– ¿Inverosímiles?
El presentador se inclinó hacia él, como si ambos mantuviesen una conversación íntima.
– Bueno, sí. Pero no hay fundamento para… Así sin más…
– Ya es hora de que la gente despierte -lo interrumpió Solveig Grimsrud-. Hasta hace poco hemos creído que las agresiones sexuales a niños eran algo que no nos incumbía, algo que sólo ocurría lejos de aquí, en Estados Unidos, por ejemplo. Hemos dejado que nuestros niños fueran solos al colegio, que se fueran de acampada sin adultos, que se quedaran en casa durante horas sin alguien que los cuidara. Así no podemos seguir. Ya es hora de que…
– Ya es hora de que yo me retire.
Inger Johanne se levantó de forma maquinal. Miró directamente a la cámara, un cíclope electrónico que le devolvía la miraba con un ojo gris y vacío que la dejó helada. Aún tenía el micrófono prendido a la solapa.
– Esto pasa de castaño oscuro. En algún lugar, ahí fuera -elevó el dedo hacia a la cámara-, está sentado un viudo cuya hija desapareció hace una semana. Y también un matrimonio. Les han robado a su hijo; se lo quitaron en mitad de la noche. Y aquí estás tú… -apuntó a Solveig Grimsrud con una mano trémula-, diciéndoles que ha pasado lo peor. No tienes ninguna, repito, ninguna base para sostener algo así. Es desconsiderado, cruel…, irresponsable. Como ya he dicho, sólo conozco estos casos por los medios de comunicación, pero espero… Lo cierto es que estoy segura de que la policía no se ha cerrado en banda como tú. Aquí y ahora soy capaz de imaginar seis o siete explicaciones alternativas de estos secuestros, tan convincentes o tan absurdas como las demás. Pero por lo menos están mucho más fundamentadas que tus especulaciones sensacionalistas. Hace sólo un día que desapareció el pequeño Kim. ¡Un día! No tengo palabras… -No era sólo una frase hecha. Se quedó callada. Después se arrancó el micrófono de la solapa y se marchó. La cámara la siguió hasta la puerta del estudio, con movimientos bruscos y poco usuales.
– Bueno -dijo el presentador. Le sudaba el labio superior y respiraba con la boca abierta-. Ya hemos pasado por esto en otras ocasiones.
En otra parte de Oslo, dos hombres estaban sentados mirando la televisión. El mayor de ellos sonrió levemente, el más joven asestó un puñetazo a la pared.
– Joder. Qué tía. ¿La conoces? ¿Has oído hablar de ella?
El mayor de ellos, el comisario Yngvar Stubø de la Kripos, asintió con aire ausente.
– He leído la tesis de la que ha hablado. Bastante interesante, la verdad. Ahora está investigando sobre el seguimiento por parte de los medios de comunicación de los crímenes más brutales. Por lo que entendí de un artículo que leí, está estudiando el modo en que afectó a una serie de condenados el hecho de que su caso tuviese o no mucha repercusión en la prensa. El punto en común es que todos proclamaban su inocencia. Lleva muchos años estudiando eso. Desde los años cincuenta, creo. No sé por qué.
– Al menos la señora tiene agallas -comentó Sigmund Berli con una sonrisa-. Creo que nunca había visto a nadie levantarse y largarse. ¡Es tremendo! ¡Sobre todo porque tiene razón!
Yngvar Stubø se encendió un puro enorme, señal de que daba la jornada laboral por terminada.
– Tiene tanta razón que sería muy interesante hablar con ella -respondió poniéndose su chaqueta-. Nos vemos mañana.
8
Un niño que va a morir no lo sabe. No piensa en absoluto en la muerte. Lucha por un puro instinto de supervivencia, como las lagartijas que están dispuestas a renunciar a la cola cuando corren peligro de muerte. Toda criatura lleva en sus genes el impulso de sobrevivir, y los niños no son una excepción, aunque no sean capaces de representarse la muerte. Los temores de los niños son muy concretos: temen a la oscuridad, a los extraños quizás, a separarse de su familia, al dolor, a los ruidos misteriosos y a perder objetos preciados. La muerte, en cambio, resulta incomprensible para la mente infantil.
