– No era más que una sensación -continuó-. Al subir las escaleras, me vino a la cabeza la noche en que desapareció la pequeña Hedvik. Bueno, más bien pensé en el día siguiente. De madrugada, bueno… Evidentemente en ese momento no sabíamos nada de lo ocurrido. No se hizo pública la desaparición de la niña hasta un par de días después. -Se puso los dedos sobre las sienes, como si tuviera dolor de cabeza-. Me había despertado sobre las cinco de la mañana. Me pasa con frecuencia, desde siempre. Pero justamente aquella mañana, que luego se supo que era la mañana siguiente al asesinato de Hedvik, me dio la impresión de oír algo. Me asusté, claro; Asbjørn estaba en su fase más demencial y se le ocurrían cosas que sobrepasaban con creces todo lo que yo hubiera imaginado que pudiera hacer un adolescente. Oí pasos. Mi primer impulso fue levantarme para averiguar qué pasaba, pero me faltaron las fuerzas. Estaba completamente agotada. Algo me retenía, no sé muy bien qué. Más tarde, durante el desayuno, Asbjørn estaba mudo. Casi nunca estaba así. Normalmente ese chico hablaba por los codos. Incluso hablaba mientras escribía. Hablaba y gesticulaba. Siempre. Opinaba sobre tantas cosas… Supongo que opinaba demasiado, él… -De nuevo apareció una tímida sonrisa en su rostro-. Basta -se interrumpió a sí misma-. El caso es que esa mañana estaba muy callado. Geir, en cambio, estaba alegre y risueño. Yo…
Se le entrecerraron los ojos y contuvo la respiración. Daba la impresión de que estaba intentando rememorarlo todo, revivir en su mente lo ocurrido a lo largo de aquella mañana en una pequeña ciudad a las afueras de Oslo hacía muchos años, en 1956.
– Comprendí que tenía que haber sucedido algo -dijo Unni Kongsbakken despacio-. Geir era el niño callado. Por lo general no decía nada por las mañanas. Se limitaba a quedarse sentado, indeciso… Estaba a la sombra de Asbjørn. Siempre. También a ojos de su padre. A pesar de que Asbjørn era un joven anormalmente alocado que ni siquiera quería llevar el apellido de su padre, era como si Astor… lo admirara, por así decirlo. Veía algo de sí mismo en el chico, creo. Su propia fuerza. Su terquedad. Su petulancia. Así había sido siempre. Era como si Geir… sobrara, siempre. Aquella mañana, en cambio, estaba de buen humor y charlatán, y yo comprendí que algo debía de andar mal. Evidentemente no pensé en Hedvik. Como he dicho, no se supo nada del destino de la niñita hasta más tarde, pero algo en el comportamiento de los chicos hizo que me asustara tanto que no me atrevía a preguntar. Y, cuando más tarde, muchas semanas después, la noche antes de que Astor hiciera su alegato final contra Aksel Seier por la muerte de Hedvik Gåsøy… Cuando yo subía las escaleras con el jersey sanguinolento de Asbjørn en los brazos, completamente furiosa, de pronto…
Volvió a entrelazar los dedos. El pelo gris le caía pesadamente sobre uno de los hombros, y el ojo enrojecido lagrimeaba. Inger Johanne no estaba segura de si la mujer lloraba o de si tenía el ojo irritado.
– Me vino a la cabeza una especie de visión -prosiguió Unni Kongsbakken con un esfuerzo-. Entré en el cuarto de Asbjørn. Estaba escribiendo, como de costumbre. Cuando le lancé el jersey a la cara, él se limitó a encogerse de hombros y siguió escribiendo sin decir nada. «Hedvik», dije yo. «¿Es ésta la sangre de Hedvik?» Se volvió a encoger de hombros y continuó escribiendo a un ritmo frenético. Creí que me iba a morir en ese mismo instante. Se me nubló la vista y tuve que apoyarme en la pared para no caerme al suelo. Había pasado muchas noches en vela preocupada por ese chico, pero nunca, nunca creí que…
Descargó un manotazo sobre el mantel blanco, e Inger Johanne dio un respingo. Los cubiertos tintinearon y el camarero acudió corriendo.
– Todo está bien -le aseguró Inger Johanne al camarero, que se retiró con paso vacilante-. ¿Qué…? ¿Qué dijo luego?
