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– A distancia -crepitó la respuesta en los auriculares-. Seguidlo a distancia. Tres coches están en camino.

– Recibido -dijo el piloto y describió un arco sobre las copas de los árboles antes de elevarse a setecientos metros de altura.

No quitaba ojo al coche.

64

Inger Johanne llevaba un cuarto de hora en el Café Grand. Estaba incómoda e intentaba no morderse las uñas, pero uno de los dedos ya le había empezado a sangrar. A las tres en punto la anciana entró en el restaurante. Cruzó unas palabras con el maître y miró en torno a sí. Inger Johanne se levantó a medias y le hizo una seña con la mano.

Unni Kongsbakken, una mujer grande y ancha, se dirigió hacia ella. Llevaba un chaleco de punto de muchos colores y una falda que le llegaba hasta los tobillos. Inger Johanne apenas alcanzó a vislumbrar un par de zapatos negros y sólidos cuando la mujer se acercó a la mesa.

– Así que tú eres Inger Johanne Vik. Buenos días.

Le tendió una mano robusta y seca. Se sentó. A primera vista resultaba inconcebible que aquella mujer tuviera más de ochenta años. Sus movimientos eran seguros, y el pulso de sus manos, firme. Sólo cuando se fijó mejor, Inger Johanne se percató de que sus ojos tenían esa falta de brillo que se adquiere cuando la persona se hace tan mayor que en realidad ya nada puede sorprenderla.

– Te agradezco que quisieras encontrarte conmigo -dijo tranquilamente Unni Kongsbakken.

– Faltaría más -respondió Inger Johanne y apuró el vaso de agua-. ¿Quieres comer algo?

– Sólo tomaré una taza de café, gracias. Estoy un poco agotada por el viaje.

– Dos cafés -dijo Inger Johanne al camarero con la esperanza de que no insistiera en que era obligatorio pedir algo de comer.

– ¿Quién eres? -preguntó Unni Kongsbakken-. Antes de referirte mi historia, quisiera saber mejor quién eres y qué eres. Me imagino que la información que me proporcionaron Astor y Geir no es del todo precisa -comentó, esbozando una sonrisa.

– Bueno, pues me llamo Inger Johanne Vik -comenzó Inger Johanne-. Y soy investigadora.

En el despacho de Yngvar Stubø estaba encendido el televisor. Sigmund Berli y una de las oficinistas lo miraban apoyados en la puerta. Yngvar estaba sentado con los pies sobre la mesa y daba caladas a un puro apagado. Faltaba mucho para que acabara la jornada laboral, pero necesitaba algo que morder, algo que no tuviera calorías. Escupió un poco de tabaco seco. Estaba muerto de hambre.

– Esto es muy americano -dijo Sigmund negando con la cabeza-. La caza de un hombre emitida por televisión. Grotesco. ¿No podemos hacer nada para impedirlo?

– No más de lo que ya se ha hecho -contestó Yngvar.

Tenía que comer algo. Aunque sólo hacía una hora que se había tragado dos grandes mediasnoches con salami y tomate, sentía un ardor de hambre bajo el esternón.

– Esto puede acabar en tragedia -dijo la oficinista señalando la televisión-. Esa manera de conducir y con todos los periodistas detrás… ¡Esto no puede acabar bien!

Las imágenes del helicóptero de TV2 mostraban que el Mazda había acelerado. En una curva, las ruedas traseras patinaron y al periodista le salió un gallo.

– Laffen Sørnes nos ha descubierto -chilló entusiasmado.

– Además de cinco coches de policía y un par de cazadores de osos -murmuró Sigmund Berli-. El tipo tiene que estar aterrorizado.

El Mazda derrapó en otra curva. La grava del arcén golpeteó el costado izquierdo del coche. Por un momento pareció que el vehículo se iba a salir de la carretera. El conductor tardó un segundo o dos en recuperar el control y luego volvió a acelerar.

– Al menos sabe conducir -observó Yngvar con sequedad-. ¿Sabes algo más del crío de Karsten Åsli?

Sigmund Berli no respondió. Miraba fijamente la pantalla de la televisión, y la boca se le abrió sin emitir ningún sonido. Era como si quisiera lanzar un grito de advertencia, aun sabiendo que sería inútil.

