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El cepillo estaba lleno de pelos muertos. A Inger Johanne le sorprendió lo claramente que se veían, incluso a aquella distancia. Eran grises y le recordaban a Aksel Seier.

65

Yngvar Stubø estaba solo en su despacho intentando reprimir una poco edificante sensación de alivio.

Laffen Sørnes había muerto como había vivido, huyendo de una sociedad que lo despreciaba. Era un final trágico y, sin embargo, Yngvar no podía evitar sentir cierta satisfacción. Con Laffen Sørnes fuera de escena quizá sería posible convencer a más gente de que se concentrara en el verdadero criminal, la verdadera presa. Aquella idea hacía que Yngvar respirara con mayor facilidad. Se sentía más fuerte, más enérgico que aquellos últimos días.

Hacía un buen rato que había apagado la televisión. Resultaba verdaderamente chocante ver a los periodistas revolotear en torno a aquel espectáculo dantesco sin plantearse ni por un segundo la gravedad de la tragedia que acababa de producirse ante las cámaras. Se estremeció y empezó a clasificar documentos.

Sigmund Berli irrumpió en el despacho.

Yngvar levantó la vista y frunció el ceño.

– Vaya, vaya -dijo dando golpecitos en la mesa con el dedo índice y señalando con la cabeza hacia la puerta-. ¿Hemos perdido los modales?

– La colisión -jadeaba Sigmund Berli-. Laffen Sørnes ha muerto, supongo que lo habrás oído. Pero el otro… -Le costaba respirar. Se posó la palma de las manos sobre las rodillas-. El otro… El hombre que iba en el otro coche…

– Siéntate, Sigmund. -Yngvar señaló la silla para invitados.

– El otro, hay que joderse… ¡Era Karsten Åsli!

Fue como si el cerebro de Yngvar sufriera un cortocircuito. El tiempo se detuvo. Intentó enfocar la mirada, pero los ojos se le habían quedado clavados al torso de Sigmund, que llevaba la corbata metida entre dos botones de la camisa. Era demasiado roja y encima tenía dibujos de pajaritos. La cola de una oca amarilla asomaba del hueco sobre el pecho. Yngvar no estaba seguro de si seguía respirando.

– ¿Has oído lo que he dicho? -bramó Sigmund Berli-. ¡El que ha chocado con Laffen era Karsten Åsli! Si tú tienes razón, esto significa que Emilie…

– Emilie -repitió Yngvar y se le entrecortó la voz. Intentó carraspear.

– ¡Karsten Åsli también está a punto de palmarla! ¿Cómo coño vamos a encontrar a Emilie si tienes tú razón, Yngvar, si Karsten Åsli la ha escondido y estira la pata?

Yngvar se levantó de la silla despacio, apoyándose en la mesa. Tenía que pensar. Tenía que concentrarse.

– Sigmund -dijo, ya con voz más firme-. Ve al hospital. Haz todo lo que puedas para que el tipo hable, si es posible.

– ¡Está inconsciente, idiota!

Yngvar se enderezó.

– Ya lo sé -dijo lentamente-. Por eso tienes que estar allí, por si se despierta.

– ¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer entretanto?

– Yo me voy a Snaubu.

– ¡Pero no tienes nada más de lo que tenías ayer, Yngvar! ¡Por muy gravemente herido que esté Karsten Åsli, no puedes entrar por la fuerza en su casa sin una orden judicial!

Yngvar se puso la chaqueta y le echó un vistazo al reloj.

– Me da igual -dijo tranquilamente-. Ahora mismo me importa un rábano.

66

Aksel se sorprendía de lo a gusto que se sentía en el cuartito en el que vivía Eva. Las paredes eran de un amarillo cálido y, a pesar de que la cama era de metal y de que las sábanas estaban marcadas como propiedad del Ayuntamiento de Oslo, seguía siendo el cuarto de Eva. Reconocía un par de cosas de su habitación alquilada en la calle Bru, donde ella le había curado con yodo la herida de la cabeza una noche de 1965. El ángel de porcelana con las alas extendidas, azul pálido con restos de pintura amarilla, se lo habían regalado para su confirmación. Lo recordó en cuanto pasó los dedos por la figura. El cuadro de la isla Hovedøya al atardecer se lo había regalado él. Ahora estaba colgado sobre la cama, con los colores más desvaídos que el día en que pagó quince coronas en la almoneda por aquel cuadro envuelto en papel de estraza atado con un cordón.