– Nada.
– ¿Nada?
– No.
– Pero… Admitió que…
– No tenía nada que admitir, según se vio más tarde.
– No entiendo…
– Yo me quedé allí, reclinada contra la pared. Asbjørn no dejaba de escribir. Aún hoy no sé cuánto tiempo pasamos así, los dos solos. Quizá fue media hora. Yo sentí que… que lo había perdido todo. Tal vez se lo volví a preguntar. En todo caso, él no contestó. Escribía y escribía, como si yo no estuviese allí. Como si… -Ahora no cabía duda de que estaba llorando. Le brotaban lágrimas de ambos ojos, y se puso a buscar un pañuelo en la manga-. Entonces apareció Geir. No lo había oído llegar. De pronto me percaté de que estaba a mi lado, mirando el jersey que había caído al suelo. Se puso a llorar. «No pretendía hacerlo. No era mi intención», ésas fueron exactamente las palabras que utilizó. Tenía dieciocho años y lloraba como un niño pequeño. Asbjørn se levantó como un rayo y se abalanzó hacia su hermano. «¡Cállate!», chillaba, una y otra vez.
– ¿Geir? ¿Geir dijo que no había pretendido hacerlo, que…?
– Sí -respondió Unni Kongsbakken enderezando la espalda. Luego se enjugó con cuidado las lágrimas antes de volver a meterse el pañuelo en la manga-. Pero no le dio tiempo a decir casi nada más. Asbjørn lo noqueó, simple y llanamente.
– Pero esto significa que… No entiendo del todo…
– Asbjørn era la persona más bondadosa que te puedas imaginar -dijo Unni Kongsbakken, que ahora estaba más tranquila, respiraba mejor y había dejado de llorar-. Asbjørn era un chico muy cariñoso. Todo lo que escribió más tarde, todo aquello tan horrible, tan escandaloso, las blasfemias, las agresiones provocadas… Todo eso no era más que una pose. Asbjørn se limitaba a escribir. En el fondo era un hombre muy bueno. Y quería mucho a su hermano.
Inger Johanne tenía algo en la garganta, justo debajo de la laringe, que la obligó a tragar saliva. No le fue fácil. Quería decir algo, alguna cosa, pero le faltaban palabras.
– Fue Geir quien mató a la pequeña Hedvik, de eso estoy bastante segura.
Al servicio de salvamento le llevó más de tres cuartos de hora sacar al hombre del Opel azul siniestrado. Tenía el muslo completamente cercenado. El ojo izquierdo, una bola sanguinolenta, le había saltado de la cuenca y le colgaba sobre la mejilla. El volante del coche se encontraba a cien metros de distancia, y su soporte se había clavado hasta el fondo en la tripa del conductor.
– Está vivo -chillaba un hombre del servicio de salvamento-. ¡Joder! ¡El tipo está vivo!
Apenas una hora más tarde, el conductor del Opel azul yacía sobre una mesa de operaciones. Los pronósticos no eran muy optimistas, pero aún quedaba alguna esperanza.
Laffen Sørnes, en cambio, seguía mirando fijamente al cielo con medio cuerpo fuera de la ventanilla del Mazda 323 robado. Un policía poco experimentado estaba agachado sobre un arroyuelo, deshecho en llanto. Todavía había tres helicópteros sobrevolando el lugar del accidente, y sólo uno de ellos era de la policía.
TV2 estaba a punto de batir el récord de telespectadores en una emisión de tarde.
Ante la gran ventana del Café Grand pasaba la gente caminando. Algunos llevaban prisa. Otros paseaban tranquilamente, deambulando quizá, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Inger Johanne los seguía con la mirada. Intentaba concentrarse. Unni se había levantado de la mesa y se había ido sin explicar adónde. Su bolso, una gran bolsa de cuero con hebillas de metal, seguía allí, así que probablemente sólo había ido al servicio.
Inger Johanne estaba rendida.
Intentaba evocar la imagen de Geir Kongsbakken, pero su rastro se le escapaba. A pesar de que hacía poco más de un día que lo había visto, sólo conseguía recordar que tenía un aspecto insulso. Fornido y pesado, como sus padres. Recordaba también el olor de la cera y de la madera, el traje anodino que llevaba. La cara del abogado, en cambio, no era más que un contorno indefinido en su memoria.