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Un testigo de la calle Kjelsås había visto que el secuestrador llevaba un brazo escayolado.

Un poco ofendido por el tibio interés que mostró la policía -habían apuntado su nombre y su número de teléfono y habían asegurado que se pondrían en contacto con él en un día o dos- había llamado al teléfono de TV2. Hizo una descripción tan precisa y detallada que uno de los periodistas se acordó de un hombre a quien habían detenido en Asker y Bærum hacía poco tiempo. Un tipo retrasado, por lo que recordaba. El periodista desenterró sus notas de aquella época. Un grupo de vigilancia le había partido el brazo a aquel hombre, pero el caso había caído rápidamente en el olvido porque el detenido no quiso hablar con la prensa. Además, la policía estaba completamente segura de que no tenía nada que ver con los secuestros.

El asesino que había sembrado la alarma en Noruega y que hasta ahora le había quitado la vida a tres niños, quizá cuatro, ¡ya había estado detenido! Y puesto después en libertad sin más, pocas horas después de su detención. Aún peor era que el tipo se hubiera librado también en esta ocasión. La policía había sido alertada inmediatamente por un automovilista avispado que los había llamado por el móvil, pero el criminal había desaparecido. Un auténtico escándalo.

El jefe de policía de Oslo se negaba a contestar a ninguna pregunta. El ministro de Justicia, en una breve conferencia de prensa, declaró que era competencia exclusiva del jefe de policía informar del caso, pero éste permanecía encerrado en su despacho y decía no tener nada de lo que informar.

TV2 le sacó una ventaja a NRK que esta cadena no tenía manera de superar: el informante salió en la televisión. Si no consiguió su cuarto de hora de fama, la entrevista al menos duró un par de minutos. Además, le ingresarían diez mil coronas en su cuenta. Eso para empezar, le aseguró el entrevistador en cuanto apagaron las cámaras.

Lo peor no eran en realidad las revistas de pornografía dura que estaban apiladas por todas partes.

No era nada que Yngvar Stubø no hubiera visto antes. Las revistas estaban impresas en papel barato, pero a cuatro colores. Yngvar sabía que normalmente las fotos se tomaban en países del Tercer Mundo, donde se podía comprar a los niños por muy poco dinero y conseguir que la policía hiciera la vista gorda por un puñado de dólares. Lo peor no era tampoco que los niños que miraban a la cámara con ojos inexpresivos desde las sórdidas fotografías no tuvieran más de dos años. Yngvar Stubø había visto en persona a un niño de seis meses que había sido víctima de una violación, y ya estaba curado de espanto. Que el habitante de la casa tuviera un ordenador le pareció más sorprendente.

– Me he equivocado con este hombre -murmuró entre dientes poniéndose los guantes de plástico.

Lo peor, sin embargo, eran las paredes. Todo lo que se había publicado sobre los secuestros estaba meticulosamente recortado y colgado. Desde la primera y discreta portada sobre la desaparición de Emilie hasta un ensayo de dos páginas de Jan Kjasrstad que había aparecido en el último número del Aftenposten.

– Todo -dijo Hermansen-. Ha guardado cada puto artículo.

– Y eso no es todo -dijo el policía más joven indicando con la cabeza las fotos de los niños.

Eran las mismas que estaban colgadas en el despacho de Yngvar. Éste se acercó a la pared para estudiarlas de cerca. Estaban metidas en fundas de plástico, pero saltaba a la vista que no las había recortado de ningún periódico.

– Se las bajó de la red -observó el policía más joven sin que nadie le hubiera pedido su opinión.

– Así que no puede ser idiota del todo -dijo Hermansen, evitando mirar a Yngvar.

– Ya lo he admitido -refunfuñó Yngvar.

El salón era, de hecho, una especie de despacho. Un centro de operaciones para un ejército de un solo hombre. Yngvar deambulaba lentamente por la habitación. Se apreciaba cierto método en aquella locura; incluso las revistas pornográficas estaban ordenadas según una cronología perversa. El inspector cayó en la cuenta de que las revistas apiladas junto a la ventana contenían escenas con niños de trece o catorce años. Cuanto más se adentraban en la habitación, más jóvenes eran las víctimas de las revistas. Agarró al azar una que estaba sobre una mesita junto a la puerta de la cocina. Le echó una ojeada a la fotografía y notó que se le cerraba la garganta antes de obligarse a dejar la revista en su sitio en vez de romperla en pedazos. Uno de los policías de Asker y Bærum hablaba en voz baja por el móvil. Al finalizar la conversación negaba con la cabeza.

