– No -convino Inger Johanne con inseguridad-. No creo que lo fuera nunca.
Harald Hansvold soltó una carcajada, negando con la cabeza.
– Un domingo, tiene que haber sido en 1957 o 1958… ¡Fue en el 57! Justo después de que muriera el rey Haakon, pocos días después, había luto nacional y… -Dio unas chupadas a la pipa, que no acababa de prender bien-. Los chicos organizaron una ejecución delante de la guardería. Bueno, entonces no era una guardería. Eran los locales de los boy scouts en aquellos tiempos.
– ¿Una… ejecución? ¿Un fusilamiento?
– Sí, habían cazado un gato salvaje y lo habían vestido con ropas regias y una corona. La capa era una piel de conejo vieja en la que habían pintado puntos, supongo que él mismo también había hecho la corona. El pobre animal maullaba y gemía hasta que estiró la pata en aquel patíbulo casero.
– Pero eso era… Pero eso fue… ¡tortura de animales!
– ¡Desde luego! -afirmó él sin dejar de sonreír-. ¡Hay que ver la que se armó! Vino la policía, y las señoras de la calle empezaron a gritar y a quejarse. Asbjørn montó un buen numerito y sostenía que se trataba de una acción política contra la casa real. Quería quemar el cuerpo del animal muerto y tenía ya preparada una buena hoguera en el momento en que intervinieron las autoridades y lo abortaron todo. Como usted comprenderá, estando tan reciente el fallecimiento de un monarca tan querido por la gente como el rey Haakon…
De pronto la sonrisa se borró de sus labios. El ojo gris se le puso más opaco, como si el hombre estuviera mirando hacia su interior, retrocediendo en el tiempo.
– Lo peor fue… -musitó en un tono completamente distinto-. Lo peor fue que había disfrazado a Anders de verdugo, con el pecho al descubierto y una capucha negra en la cabeza. A Agnes Mohaug le afectó mucho aquel incidente. Pero así eran las cosas.
El piso quedó en silencio. No se oían los sonidos de ningún reloj, ni de una radio lejana. La casa de Harald Hansvold no era la casa de un anciano. El mobiliario era muy impersonal, las cortinas blancas y no había maceteros en las ventanas.
– ¿Ha leído usted a Revheim? -preguntó Hansvold afablemente.
– Sí, casi toda su obra, creo. Es uno de esos escritores que te enganchan cuando estás en el instituto. Por lo menos a mí me enganchó. Era tan… directo. Incendiario, como usted mismo lo ha descrito. Tan determinado pese a su soledad… Estar completamente solo en la defensa de sus creencias. Ese tipo de cosas te impresionan a esa edad.
– Supongo que también habría otras cosas -dijo él-. En lo que escribía, quiero decir. El tipo de cosas que preocupan a la juventud, a los chicos que cursan el bachillerato.
– Sí. Anders Mohaug, ¿era…?
– Como he dicho -suspiró Hansvold-, Anders Mohaug era fácil de manejar. Mientras que el resto de los jóvenes de por aquí lo rehuían como a la peste, Asbjørn Revheim lo trataba con más amabilidad. Bueno… -Volvió a adoptar esa expresión ausente, como si estuviera rebobinando la memoria y no supiera bien dónde parar-. Lo cierto es que no era amable. Se aprovechaba de Anders, de eso no cabe duda. Además, era bastante cruel, como demostraba una y otra vez. También en lo que escribía. Anders Mohaug era un tipo pesado, lento, en todos los sentidos: eso no es un amigo.
– No diga eso -protestó Inger Johanne.
– Sí que lo digo. -Por primera vez había algo cortante en la voz.
– ¿Recuerda usted -se apresuró a preguntar Inger Johanne- un caso policial sobre el que corrió bastante tinta en 1965?
– ¿Un qué? ¿Un caso policial?
– Sí. ¿Tuvo Anders alguna vez problemas con la policía?
– Bueno… Tenía problemas cada vez que a Asbjørn se le ocurría algo e involucraba al pobre chico en el asunto. Pero nunca pasó nada grave.
– ¿Está seguro de eso?
