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– He oído que todos los que se suicidan tienen en realidad un problema de psicosis grave -dijo Line.

– Qué tontería -resopló Halldis.

– No, ¡es verdad!

– Que lo has oído sí, pero no que sea correcto.

– ¿Y tú qué sabes de eso?

– Podría perfectamente ser cierto en el caso de Asbjørn Revheim -terció Inger Johanne-. Por otro lado, el tipo ya lo había intentado en varias ocasiones. ¿Creéis que se encontraba en un estado psicótico todas las veces?

– Estaba loco -murmuró Bente-. Como una puta cabra.

– Eso no es lo mismo que psicótico -objetó Kristin-. Conozco a más de uno que está como una cabra, pero nunca he conocido a ningún psicótico.

– Mi jefe es un psicópata -dijo Bente alzando la voz-. ¡Es jodidamente malvado! ¡Perverso!

– Aquí tienes un poco más de agua -dijo Line, pasándole una botella de litro y medio.

– Psicópata y psicótico no significan exactamente lo mismo, Bente. ¿Alguien ha leído Ciudad hundida, sube el mar?

Todas asintieron, a excepción de Bente.

– Salió sólo un par de años después de que lo condenaran, ¿no? -dijo Inger Johanne-. Y además…

– ¿No es en ése donde describe el suicidio? -la interrumpió Kristin-. Aunque lo escribió muchos años antes de matarse… Bastante desagradable, la verdad. -Se estremeció con un escalofrío algo caricaturesco.

– Vamos, contádmelo -rogó Bente-. ¿No me podríais decir lo que pasó?

Todas guardaron silencio. Inger Johanne empezó a recoger la mesa, pues todo el mundo había acabado.

– Creo que podríamos hablar de algo más agradable -dijo Halldis con cautela-. ¿Qué planes tenéis para el verano?

Cuando las amigas finalmente salieron dando tumbos, era más de la una. Bente llevaba dos horas dormitando y parecía aturdida ante la idea de marcharse. Halldis prometió llevarla en taxi a Blindern, donde vivía. Inger Johanne ventiló la casa a conciencia. A última hora se había abolido la prohibición de fumar, aunque ella no recordaba muy bien quién lo había decidido. Sacó cuatro cuencos y les echó vinagre. Después salió a la terraza.

Era la segunda hora del primer día de junio. Una luz azul oscuro, de principios de verano, empezaba a aparecer por el oeste. Durante los próximos dos meses no anochecería del todo en ningún momento. Hacía fresco, pero se podía estar al aire libre sin abrigarse. Inger Johanne se apoyó sobre las macetas, con los pensamientos mustios.

En los últimos tres días había hablado de Asbjørn Revheim en dos ocasiones.

Es cierto que Asbjørn Revheim era una figura central en la literatura noruega, incluso en la historia contemporánea del país. En 1971, o 1972, fue condenado por escribir una novela blasfema e impúdica, varios años después de la farsa de juicio contra el escritor Jens Bjorneboe, que debió de haber marcado el fin del interés de la fiscalía por la literatura. Revheim no se amilanó y, un par de años más tarde, sacó Ciudad hundida, sube el mar, la obra más soez y ofensiva hacia Dios jamás publicada en Noruega. Algunos especularon con la posibilidad de que le concederían el Premio Nobel, pero la mayoría opinaba que merecía otro paseo por los tribunales. No obstante, la fiscalía había aprendido la lección y, muchos años después, el fiscal general declaró que, de hecho, no había leído el libro.

Revheim era un escritor importante, pero estaba muerto, desde hacía ya tiempo. Inger Johanne no recordaba la última vez que había pensado en él, y mucho menos hablado de él. Cuando el último otoño había salido una biografía sobre él, ni siquiera la había comprado. Revheim escribía libros que habían significado mucho para ella cuando era más joven, pero hoy no tenía nada que decirle, tal y como era ahora su vida.

Dos veces en tres días.

La madre de Anders Mohaug pensaba que su hijo había estado implicado en el asesinato de la pequeña Hedvik en 1956. Anders Mohaug era discapacitado psíquico, se dejaba manipular y siempre andaba con Asbjørn Revheim.

