– Era Hermansen, de Asker y Bærum -dijo Yngvar señalando el teléfono-. Un médico se ha puesto en contacto con ellos. No sabía si ese dato tenía alguna importancia para la investigación. Después de lo que ha pasado este fin de semana, finalmente se había decidido, de acuerdo con sus superiores, a romper el secreto profesional y a contarnos que el padre de Emilie no es su padre biológico.
– ¿Tønnes Selbu nos había informado sobre eso?
– Él no lo sabe.
– ¿No sabe que…? ¿No sabe que no es el padre de su hija?
Los dos fijaron la vista en la imagen de Emilie, una foto de estudio, más grande que las demás. En la fina barbilla de la niña se insinuaba un hoyuelo. Ella tenía los ojos grandes y serios, la boca pequeña, de labios carnosos, y sobre la cabeza llevaba una corona de flores. Una de las flores se había soltado y le caía sobre la frente.
– Tønnes Selbu y Grete Harborg estaban casados cuando Grete se quedó embarazada. Se dio por sentado automáticamente que Tønnes era el padre. Nadie había puesto en duda que realmente lo fuera. Aparte de la madre, claro está; ella debe de haber… En cualquier caso, hace dos años, Grete y Tønnes decidieron hacerse donantes de médula. La decisión tuvo algo que ver con un primo que se había puesto enfermo, de modo que toda la familia… Para gran sorpresa del médico, las pruebas mostraban que Tønnes no podía ser el padre de la niña. Lo descubrieron por pura casualidad. El médico le había realizado unas pruebas a Emilie, en otra ocasión, por otros motivos, y…
– Pero ¿no se lo dijeron al hombre?
– ¿De qué hubiera servido eso?
Yngvar, que se había acercado mucho a la foto de Emilie, la estudiaba con atención. Pasó el dedo índice por la corona de flores amarillas primaverales.
– Tønnes Selbu es tan buen padre como cualquiera. Mejor que la mayoría, de hecho, por lo que dicen los informes. Entiendo perfectamente a los médicos. ¿Por qué iban a endilgarle al hombre una información que él no había pedido, que no necesitaba para nada?
Sigmund Berli miraba la foto de la niña de nueve años con incredulidad.
– ¡Yo hubiera querido saberlo! Joder, si Sture y Snorre no fueran míos, entonces…
– ¿Entonces qué? ¿Entonces no los querrías?
Berli cerró la boca de golpe, con un chasquido. El gesto hizo reír a Yngvar secamente.
– Olvídalo, Sigmund. Lo importante es averiguar si esta información tiene alguna importancia para nosotros. Para la investigación.
– ¿Y qué importancia podría tener? -soltó Berli irreflexivamente.
Snorre era moreno como el propio Sigmund Berli. De constitución cuadrada, idéntica a la de su padre, según decía la gente. Aunque Berli no era un gran fisonomista, veía grandes parecidos entre las fotos de él cuando tenía cinco años y de su hijo tal y como era entonces.
– Evidentemente no lo sé. ¡Concéntrate!
Yngvar hizo chascar los dedos delante de su cara.
– Lo primero que deberíamos averiguar es si alguno de los otros niños se encuentra en la misma situación.
– ¿Te refieres a si los demás niños realmente son hijos de sus padres? Así que tu plan es que lo comprobemos antes del entierro, ¿no? Que los llamemos y les digamos: «Disculpe, estimado caballero, pero tenemos la sospecha de que no es usted el padre del niño que acaba de perder. ¿Nos permite hacerle unos análisis de sangre?». ¿Qué? ¿Eso es lo que pretendes?
– ¿Qué te pasa?
La voz de Yngvar sonaba baja y tranquila. Sigmund Berli lo admiraba precisamente por eso, por la capacidad que tenía su colega, mayor que él, de dominarse, de pensar siempre con claridad, de hablar con precisión. Ahora Berli estaba furioso.
– ¡Joder, Yngvar! ¿Te has propuesto hincar el último clavo en el ataúd de estos hombres, o qué?
– No, he pensado que podíamos averiguarlo con discreción. Con mucha discreción. No tengo ningún deseo de que Tønnes Selbu se entere de lo que hemos estado hablando aquí. Por lo que respecta al resto de los padres, va a ser tarea tuya inventarte alguna excusa para que no les parezca extraño que les tomemos muestras de sangre. Cuanto antes.
Sigmund Berli inspiró profundamente, después juntó las puntas de los dedos y empezó a describir círculos con los pulgares.
