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– ¿De verdad crees que está aquí? -dijo ella al salir, estremeciéndose.

– No lo creo -repuso Yngvar dirigiéndose a toda prisa hacia la casa-. Lo sé.

Aksel Seier estaba sentado en el borde de una silla de tubos de acero con las manos en el regazo.

Karsten Åsli estaba inconsciente. Le habían contenido las hemorragias internas. Un médico le había explicado a Aksel que iba a ser necesario someterlo a más operaciones, pero que tenían que esperar a que el paciente se estabilizara un poco. Aksel había visto en los ojos del médico que alimentaba pocas esperanzas.

Karsten se iba a morir.

El aparato de respiración asistida suspiraba profunda y mecánicamente; Aksel se esforzaba por no respirar al compás del gran aparato y estaba empezando a marearse.

Karsten se parecía a Eva. Incluso con aquellos tubos que le salían por la nariz, el tubo de la boca, los tubos por todas partes y la cabeza vendada, Aksel lo veía perfectamente. Los mismos rasgos, la boca y los ojos grandes que sin duda eran azules bajo los párpados hinchados. Aksel Seier deslizó el dedo índice por la mano de su hijo. Estaba helada.

– Soy yo -susurró-. Your Dad is here.

Una sacudida recorrió el cuerpo de Karsten. Luego volvió a quedarse completamente inmóvil, en una habitación en la que el único ruido procedía de un aparato de respiración asistida jadeante y de un monitor cardíaco cuya luz roja brillaba sobre la cabeza de Aksel.

– No está aquí. Tenemos que aceptarlo.

Inger Johanne intentó sujetarle el brazo, pero Yngvar se soltó de un tirón y se dirigió a la puerta del sótano. Ya habían estado allí abajo tres veces, al igual que en el desván. Habían mirado en todos y cada uno de los armarios de la casa. Yngvar había llegado a desmontar una cama de matrimonio para revisar todos los huecos. Había abierto sin ton ni son todos los armarios de la cocina, incluso había echado varios vistazos al interior de la lavadora.

– Una vez más -le rogó él con desesperación y bajó corriendo las escaleras del sótano sin esperar respuesta.

Inger Johanne se quedó de pie en el salón. Yngvar había forzado la puerta. Los dos habían allanado la propiedad de otro hombre y sin una orden de registro. «Derecho de emergencia», había murmurado él cuando por fin consiguieron abrir la puerta. «Sandeces», le había respondido ella al entrar. Pero Emilie no estaba en la casa. Ahora, ahora que Inger Johanne por fin tenía un momento para pensar, comprendió que era todo una locura.

Yngvar sentía algo. Sentía que Emilie estaba cautiva en aquella pequeña granja, que la había secuestrado un hombre sin antecedentes penales y que la única prueba que tenía contra él era que había mantenido relaciones más o menos cercanas con un par de los familiares.

Esto era lo que sentía Yngvar y sobre esa base ella se había metido ilegalmente en el salón de un desconocido, en una casita en la montaña, lejos de todo el mundo.

– ¡Inger Johanne!

Ella no quería volver a bajar allí. El sótano estaba húmedo y lleno de polvo. Ya le estaba costando bastante respirar, incluso había empezado a toser.

– Sí -gritó en respuesta sin acercarse un ápice a la puerta-. ¿Qué pasa?

– ¡Ven aquí! ¿Oyes ese ruido?

– ¿Qué ruido? -inquirió ella, irritada.

– ¡Ven aquí!

Ella bajó las empinadas escaleras a regañadientes, pero vio que él tenía razón. Si se quedaban completamente callados sobre el suelo de hormigón, se oía un leve zumbido. Un sonido mecánico, constante y bajo.

– Suena como el ventilador de mi ordenador -susurró Inger Johanne.