– Dios mío -dijo la oficinista-. Qué…

Más tarde se supo que TV2 tuvo una audiencia de más de setecientos mil espectadores durante la emisión en directo de la persecución. Más de setecientas mil personas -que en su mayoría estaban en el trabajo porque eran las tres y doce minutos de la tarde- vieron patinar en una curva el Mazda 323, modelo de 1987, y chocar contra un Opel Vectra, también azul marino.

El Mazda casi se parte en dos antes de dar una vuelta en el aire y caer encima del Opel, que siguió avanzando en línea recta. Los dos automóviles se fundieron en un abrazo metálico y absurdo. Saltaron chispas cuando las puertas laterales golpearon la valla protectora, que lanzó el coche hacia el otro lado de la carretera, todavía con el Mazda sobre el techo. Un mojón partió en dos el capó del Opel.

Setecientos cuarenta y dos mil espectadores contuvieron la respiración.

Todos esperaban una explosión que no llegaba nunca.

El único sonido que salía de los aparatos de televisión era el zumbido del helicóptero que sobrevolaba el lugar del accidente a sólo cincuenta metros de altura. La cámara hizo un zoom sobre el hombre que hasta hacía pocos segundos había estado huyendo de la policía en un coche robado. Laffen Sørnes asomaba por la ventanilla rota, con la cara vuelta hacia el cielo y la espalda aparentemente partida. El brazo, su brazo izquierdo escayolado, se le había desgajado del hombro y yacía solitario a varios metros de distancia de los coches siniestrados.

– Joder -exclamó el periodista.

Después el sonido se cortó.

– Ocurrió la noche antes del gran proceso -dijo Unni Kongsbakken, echándole otro chorrito de leche a su taza de café medio vacía-. Y tienes que recordar que… -Su espesa cabellera gris estaba recogida en un moño con varillas japonesas lacadas en negro. A un lado se le había soltado un rizo. Con dedos diestros se arregló el moño- Astor estaba convencido de la culpabilidad de Aksel Seier -continuó-. Completamente convencido. Al fin y al cabo, había muchos indicios que apuntaban en esa dirección. Además, después de su arresto, había hecho declaraciones contradictorias y no se había mostrado muy dispuesto a colaborar. Es fácil olvidarse de esto…

Se interrumpió para tomar aliento. Inger Johanne notaba que Unni Kongsbakken ya estaba cansada, aunque no llevaba hablando más que un cuarto de hora. Tenía el ojo derecho rojo y, por primera vez, a Inger Johanne le pareció que vacilaba.

– … tantos años después -suspiró la anciana-. Astor estaba… convencido. Tal y como fue, tal y como… Vaya, me estoy haciendo un lío. -Sonrió con timidez, casi con aturdimiento.

– Escucha -dijo Inger Johanne inclinándose hacia Unni Kongsbakken-. Francamente, pienso que deberíamos dejar esto para otro día. Podemos vernos la semana que viene.

– No -saltó Unni Kongsbakken con una vehemencia inesperada-. Soy vieja, pero no desamparada. Déjame seguir. Astor estaba trabajando en su pequeño estudio. Siempre dedicaba mucho tiempo a preparar los alegatos. Nunca los redactaba. Sólo apuntaba las palabras clave, una especie de esquema en una ficha. Muchos pensaban que improvisaba… -Rió secamente-. Astor nunca improvisaba nada. Y él no se mostraba precisamente comprensivo cuando estaba trabajando y alguien lo interrumpía. Pero yo había bajado al sótano y, en un rincón, detrás de unas tuberías, había encontrado la ropa de Asbjørn. Un jersey que le había tejido yo misma, esto fue antes de que… Todavía no había empezado a hacer telares. El jersey estaba lleno de sangre. Totalmente empapado. Me puse furiosa. ¡Furiosa! Evidentemente pensé que Asbjørn había estado haciendo otra vez de las suyas, que de nuevo había matado a algún animal. Bueno. Fuera de mí, subí a su cuarto, y no sé qué me llevó a…

Era como si estuviera buscando las palabras, como si las hubiera estado ensayando durante mucho tiempo, pero no encontrara las que expresaban lo que quería decir.