– El viernes… Déjame que piense…
El camión subía trabajosamente la cuesta de Kari. Inger Johanne pasó al carril de la izquierda, aceleró y lo adelantó. El auricular del manos libres se le desprendió de la oreja.
– Espera -le gritó a la nada-. ¡No cuelgues, mamá!
Al agacharse a recoger el cable perdió el control del volante, y el coche se pasó a otro carril. Un Volvo tuvo que frenar en seco para no darle un golpe por detrás. Inger Johanne aferró el volante con las dos manos y fijó la vista al frente.
– No cuelgues -repitió con aspereza.
Consiguió recoger el teléfono sin apartar la mirada de la carretera.
– ¿Qué ha pasado? -gritó la madre al otro lado de la línea-. ¿Otra vez estás conduciendo mientras hablas por teléfono?
– No, estoy hablando por teléfono mientras conduzco. No ha pasado nada.
– Un día de estos te vas a matar. ¡No creo que haga falta hacerlo todo al mismo tiempo!
– Iremos el viernes, mamá. ¿Crees…? -El corazón seguía latiéndole con tanta fuerza que le dolía el pecho. Se dio cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno-. ¿Crees que Kristiane se podría quedar con vosotros hasta el sábado a mediodía?
– ¡Claro que sí! ¿No podéis quedaros a dormir las dos?
– Tengo planes, mamá, pero estaría…
– ¿Planes? ¿Para el viernes por la noche?
– ¿Puedo dejar a Kristiane con vosotros o no?
– Por supuesto que nos la puedes dejar, hija. Puede venir siempre que quiera. Y tú también. Ya lo sabes.
– Pues nos vemos sobre las seis.
Colgó antes de que su madre pudiera decir una palabra más. Lo cierto es que Inger Johanne no tenía planes para el viernes por la noche. No sabía muy bien por qué le había pedido a la madre ese favor. Isak y ella tenían un acuerdo: antes de dejar a la niña al cuidado de terceros, se consultaban el uno al otro primero, siempre.
Volvió a marcar el número del contestador, pero los mensajes de Yngvar se habían borrado. Seguramente ella los había eliminado sin querer. Line había llamado mientras estaba hablando con la madre.
«Hola, soy Line. Sólo quería recordarte lo de la tertulia literaria del miércoles. Toca en tu casa, ya sabes. Y pobre de ti como no vengas. Prepara algo muy sencillo. Nosotras llevamos el vino. Llegaremos sobre las ocho. ¡Adiós, guapa! ¡Estoy deseando que llegue el miércoles!»
– ¡Joder!
A Inger Johanne se le daba bien simultanear las cosas. Lograba sacar adelante su vida diaria porque era capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo. Podía planear la fiesta de cumpleaños de Kristiane mientras hacía la colada y hablaba por teléfono. Escuchaba programas de radio mientras leía el periódico sin perder detalle de ninguna de las dos cosas. Camino de la guardería pensaba en lo que iba a preparar para comer y en la ropa que le iba a poner a Kristiane al día siguiente. Se cepillaba los dientes, hacía gachas y le leía cuentos en alto a Kristiane, todo al mismo tiempo. Cuando en alguna ocasión salía a divertirse, llevaba antes a Kristiane a casa de Isak o de sus padres y mientras conducía se iba maquillando ante el espejo del coche. Así eran las mujeres. Sobre todo ella.
Pero no en el trabajo.
Inger Johanne había decidido dedicarse a la investigación porque le gustaba profundizar en las cosas. Pero había algo más. Nunca hubiera podido ser abogada o burócrata. La investigación le permitía aplicarse a fondo, concentrarse en sólo una cosa a la vez, examinar todas las ramificaciones, atar cabos. La investigación le brindaba la oportunidad de dudar. Si la vida cotidiana requería decisiones rápidas, soluciones no del todo satisfactorias, concesiones y atajos ingeniosos, en el trabajo ella podía repetir las cosas desde el principio si no estaba del todo contenta.
Ahora se estaba yendo todo al traste.
Si había aceptado a regañadientes investigar la posibilidad de que se hubiera cometido un error judicial contra Aksel Seier, fue porque era un caso relevante para su proyecto. Pero en algún momento, no sabía exactamente cuándo, el caso había cobrado vida propia e independiente. Ya no guardaba relación alguna con su trabajo en la universidad ni con la investigación que llevaba a cabo. Aksel Seier se había convertido en un misterio que compartía con una anciana, y ella se debatía entre la fascinación que ejercía sobre ella el caso y las ganas de hacer borrón y cuenta nueva.