Eva también había palidecido.

Pero seguía siendo su Eva.

Tenía la mano destrozada por la enfermedad. En su rostro se apreciaban las huellas de ese dolor que no remitía nunca. El cuerpo no era más que una cáscara que envolvía a la mujer a la que Aksel Seier seguía amando. Él no decía gran cosa, y a Eva le llevó un buen rato contar su historia. De vez en cuando tenía que hacer una pausa para descansar. Aksel callaba y escuchaba.

Se sentía como en casa en aquella habitación.

– Cambió tanto… -dijo Eva en voz queda-. Todo se vino abajo. No tenía dinero para seguir con el caso. Si usaba lo último que quedaba de la herencia de mi madre, habría perdido la casa y entonces sí que no habría tenido ninguna oportunidad. Ya no ha vuelto a ser el mismo, Aksel. Estos últimos meses ni siquiera ha venido a verme.

Todo se iba a arreglar, pensaba Aksel. Había sacado sus tarjetas. De platino, le explicó al mostrárselas. Las tarjetas como ésa sólo se las daban a quienes tenían dinero. Él tenía dinero. Iba a arreglar aquello.

Todo iba a arreglarse ahora que Aksel por fin había vuelto.

– Podría haber venido antes -dijo.

Sólo que ella no se lo había pedido. Eso Aksel lo había tenido siempre claro; jamás volvería a Noruega mientras Eva no se lo pidiera. Aunque en realidad no se lo había pedido directamente, sí había una llamada de auxilio en lo que había escrito. La carta había llegado en mayo, no en julio como tocaba. Era una carta desesperada, y Aksel había reaccionado rompiendo con todo y volviendo a su país.

Aksel bebía zumo de un gran vaso que había sobre la mesilla, sabía a sano, sabía a Noruega, a sirope de grosella mezclado con agua. Un producto auténtico. Zumo noruego. Se secó la boca y sonrió.

De pronto oyó algo y se volvió a medias. El terror le recorrió el cuerpo. Soltó la mano de Eva y cerró el puño sin darse cuenta de lo que hacía. El policía de los ojos llorosos y el manojo de llaves, ese que quiso que Aksel confesara algo que no había hecho y que desde entonces lo había perseguido en sueños, iba vestido de otra manera, con un traje más anticuado, quizás. Este hombre llevaba una chaqueta más suelta y un pantalón con un ribete de cuadros blancos y negros en la parte inferior de cada pernera. Pero era policía. Aksel se dio cuenta inmediatamente y miró la ventana. La habitación de Eva estaba en el primer piso.

– ¿Eva Åsli? -preguntó el hombre, acercándose.

Eva murmuró una respuesta afirmativa. El hombre carraspeó y dio unos pasos más hacia la cama. Aksel percibía el olor a tapicería de piel y a aceite de coche que impregnaba su abrigo.

– Siento tener que decirle que su hijo ha sufrido un grave accidente. Karsten Åsli. Es su hijo, ¿no es cierto?

Aksel se levantó y enderezó la espalda.

– Karsten Åsli es nuestro hijo -dijo con parsimonia-. De Eva y mío.

67

Inger Johanne deambulaba por las calles sin saber adónde ir. Un desagradable viento soplaba entre los altos edificios del barrio de Ibsenquartalet, y ella se percató vagamente de que se dirigía hacia su despacho. No quería ir allí. A pesar de que tenía frío, quería estar al aire libre. Apretó el paso y decidió visitar a Isak y a Kristiane. Podían hacer una excursión a Bygdoy, los tres. Inger Johanne lo necesitaba. Tras casi cuatro años de custodia compartida de Kristiane, finalmente había aceptado el acuerdo. Cuando la echaba demasiado de menos, no tenía más que visitarla en casa de Isak. A él le gustaba que fuera y siempre se mostraba amable con ella. Inger Johanne se había acostumbrado a la situación, pero eso no significaba que le gustara. La asaltaba constantemente el deseo de abrazar a su niña, de estrecharla contra su cuerpo, de hacerla reír. Algunas veces la sensación era insoportablemente fuerte, como ahora. Normalmente le ayudaba pensar que Kristiane estaba bien con su padre, que él era tan importante para su hija como ella. Que así era como tenía que ser.