«Todo parece demasiado sencillo -pensaba Inger Johanne-. Extremadamente sencillo.»

Tenía frío pero no quería entrar en casa. El viento le atravesaba la camisa. Le convenía comprarse algo de ropa. Las otras chicas parecían más jóvenes que ella. Incluso Bente, que bebía unas cantidades de alcohol que ya no eran como para echarse a reír condescendientemente y que fumaba treinta cigarrillos al día, presentaba mejor aspecto que Inger Johanne. O por lo menos un aspecto más moderno. Ya hacía tiempo que Line no la llevaba de compras.

Era demasiado sencillo.

Además, ¿quién podría tener algún interés en defender a Asbjørn Revheim?

«En 1956 no tenía más que dieciséis años», pensó llenándose los pulmones de aire nocturno. Quería despejarse un poco antes de acostarse.

Pero ¿y en 1965, cuando murió Anders Mohaug y su madre acudió a la policía cuando soltaron a Aksel sin explicación?

En ese entonces Asbjørn Revheim tenía veinticinco años y era un escritor consagrado. Había publicado ya dos libros, si no recordaba mal. Ya consagrado, con dos libros. Ambos habían suscitado encendidos debates. Asbjørn Revheim constituía una amenaza en esos momentos, no era digno de ser protegido.

Inger Johanne contemplaba la biografía que sostenía entre las manos, acariciando la cubierta. Line había insistido en que se quedara con ella. La foto era buena. El rostro de Revheim era estrecho, pero masculino. Sonreía ligeramente, casi con arrogancia. Tenía los ojos pequeños, pero las pestañas largas.

Al fin Inger Johanne entró, pero dejó la puerta de la terraza entreabierta, y percibió el suave olor a vinagre. Se percató de que estaba decepcionada porque Yngvar Stubø no la había llamado. Cuando se acostó decidió empezar a leer el libro, pero antes de apoyar la cabeza sobre la almohada, estaba profundamente dormida.

43

Aksel Seier nunca había sido el tipo de persona que toma las decisiones con rapidez; normalmente necesitaba al menos una noche. Pero prefería reflexionar durante una semana o dos antes de tomarlas. Incluso las decisiones más triviales, como la de comprar una nevera usada o una nueva cuando la vieja se estropeara del todo, le llevaban mucho tiempo. Todo tenía sus ventajas y sus inconvenientes; él quería sopesarlos, estar seguro de lo que hacía. La decisión de marcharse de Noruega en 1966 debería haberla tomado un año antes. Debería haber comprendido antes que no había futuro para él en un país que lo había mandado a la cárcel y lo había dejado pudriéndose allí durante nueve años sin motivo alguno, un país tan pequeño que nunca le permitiría olvidar, ni a él ni a los demás. Pero no era propio de él precipitarse. Quizá fuera un efecto secundario de los años que había pasado en la cárcel, donde el tiempo discurría tan despacio que era difícil desperdiciarlo.

Se había sentado sobre el murete de piedra que se alzaba entre el jardincillo de su casa y la playa. El granito rojo estaba recalentado por el sol, él sentía el calor a través del pantalón. La marea estaba baja y había algunos cangrejos medio muertos desperdigados a lo largo de la orilla del mar. Algunos tenían el caparazón arriba y semejaban tanques con cola. A otros las olas los habían dejado boca arriba, agonizando lentamente al sol con las patas al aire. Los cangrejos parecían monstruos prehistóricos en miniatura, un eslabón olvidado de la evolución que debería haber acabado con ellos hace mucho tiempo.

Así se sentía él.

Llevaba toda la vida esperando una rehabilitación.

Patrick, la única persona en todo Estados Unidos que conocía su pasado, le había aconsejado, mientras pulía un caballito dorado, que contactara con un abogado, o quizá con un detective. El tiovivo de Patrick era el mejor de toda Nueva Inglaterra. Había muchísimos detectives en el país, muchos de ellos muy eficientes, le aseguró. Si esa mujer había venido desde un sitio tan lejano como Noruega para decirle que creía en su inocencia, tantos años después, es porque seguramente había algo que averiguar. Por lo que sabía Patrick, los abogados eran caros, pero no era tan difícil encontrar alguno que sólo cobrara si ganaban el caso.