada. Él sonrió, más relajado.
– Come -la animó-. Lo mejor es que comas.
Después retrocedió hacia la puerta. Sintió la frialdad del gancho contra los dedos. Con mucho cuidado lo desenganchó del cáncamo. Después dejó que la puerta se cerrara lentamente entre la niña y él, puso la mano sobre el interruptor de la luz y lo invadió una enorme satisfacción al pensar en lo previsor que había sido al instalarlo por la parte de fuera. Apagó el interruptor, que ofreció una leve resistencia tan agradable al tacto que lo llevó a subirlo y bajarlo varias veces. Apagar y encender. Apagar y encender y apagar.
Al final dejó la luz encendida y subió a ver la televisión.
38
– Tenemos las listas con los nombres de todas las personas que llegaron o salieron de Tromsø en avión el día del asesinato de Glenn Hugo. La policía de Tromsø está haciendo el considerable esfuerzo de reunir los vídeos de todas las gasolineras que hay en trescientos kilómetros a la redonda. Las compañías de autobuses están intentando confeccionar listas de sus pasajeros, cosa que es bastante más difícil. El transbordador de la costa está haciendo lo propio, al igual que el resto de las compañías de transporte marítimo.
Sigmund Berli se rascó la nuca y se tiró del cuello de la camisa.
– Y tampoco es que haya muchas otras maneras de entrar y salir del París nórdico. Por ahora no hemos pedido ayuda a los hoteles. Es dudoso que el tipo se haya alojado en un hotel, la verdad… Después de quitarle la vida a un bebé, quiero decir.
– Debemos de estar hablando de… cientos de nombres.
– Cientos de miles, me temo. Los chicos están trabajando como locos para conseguir meterlo todo en el ordenador a toda prisa. Cotejan los nombres con… -Berli contempló el tablero de Yngvar Stubø al que había fijado las fotos de Emilie, Kim, Sarah y Glenn Hugo, con grandes chinchetas azules. Sólo Kim sonreía tímidamente, los demás niños miraban la cámara con seriedad-. Los cotejan con las listas que han elaborado los padres con los nombres de toda la gente con la que han tratado o que han conocido, con la gente con la que han tenido algún contacto. Joder…, estas listas se están volviendo absurdas, Yngvar. -Se le quebró la voz y carraspeó-. Ya sé que es necesario, pero resulta tan…
– Frustrante. Toda esa cantidad de nombres y ninguna conexión entre ellos. -Yngvar bostezó largamente y se soltó el cuello de la camisa-. ¿Qué pasa con el hombre al que vieron en…? -Cerró los ojos para concentrarse-. La calle Soltun -recordó-. El hombre vestido de azul o gris.
– No se ha presentado nadie -dijo Sigmund Berli, en un tono un poco más animado-. Cosa que hace que el testimonio sea cada vez más interesante. Por lo visto, el testigo tenía razón: la mujer de rojo era una vecina, ella misma dice que debió de pasar por allí, procedente de la cuesta de Langnes, sobre las tres menos diez. El chico en bicicleta también ha sido identificado, se ha presentado esta mañana con su padre y es evidente que no tiene nada que ocultar. Ninguno de los dos ha visto ni oído nada misterioso. En cuanto al hombre que tenía prisa y quería… ¿disimularlo? Ése no se ha presentado. Por lo tanto puede tratarse de…
– Nuestro hombre. -Yngvar Stubø se levantó-. Tenía entre veinticinco y treinta y cinco años. Tenía pelo. ¿Qué más?
El inspector se había puesto de pie con la cara vuelta hacia las fotografías de los niños. Sus ojos recorrían la serie de fotos una y otra vez.
– No mucho más, me temo. Este testigo, no me acuerdo ahora de cómo se llama, por lo visto es especialmente renuente a decir nada que pueda conducir a error. Describe su modo de andar y su silueta, pero se niega a ayudar a realizar un retrato robot de la cara.
– Bastante sensato, en realidad, si piensa que no lo vio bien. ¿Por qué cree entonces que el hombre tenía alrededor de treinta años?
– Por la figura, el pelo, la manera de andar. Ágil, pero no joven del todo. Por la ropa. Por todo. Además, decir que tenía entre veinticinco y treinta y cinco tampoco es precisar demasiado.
Yngvar Stubø basculaba sobre sus tacones.
– Pero si… -De pronto giró hacia su colega-. Si no se presenta pronto alguien que encaje con la descripción y con una buena explicación para justificar su presencia allí ese domingo por la tarde, entonces podemos considerar que hemos avanzado un paso.
– Un paso -repitió Berli y asintió con la cabeza-. Pero tampoco mucho más. Todo el tiempo hemos supuesto que se trataba de un hombre. En realidad podría tener entre veinte y cuarenta y cinco años. En Noruega hay unos cuantos hombres que se encuentran en esa franja de edad. Incluso hay muchos con pelo. Aunque podría tratarse perfectamente de una peluca.
Sonó el teléfono. Por un momento dio la impresión de que Yngvar Stubø no quería contestar. Se quedó mirando fijamente el aparato antes de descolgar el auricular.
– Stubø -dijo parcamente.
Sigmund Berli se reclinó en la silla. Yngvar, al teléfono, decía poco y escuchaba mucho. Apenas tenía expresión en la cara, sólo la ceja izquierda, ligeramente enarcada, indicaba cierta sorpresa ante lo que estaba oyendo. Sigmund Berli deslizó los dedos sobre una caja de puros que había sobre la mesa. La madera estaba muy lisa y resultaba agradable acariciarla con las yemas de los dedos. De pronto lo asaltó la desagradable sensación de tener el estómago vacío. Le gruñían las tripas, aunque en realidad no tenía ganas de comer. Yngvar finalizó la conversación.
– ¿Alguna novedad?
Yngvar, en vez de responder, hizo girar a medias la silla sobre su eje, de modo que él quedó de cara a los retratos de los niños en la pared.
– Los padres de Kim viven juntos. Están casados. Al igual que los de Glenn Hugo. La madre de Sarah está sola, pero la chiquilla pasaba un fin de semana al mes con su padre. La madre de Emilie está muerta. La niña vivía con su padre.
– Vive -lo corrigió Berli-. Es posible que Emilie todavía esté viva. En otras palabras, estos niños representan a la media de la población infantil noruega. La mitad de ellos tiene padres que viven juntos, la otra mitad vive con uno de ellos.
– Sólo que el papá de Emilie en realidad no es el papá de Emilie.
– ¿Qué?
El zumbido del aparato de aire acondicionado cesó bruscamente.