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«¡Lillestrøm! -pensó-. Por Dios. Lo que faltaba: estoy mirando con ojos románticos la ciudad de Lillestrøm!»

Los botes en los que se recogía el dinero para la asociación de vecinos perdieron su razón de ser cuando se instalaron los porteros automáticos. Ahora las latas colgaban sueltas de la pared y estaban manchadas de pintura amarilla. Inger Johanne tuvo que sujetar la de aquel edificio con una mano mientras llamaba a uno de los timbres con la otra. A lo lejos se oyó un estridente timbrazo que sin embargo no provocó reacción alguna, así que ella llamó al siguiente. La señora del segundo piso, que la había estado espiando por la ventana de la cocina sin darse cuenta de que Inger Johanne la veía perfectamente desde la entrada de coches, asomó la cabeza.

– ¿Hola?

– ¡Hola! Me llamo Inger Johanne Vik, quisiera…

– ¡Un momento, por favor!

La mujer bajó tranquilamente las escaleras y le dirigió una sonrisa de expectación a Inger Johanne en el momento en que entreabrió la puerta del portal.

– ¿De qué se trata?

– Como le decía, me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora de la Universidad de Oslo y en realidad estoy buscando a alguien que pueda saber qué ha sido de una señora que vivió aquí hace tiempo. Hace bastante tiempo, a decir verdad.

– ¿Cómo?

La mujer debía de contar más de sesenta años y llevaba el pelo cubierto con un pañuelo de gasa. Bajo la tela traslúcida, azul y verde, Inger Johanne entrevió unos grandes rulos, también azules y verdes.

– Yo me mudé aquí en 1967 -dijo la mujer sin hacer el menor ademán de dejar pasar a Inger Johanne-, así que quizá pueda ayudarte. ¿Por quién querías preguntar?

– Por Agnes Mohaug -respondió Inger Johanne.

– Está muerta -informó la señora con una sonrisa radiante, como si le produjera una gran satisfacción dar noticia de algo así-. Murió el año que yo me mudé aquí, justo después, de hecho, vivía ahí. -La mujer alzó la mano con pereza, Inger Johanne supuso que para señalar el primer piso a la izquierda.

– ¿Llegó usted a conocerla?

La mujer se echó a reír y las grises raíces de las muelas le brillaron contra las encías de un color rosa enfermizo.

– Creo que casi nadie conocía a Agnes Mohaug. Vivía aquí desde que se construyó la casa. En 1951, creo que fue. Pero no había nadie que en realidad… Tenía un hijo, ¿lo sabías?

– Sí, estoy buscando…

– Era un poco… tontito, no sé si me entiendes. Pero no llegué a conocerlo, él también murió. -Volvió a reírse, con una risa ronca y franca, como si la extinción de la pequeña familia Mohaug le pareciera extremadamente graciosa-. Él no era buena gente, según dicen. No era bueno para nada. Pero la propia Agnes Mohaug… No creo que nadie tuviera nada malo que decir de ella. Solía estar sola. Siempre. Una historia trágica, la de aquel chico que… -La señora se calló.

– ¿El chico que qué? -preguntó Inger Johanne con cautela.

– No… -La mujer titubeó y se pasó la mano por los rulos-. Hace ya tanto tiempo, y además yo no trataba mucho con Agnes Mohaug, como te he dicho. Murió pocos meses después de que yo me mudara aquí y el hijo ya llevaba muerto varios años. Mucho tiempo, en todo caso.

– Claro…

– Pero… -A la mujer se le iluminó el rostro. Volvía a sonreír de tal modo que daba la impresión de que su fina cara se partía en dos-. ¡Llama al timbre de Hansvold, el número 44! ¡Allí!

La mujer agitó la mano en dirección a una pequeña casa verde, situada a unos cien metros de distancia, separada del 46 por un terreno cubierto de hierba y una valla metálica de poca altura.