Un niño que va a morir no lo sabe.
Así pensaba el hombre mientras lo preparaba todo.
Llenó un vaso de Coca-Cola y empezó a preguntarse por qué se entregaría a este tipo de reflexiones. Aunque no había elegido al niño por casualidad, tampoco lo unía a él sentimiento alguno. El niño era para él, desde el punto de vista emotivo, un completo desconocido, un peón en una partida importante. No iba a notar nada. En cierto modo, esto será lo mejor para el niño. La añoranza de sus padres, ese dolor tan comprensible en un niño de sólo cinco años, debía de ser más inhumano que una muerte rápida e indolora.
El hombre machacó una pastilla de Valium y la disolvió en el refresco. Se trataba de una dosis pequeña, apenas suficiente para dormir al niño. Convenía que estuviese dormido cuando llegase el momento; era lo más sencillo, lo más práctico. Ponerle una inyección a un crío ya resulta lo bastante difícil, como para encima tener que lidiar con sus chillidos y pataleos.
De tanto oír el burbujeo del vaso de Coca-Cola le dio sed. Se humedeció los labios con la lengua. Un escalofrío le recorrió la espalda. En cierta medida estaba ansioso por poner manos a la obra, por llevar a cabo un plan tan meticulosamente preparado.
Le llevaría seis semanas y cuatro días, si todo salía según lo previsto.
9
Apenas se notaba que sólo faltaba poco más de un mes para el sol de medianoche. Una niebla gris flotaba sobre el lago de Sogn, y los árboles seguían desnudos. En algún que otro sauce despuntaban unos pocos brotes, y en las laderas que daban al sur las fárfaras tenían ya los tallos largos, pero, por lo demás, podría haber sido perfectamente 14 de octubre en vez de 14 de mayo. Una niña de seis años con un peto rojo y botas de agua amarillas se quitó el gorro.
– Ahí no, Kristiane. Al agua no.
– Déjala que chapotee, mujer. Lleva puestas las botas.
– ¡Por Dios, Isak! ¡El agua es demasiado profunda! ¡Kristiane! ¡Eso no!
La niña no hacía caso. Tarareaba una melodía monótona, y el agua le cubría ya las botas, que se le estaban llenando con un gorgoteo. La niña mantenía la vista fija al frente mientras repetía las cuatro notas una y otra vez.
– Te has empapado -la riñó Inger Johanne Vik cuando la niña regresó a la orilla.
Ésta desplegó una gran sonrisa sin despegar los ojos de sus propios pies y dejó de cantar. La madre la asió del brazo y la sentó en un banco situado a un par de metros de allí. De una mochila sacó unos leotardos secos, un par de calcetines gruesos y unas zapatillas de deporte para ponérselos a Kristiane, pero ésta no se dejaba. Estaba rígida y apretaba con fuerza una pierna contra la otra, de nuevo con la mirada perdida. En el fondo de su garganta sonaban las mismas notas de siempre, dam-di-rum-ram. Dam-di-rum-ram.
– Te vas a poner mala -le advirtió Inger Johanne-. Te vas a constipar.
– Constipar. -Kristiane sonrió y sus ojos se encontraron con los de la madre en un repentino momento de concentración.
– Sí. Enferma.
Inger Johanne intentaba retener su mirada, aprisionarla.
– Dam-di-rum-ram -tarareó Kristiane antes de volver a quedarse petrificada.
– Vamos. Déjame.
Isak levantó a su hija en volandas y la lanzó por los aires.
– Papá -gritaba Kristiane riendo-. ¡Más!
– Allá va -exclamó Isak, y dejó que la niña arrastrara las botas empapadas por el suelo antes de arrojarla otra vez hacia la niebla-. ¡Kristiane es un avión!
– ¡Avión! ¡Avión viajero! ¡Hombre gaviota!
Inger Johanne no sabía de dónde sacaba la niña todo aquello. Construía frases que no usaban ni Isak ni ella ni casi nadie, pero que siempre poseían una especie de lógica, una profundidad que no se apreciaba al instante, pero que denotaba una sensibilidad hacia la lengua que contrastaba fuertemente con las palabras cortas y sencillas que la niña empleaba normalmente, y sólo cuando estaba de humor.