Tønnes Selbu nunca había oído hablar de Karsten Åsli.
Grete Harborg estaba muerta.
Turid Sande Oksøy estaba incomunicada. Cuando Yngvar consiguió por fin, a media tarde, ponerse en contacto con la familia, Turid se había ido al campo. Sin teléfono. Estaba en Telemark, según dijo Lasse hoscamente y sin precisar mucho.
Luego le pidió que los dejaran tranquilos hasta que la policía tuviera algo más concreto.
Sigmund Berli todavía no había averiguado nada sobre el hijo de Karsten Åsli, Yngvar tenía la sospecha de que no estaba dejándose la piel en la tarea. Aunque Sigmund era su mayor confidente en el trabajo, parecía que también él empezaba a distanciarse de él.
Todo había cambiado tras el accidente. Fue como si la pérdida de Trine y Elisabeth lo hubiera marcado, un estigma que incomodaba al resto de la gente.
En el comedor se hacía el silencio cuando él se sentaba, y pasaron muchos meses antes de que alguien se animase a reírse en su presencia. En cierto sentido seguía disfrutando del respeto de los demás, pero su intuición, antes tan admirada e incluso mitificada, había quedado reducida a una característica curiosa de un hombre que había sufrido una terrible pérdida, un hombre infeliz.
Yngvar no era infeliz.
Encendió un puro y lo probó.
– No soy infeliz -dijo a media voz y exhaló una bocanada de humo.
El puro estaba demasiado seco, de modo que lo apagó con irritación.
Si no conseguía reunir suficientes pruebas contra Karsten Åsli como para obtener una orden de registro antes de que acabara la jornada laboral del día siguiente, empezaría a plantearse la posibilidad de ir para allá sin autorización judicial. Emilie estaba allí. Estaba completamente seguro. Quizá lo despedirían, pero tal vez salvara a la cría.
«Un día más -pensaba al dejar el despacho-. Eso es todo lo que me atrevo a concederle.»
62
Se reconocieron inmediatamente.
Hacía una eternidad que ella se había quedado en el muelle despidiéndose de él con la mano. Él había intentado seguirla con la mirada mientras ella se envolvía bien en el chal y empujaba la bicicleta hacia el borde del muelle mientras el MS Sandefjord zarpaba del puerto. El viento le levantaba el borde de la falda.
La bicicleta estaba recién pintada de rojo. Ella era delgada y tenía los ojos azules.
Hacía ya once años que Eva permanecía tumbada en la cama.
El brazo inerte descansaba junto a su cuerpo. La enferma alzó lentamente el brazo derecho y lo estiró hacia él cuando entró en su habitación.
En una carta le había dicho que había sido Dios quien en su benevolencia le había permitido conservar la sensibilidad en la mano derecha para que pudiera seguir escribiendo cartas. En cambio, tenía inutilizadas las piernas y el brazo izquierdo.
– Aksel -dijo con voz queda y serena, como si lo hubiera estado esperando-. Mi Aksel.
Él acercó una silla a la cama. Después se pasó la mano con timidez por el cráneo rapado, intentando sonreír. Los dedos de ella estaban fríos cuando se posaron sobre la mejilla de él. Antes eran cálidos, tersos y juguetones. Pero seguía siendo la misma mano. Al reconocerla, él se echó a llorar.
– Aksel -volvió a decir Eva-. ¿Qué has hecho? Mira que regresar por mí…
63
Karsten Åsli llevaba durmiendo mal desde el lunes. Durante el día no le resultaba tan difícil convencerse de que no tenía motivos para preocuparse, al fin y al cabo Yngvar Stubø no había vuelto. Todo parecía normal en el pueblo. Nadie había estado por ahí haciendo preguntas.
Cuando llegaba la oscuridad era peor. Aunque corría mucho y a gran velocidad todas las noches para dejar agotado su cuerpo, se quedaba cavilando en la cama hasta el amanecer. Aquella mañana había llamado al trabajo para decir que estaba enfermo, pero se arrepentía de haberlo hecho. Era mucho peor vagar por casa sin nada que hacer. El plan para el 19 de junio estaba listo, no faltaba nada salvo ponerlo en ejecución.