– Hansvold es el que más tiempo lleva viviendo aquí -le explicó a Inger Johanne-. Debe de tener más de ochenta años, pero está completamente lúcido. Si esperas un momento, estaré encantada de acompañarte para presentártelo… -Se inclinó hacia delante con complicidad, sin abrir un milímetro más la puerta-. Lo digo porque yo ya te conozco. Un momentito, por favor.

– No es en absoluto necesario -se apresuró a decir Inger Johanne-. Yo ya me las arreglaré, pero se lo agradezco. Muchas gracias.

Para que a la señora con el pañuelo de gasa no le diera tiempo a cambiarse, Inger Johanne se encaminó a toda prisa hacia la puerta. Un niño pegó un chillido en la guardería. El carpintero encaramado al andamio al otro lado de la calle estaba maldiciendo y amenazaba con demandar a un señor de traje que señalaba con aire abatido una hormigonera que había volcado. Se oyó un chirrido cuando un coche rozó por la parte de abajo un badén. Inger Johanne se asustó y metió el pie sin querer en un charco.

La pequeña ciudad ya había conseguido perder algo de su encanto.

– Pero sigo sin entender muy bien por qué quiere usted saber esto.

Harald Hansvold dio unos golpecitos con una pipa en un gran cenicero de cristal, y una fina capa de tabaco quemado se esparció por la brillante superficie. Era evidente que aquel anciano tan bien vestido tenía problemas de visión. Una película gris difuminaba los contornos de una de las pupilas, y él había dejado de usar gafas. Inger Johanne sospechaba que el hombre no veía más que figuras borrosas en torno a sí. Había dejado que ella, una completa desconocida, fuera a la cocina por los refrescos y las galletas. Por lo demás, daba la impresión de estar sano; la mano con la que volvió a llenar la pipa de tabaco tenía el pulso firme. El hombre hablaba con voz sosegada y no le costó en absoluto recordar a Agnes Mohaug, la vecina que tenía un hijo «de mente un poco débil», como él optó por expresarlo.

– Se dejaba manipular por cualquiera; creo que ése era el verdadero problema. Evidentemente no le era fácil hacer amigos, amigos de verdad, quiero decir. Piense que eran otros tiempos, tiempos en los que… la tolerancia hacia personas que son diferentes… desde luego no era como la de ahora -aseveró con una sonrisa tensa.

Inger Johanne no sabía si el hombre intentaba ser irónico. Tomó un buen trago de refresco. Estaba demasiado dulce, tanto que, muy a su pesar, lo escupió de nuevo en el vaso.

– Anders no era un chico malo -continuó Hansvold tranquilamente-. Mi mujer lo invitaba a casa de vez en cuando. A veces me preocupaba, pues yo pasaba mucho tiempo fuera. Soy maquinista de tren retirado, ¿sabe usted?

Que Harald Hansvold le hablara en todo momento de usted quizá no era tan raro, dada la edad que tenía, pero a pesar de todo había algo inesperadamente refinado en el anciano y en su casa, que estaba repleta de libros y en cuyas paredes colgaban tres litografías modernas. Era como si todo aquello no encajara con una larga carrera al servicio de la compañía de ferrocarriles. Por miedo a que sus prejuicios fueran demasiado evidentes, ella asintió con vivo interés, como si siempre hubiera querido saber más de locomotoras.

– Mientras era pequeño no fue tan problemático, claro. Pero cuando llegó a la pubertad… Se hizo muy grandullón. Un hombre robusto. Pero, ya sabe… -Hizo un gesto muy elocuente señalándose la sien con el dedo-. Y luego estaba el tal Asbjørn Revheim.

– ¿Asbjørn Revheim?

– Sí, habrá oído hablar de él, ¿no?

Inger Johanne asintió de nuevo, aturdida.

– Creció justo ahí abajo. ¿No lo sabía usted? La biografía esa que salió el otoño pasado, debería usted leerla. Un hombre muy extraño. El libro es muy interesante. Verá, Asbjørn era un rebelde ya desde niño. Se vestía de un modo muy llamativo. Ciertamente no era como todos los demás.