– Ni siquiera han encontrado el coche, mucho menos al tipo. Con la pinta que tiene esto… -Señaló lo que lo rodeaba con un movimiento de los brazos-, la verdad es que no me quedan muchas ganas de entrar en el dormitorio.

Seis policías estaban inmóviles, mirando en torno a sí, sin decir una palabra. Fuera del edificio estaba a punto de suceder algo. Oyeron frenar un coche, gritos, el golpeteo de unos tacones contra el asfalto. Ellos seguían callados. El policía que no quería entrar en el dormitorio se puso el pulgar y el índice sobre los párpados y apretó con fuerza. Su gesto movió al colega que tenía más cerca a acariciarle torpemente el hombro. Flotaba en el aire un olor a sexo viejo y sin lavar, a pajas y a ropa sucia. Aquel lugar hedía a pecado y vergüenza y secretos inconfesables. Yngvar miró la foto de Emilie en la pared; la chiquilla seguía tan seria como siempre, con aquella flor en medio de la frente y su aspecto de sabelotodo.

– No es él -dijo Yngvar.

– ¿Cóoomo?

Los demás se volvieron hacia él. El más joven se quedó patéticamente boquiabierto, con los ojos llorosos.

– Me equivoqué con respecto a la capacidad intelectual de este tipo -admitió Yngvar intentando aclararse la garganta-. Es evidente que es capaz de usar un ordenador, de ponerse en contacto con los distribuidores de esta mierda…

Se interrumpió e intentó encontrar una palabra más expresiva, más malsonante, más apropiada para el material impreso que estaba amontonado por todas partes.

– De esta mierda -repitió abatido-. Se entera, y además sabemos casi con total seguridad que ha sido él quien ha probado suerte hoy en la calle Kjelsås. Su coche, un brazo escayolado… La descripción concuerda en todos los puntos, pero no es… Éste no es el hombre que ha secuestrado y matado al resto de los niños.

– ¿Y eso se te ha ocurrido a ti solito?

La expresión de Sigmund Berli parecía proclamar que ya no consideraba a Yngvar Stubø su socio. Se dirigía a los demás, a la policía de Bærum, que estaba convencida de que resolvería el caso en cuanto encontrase al hombre que vivía en aquel piso entre los recortes de periódico, la pornografía y la ropa sucia. Sabían quién era y lo iban a pillar.

– Este hombre ya ha sido detenido en una ocasión, ¡por dos aficionados! Hoy ha estado a punto de dejarse atrapar de nuevo. Nuestro hombre, el hombre al que estamos buscando, el hombre que mató a Kim y a Glenn Hugo y a Sarah… -Yngvar no despegaba los ojos del retrato de Emilie- y que quizá tenga a Emilie encerrada en algún sitio…, no se dejaría atrapar así como así. Él no intentaría secuestrar a un niño que va de excursión con un montón de adultos, en pleno día, con su propio coche y el brazo escayolado. Ni hablar. Vosotros sabéis que tengo razón, pero estamos tan empeñados en pillar a ese cabrón que…

– ¿Podrías entonces explicarme qué es esto? -lo interrumpió Hermansen.

El tono del policía no era triunfal, sino grave, casi sombrío. De un cajón había sacado una carpeta que contenía un pequeño taco de hojas DIN-A4. Yngvar Stubø no quería mirar; tenía el presentimiento de que el contenido de la carpeta iba a dar un vuelco a toda la investigación. Más de cien detectives, que hasta ahora no daban nada por seguro y que mantenían abiertas todas las líneas de investigación -policías competentes que no habían descartado ninguna hipótesis y que sabían que todo buen trabajo policial es resultado de una paciente sistematicidad-, ahora iban a empezar a investigar en una sola dirección.