Podía pintar la pared que daba al oeste. Pero no podía ir al pueblo a buscar pintura; alguien de la serrería podría verlo. Lo mejor sería ir hasta Elverum. Si, contra todo pronóstico, se encontraba allí con alguien, podría decir que venía del médico.
La verdad es que era una buena idea. Cuando se sentó en el coche estaba más tranquilo.
Laffen Sørnes encontró por fin un coche que llevarse. Un Mazda 323, modelo de 1987. Alguien lo había dejado en un camino del bosque, medio caído en el arcén. Incluso tenía las puertas abiertas. Laffen sonrió. Había gasolina en el depósito y aunque el motor petardeó un poco, finalmente arrancó. Afortunadamente no le costó subirlo al camino. Unos cientos de metros más adelante había un pequeño desvío que tendría que tomar.
Lo mejor sería huir a Suecia inmediatamente.
Había helicópteros por todas partes. Laffen había avanzado lentamente a pie, al abrigo de los árboles. En realidad sólo quería moverse en las horas de oscuridad, pero en ese tiempo no recorría la distancia suficiente, de manera tenía que caminar también durante parte del día. Había visto a gente en dos ocasiones, cuando había cometido la torpeza de andar por la carretera a lo largo de un trecho. Estaba cansado y era más fácil caminar sobre el asfalto. Después se internó otra vez en el bosque, y volvieron los helicópteros. Tenía que evitar los claros y, de vez en cuando, perdía la orientación y tenía que descansar durante un buen rato.
Resultaba más seguro ir en el coche, pero de todos modos era imprescindible que se alejara de allí.
Suecia estaba hacia el este. Como el sol brillaba en ese momento, era fácil saber hacia dónde iba.
En el radiocasete había puesta una cinta de Sputnik. Laffen iba cantando. No tardó en salir a una carretera más importante, lo que lo tranquilizó un poco. Le hacía bien sentarse a un volante. La última vez, hacerlo le había costado la fractura de un brazo; esta vez seguro que le costaría la vida. Si no conseguía llegar antes a Suecia. Pero lo iba a conseguir. No podía quedar muy lejos; a un par de horas, quizá, como máximo. La última vez que había estado en Suecia había probado aquel plato llamado «la tentación de Jansson» en un bar de carretera. Era una de las cosas más ricas que había comido nunca.
Además, allí el tabaco era barato. Más barato que en Noruega, por lo menos.
Aumentó la velocidad.
Karsten Åsli se concentraba en no conducir demasiado rápido. Era importante no despertar sospechas. Lo mejor era ir a cinco o seis kilómetros por hora por encima del límite permitido. Eso era lo más común.
Se arrepentía de haber hecho esta salida.
Probablemente Bobben lo había visto cuando había pasado por la gasolinera. Lo había saludado con la mano, a pesar de que Karsten había hecho como si no lo viera. Sería muy raro que Bobben le mencionara el asunto a alguien de la serrería, pero Karsten seguía inquieto. Ya lo habían acusado de intento de robo, así que no haría falta mucho más para que lo echaran del trabajo. Decir que estaba enfermo para irse de compras a Elverum no era exactamente una idea brillante. Evidentemente podía echarle la culpa al médico, pero el jefe era capaz de investigar el asunto más de cerca. El jefe era un gran gilipollas que estaría encantado de despedirlo.
El coche iba a ciento diez, y Karsten Åsli maldijo lentamente al levantar el pie del acelerador y frenar.
Quizá lo mejor sería que diera media vuelta.
– El sospechoso conduce un Mazda 323 azul marino -dijo alto y claro el piloto del helicóptero, con una voz un tanto teatral-. El número de matrícula sigue siendo ilegible. ¿Lo seguimos? Repito: ¿lo seguimos?