Ella habría jurado que el hombre veía ahora como un águila. La película opaca hacía que el ojo izquierdo pareciera mayor que el derecho, y a Inger Johanne le resultaba imposible mirar hacia otro lado.
– ¿Podría ser un poco más precisa?
– Tengo motivos para creer que, en 1965, después de que muriera Anders, la madre se puso en contacto con la policía. Creía que el hijo había cometido un crimen muchos años antes. Algo grave. Algo por lo que fue juzgado otro hombre.
– ¿Agnes Mohaug? ¿Que la señora Mohaug denunció a su propio hijo a la policía? Eso es impensable. -Sacudió la cabeza con fuerza.
– Pero el hijo ya estaba muerto.
– Da igual. Esa mujer se desvivía por Anders, era lo único que tenía. Y haber cuidado y atendido a su hijo hasta el último momento es algo que la honra mucho. ¿Denunciarlo? ¿Incluso después de…? -Dejó la pipa en el borde del cenicero-. No me cuadra en absoluto.
– ¿Y nunca ha oído… algún rumor?
Hansvold rió entre dientes y cruzó las manos sobre la barriga.
– He oído muchos más rumores de los que quisiera. Esto es un sitio pequeño. Pero si se refiere a rumores sobre Anders… No, nada en la dirección que insinúa usted.
– ¿Y qué es lo que insinúo yo?
– Que el chico hizo algo peor que quitarle la vida a un gato.
– Entonces no le molesto más.
– No molesta. Ha sido un placer recibir visita.
Cuando el hombre la acompañó a la puerta, ella se fijó en la fotografía de una mujer de unos cincuenta años que colgaba en la pared de la entrada. A juzgar por el tipo de gafas que llevaba ella, la foto databa de los años setenta.
– Mi mujer -dijo Hansvold señalando el retrato con un gesto de la cabeza-. Randi. Una mujer maravillosa. Tenía muy buena mano con Anders. La señora Mohaug confiaba en Randi. Cuando venía Anders, se pasaban horas juntos resolviendo puzles o jugando a la canasta. Randi siempre lo dejaba ganar, como si fuera un niño pequeño.
– Que es lo que era, supongo -dijo Inger Johanne-. En cierto modo.
– Sí, en cierto modo era un niño pequeño. -Se volvió hacia ella pasándose el dedo por el tabique nasal-. Pero también era un hombre. Un hombre grande y adulto. No lo olvide.
– No lo olvidaré -aseguró Inger Johanne-. Muchas gracias por la ayuda.
En el camino de vuelta a Oslo comprobó si le habían dejado mensajes en el contestador del móvil. Tenía dos de Yngvar dándole las gracias por la última noche y preguntándose dónde se habría metido. Inger Johanne redujo la velocidad y se colocó tras un camión, a una distancia prudencial. Volvió a escuchar los mensajes. En el último percibía un ligero deje de irritación, o quizá de preocupación, en la voz de Yngvar. Inger Johanne se preguntó si eso le gustaba o si, por el contrario, la molestaba.
Su madre había llamado tres veces y no se iba a rendir, así que Inger Johanne marcó inmediatamente su número de teléfono y se mantuvo en el carril derecho de la autopista.
– Hola, mamá.
– ¡Hola! Qué bien que llames. Tu padre acaba de preguntar por ti, ha…
– Pues que llame cuando quiera, díselo.
– ¿Que te llame? ¡Si tú nunca estás en casa, hija mía! Bueno, el caso es que nos preocupamos bastante al no recibir noticias tuyas después de que salieras de viaje. ¿Te dio tiempo a visitar a Marion? ¿Qué tal le va ahora, con su nueva…?
– No visité a nadie, mamá. Estuve trabajando.
– Bueno, sí, pero ya que estabas por esos lares, podrías haber…
– Pues resulta que últimamente tengo mucho que hacer. Cuando despaché todos mis asuntos, regresé a casa.
– Estupendo, muy bien, hija.
– Has dejado un mensaje en el contestador. Varios. ¿Querías algo en especial?
– Sólo quería saber qué tal estabas. Y también invitaros a ti y a Kristiane a comer el viernes. Seguro que te viene de perlas no tener que pensar en…