Después se había dejado enredar por Yngvar.
«Puedo hacer malabarismos con varias bolas pequeñas al mismo tiempo -pensaba cuando giró por Tasen-, pero no con bolas grandes. No en el trabajo. No puedo realizar dos proyectos difíciles al mismo tiempo.»
Y no podía recibir a cinco chicas la noche del miércoles, simplemente no podía.
40
No eran más que las once de la noche del lunes 29 de mayo, pero Inger Johanne ya llevaba una hora en la cama. Aunque estaba agotada, una inquietud indeterminada la mantenía despierta. Cerró los ojos y se acordó de que era Memorial Day. El cabo Cod habría celebrado su primer fin de semana de verano. Habrían guardado ya las contraventanas. Las habitaciones estarían ventiladas. La bandera de la barras y las estrellas, orgullo nacional en rojo, azul y blanco, debía de ondear en los mástiles recién pintados, mientras los veleros navegaban entre Martha's Vineyard y tierra firme.
Seguramente Warren había estado en Orleans y había instalado a la mujer y a los niños para el verano en la casa con vistas a Nauset Beach. Los niños en realidad ya debían de ser mayores, al menos adolescentes. Sin querer, ella se puso a calcularlo. Después se obligó a pensar en Aksel Seier. Tenía ante sí la lista de quienes trabajaron en el Ministerio de Justicia en el período comprendido entre 1964 y 1966. Era muy larga y no le decía nada. Identidades. Personas. Gente a la que no conocía y cuyo nombre no significaba nada para ella.
En cabo Cod había mantenido los ojos bien abiertos durante todo el rato. Obviamente no se iba a topar con él. En primer lugar, había algo más de un cuarto de hora en coche entre Orleans y Harwichport. En segundo lugar, no se le ocurría ninguna razón para que alguien quisiera ir de Orleans a Harwichport; el tráfico circulaba en el otro sentido. Orleans era grande, más grande al menos. Tenía más tiendas, más restaurantes. La impresionante playa de Nauset, que se abría al Atlántico, hacía que el estrecho de Nantucket pareciera una piscina para niños. Inger Johanne sabía que no se encontraría con él, pero no había dejado de lanzar miradas por encima del hombro.
De nuevo deslizó el dedo por las hojas, pero seguían sin decirle nada. El jefe de sección, el superior de Alvhild en 1965, llevaba cerca de treinta años muerto. Lo tachó. Los compañeros de trabajo de Alvhild no tenían nada que contar. Hacía mucho tiempo ya que Alvhild había investigado si sabían algo, si tenían alguna clave sobre la misteriosa puesta en libertad de Aksel Seier. Tachó también sus nombres.
Se le cayó el rotulador en un pliegue de la funda del edredón. Una mancha negra se extendió rápidamente en medio de toda aquella blancura.
Sonó el teléfono.
Identidad oculta, decía la pantalla.
Inger Johanne no conocía a nadie que tuviera un número de teléfono secreto.
Excepto tal vez Yngvar.
Yngvar y Warren debían de tener más o menos la misma edad, pensó.
Cuando se tumbó y se tapó la cabeza con el edredón, el teléfono seguía sonando.
A la mañana siguiente le pareció recordar que el teléfono había sonado un par de veces más. No estaba segura, había dormido profundamente durante toda la noche y no recordaba haber soñado.
41
Aunque habían reforzado el personal con dos chicas jóvenes en prácticas, a causa de lo extraordinario de la situación, la directora seguía estando intranquila. Al fin y al cabo era ella quien tenía la responsabilidad. En su opinión, aquella excursión al Museo de la Técnica era tan arriesgada como innecesaria, pero los demás la habían convencido de su conveniencia. Estaba tan cerca que los niños podían ir andando y, al fin y al cabo, habría cuatro adultos al cuidado de diez niños. Los pequeños tenían la ilusión de ir desde hacía mucho tiempo y, además, tampoco se podía permitir que aquel secuestrador desquiciado limitara la libertad de la gente de esa manera. Era pleno día, no eran más de las doce de la mañana.