– ¿Alguna propuesta? -preguntó escuetamente.
– No, tendrás que ingeniártelas tú solo.
– Muy bien.
– No estoy seguro -comenzó Yngvar, en un tono levemente conciliador, como el que emplea un padre al tenderle la mano a un hijo insensato-. Me explico: hay dos cosas que tenemos que aclarar lo antes posible. Lo primero es si los niños son hijos de sus padres. Lo segundo es…
Sigmund Berli se levantó.
– No he acabado -le advirtió Yngvar.
– Pues acaba, anda, que tengo mucho que hacer.
– Debemos averiguar la causa de la muerte de Kim y Sarah.
– Los médicos no la han encontrado.
– Pues que busquen mejor, que hagan nuevos análisis, qué sé yo. Es esencial que sepamos de qué murieron esos niños y si tienen algún padre desconocido por ahí fuera.
– ¿Un padre desconocido?
Sigmund Berli estaba ya más calmado, había relajado los puños y su respiración se había normalizado.
– ¿Insinúas que estos niños pueden ser… hermanastros?
– No insinúo nada -replicó Yngvar Stubø-. Tendrás que discurrir un pretexto para que les hagamos esas pruebas. Buena suerte.
Sigmund Berli murmuró algo ininteligible. Yngvar Stubø tuvo la sensatez de no preguntarle qué había dicho. Sigmund a veces soltaba cosas de las que se arrepentía después. Además, Yngvar sabía muy bien qué estaba pensando su colega. Su hijo mayor era un chico rubio y flaco. Igualito que su madre, solía comentar él, con un orgullo mal disimulado.
En cuanto Sigmund cerró la puerta tras él, Yngvar Stubø marcó el número de la oficina de Inger Johanne. Nadie contestó. El inspector dejó que sonara durante un buen rato, en vano. Después probó a telefonearla a casa. Tampoco estaba allí, y a él le sorprendió la irritación que le producía el no saber dónde estaba.
39
Era evidente que la casa había sido construida poco después de la guerra, quizás en los años cincuenta. Era un edificio cuadrado con cuatro apartamentos, que constaban de tres habitaciones y cocina. El terreno era bastante grande; no era la falta de espacio lo que caracterizaba a las ciudades pequeñas de Noruega después de la Segunda Guerra Mundial. Acababan de remodelar el edificio. Habían pintado las paredes de amarillo, y las tejas parecían nuevas. Inger Johanne aparcó delante de la verja, también recién pintada. La pintura verde brillaba tanto que por un momento ella se preguntó si seguiría fresca.
Olía a bebé.
Oyó el sonido de algún que otro coche que pasaba por allí, el gorjeo de una guardería tras una gran valla, el martilleo de una obra al otro lado de la calle, los piropos algo vulgares que los carpinteros le dedicaban a alguna transeúnte, la risa repentina de una mujer proveniente de una ventana abierta. El rumor de una ciudad pequeña. Se respiraba el aroma de pan horneado en casa. Inger Johanne se sintió observada al acercarse a la puerta de entrada, aunque no se imaginaba quién podía estar mirándola, qué pensaba o si en realidad sus reflexiones iban más allá de la constatación de que había venido una extraña, alguien que no era de aquí.
Inger Johanne Vik, nacida y criada en Oslo, poco sabía ella de ciudades pequeñas y era perfectamente consciente de ello. A pesar de todo, los sitios como éste tenían algo que le resultaba atractivo. Sus dimensiones abarcables. Su transparencia. La sensación de formar parte de algo que no era muy grande ni imprevisible. Cada vez lo pensaba con mayor frecuencia: con la tecnología informática moderna no era en absoluto necesario que viviera en Oslo. Podía mudarse a otro sitio, mudarse al campo, a un sitio pequeño con cinco tiendas y un taller, una cafetería con los interiores de color marrón y una parada de autobús de línea, viviendas baratas y un colegio para Kristiane con sólo quince alumnos por clase. Evidentemente no podía hacerlo mientras Isak y sus padres vivieran en la capital, mientras Kristiane necesitase estar rodeada por los suyos, tenerlos cerca siempre. Pero la idea estaba ahí. Sentía las miradas que la seguían desde el segundo piso de la casa amarilla, desde las grandes ventanas del chalé situado al otro lado de la calle, ojos posados en ella desde detrás de las persianas y las cortinas; la estaban viendo y ella era consciente de ello, cosa que le infundía una extraña seguridad.