– O un… como un aparato de ventilación. Quizá sea un…

Yngvar empezó a tantear las paredes con las manos. El cemento se soltaba por varios sitios. Un gran armario sin puertas estaba arrimado a la pared que Inger Johanne creía que debía de dar al este. Yngvar intentó mirar detrás. Se puso en cuclillas y estudió el suelo.

– Ayúdame -dijo agarrando el gran mueble-. Hay marcas en el suelo. Este armario ha sido movido varias veces.

No necesitaba su ayuda. El armario se deslizó con facilidad. Ocultaba una pequeña puerta que le llegaba a Yngvar a las caderas y que era evidentemente nueva, a juzgar por sus goznes brillantes. No tenía cerrojo. La abrió. Al otro lado de la puertecilla, un pasillo en el que apenas había espacio para que pasara un hombre adulto descendía a un nivel inferior. Yngvar entró a gatas e Inger Johanne lo siguió agachándose. Dos o tres metros más abajo se encontraba una pequeña habitación en la que los dos podían estar de pie y que tenía las paredes de hormigón y un tubo fluorescente en el techo. Ninguno de los dos dijo nada. Allí el sonido del sistema de ventilación se oía mejor. Los dos se quedaron mirando una puerta que había en la pared, una gran puerta de acero brillante.

Yngvar se sacó un pañuelo de la chaqueta y envolvió con él el pomo. Después abrió, despacio. Los goznes estaban bien lubricados; no chirriaron.

Una agria mezcla de olores corporales y suciedad hizo que a Inger Johanne le dieran arcadas.

También la luz al otro lado de la puerta era intensa. El cuarto debía de tener unos diez metros cuadrados. En él había un lavabo, un retrete y una estrecha cama de pino.

En la cama yacía una niña, desnuda. No se movía. Sobre el suelo había una pila de ropa bien doblada, y a los pies de la cama un edredón sucio sin funda. Inger Johanne entró en la habitación.

– Cuidado -la advirtió Yngvar.

Se había dado cuenta de que la puerta no tenía pomo por dentro. Había un gancho con el que se podía sujetar la puerta a la pared, pero por si acaso, él se quedó parado junto a la puerta para evitar que se cerrara.

– Emilie -dijo Inger Johanne en voz baja y se acuclilló ante la cama.

La niña abrió los ojos. Eran verdes. Los guiñó un par de veces, pero no conseguía enfocar la mirada. Sobre su escuálido pecho había una muñeca Barbie, con las piernas abiertas y un sombrero de vaquero. Inger Johanne posó con cuidado la mano sobre la de la niña.

– Me llamo Inger Johanne -dijo-. Estoy aquí para llevarte de vuelta a casa con tu papá.

Inger Johanne recorrió con la vista el cuerpo desnudo de la chiquilla, esquelético y con grandes costras en las rodillas. Los huesos de la cadera semejaban dos cuchillos afilados que parecían a punto de atravesar la fina película de piel pálida y transparente en cualquier momento. Inger Johanne lloraba. Se quitó la chaqueta, el jersey, la camiseta. Se quedó en sujetador y cubrió con su ropa el cuerpecillo de aquella niña que no decía una palabra.

– Hay ropa en el suelo -señaló Yngvar calladamente.

– No sé si es de ella -dijo Inger Johanne, sollozando, y levantó a Emilie en brazos.

La niña pesaba muy poco. Inger Johanne la estrechó delicadamente contra su propio cuerpo desnudo.

– Quizá sean cosas de él. Su ropa. Puede que sean de ese jodido…

– Papá -dijo Emilie-. Mi papá.

– Ahora mismo vamos a ir a buscar a papá -dijo Inger Johanne y le dio un beso en la frente a la niña-. Todo volverá a estar bien, pequeñina.

«Como si algo pudiera volver a estar bien alguna vez después de esto -pensó al acercarse a la puerta de acero, donde Yngvar le puso con suavidad su propia chaqueta sobre los hombros-. Como si alguna vez fueras a poder superar lo que has pasado en esta cámara mortuoria.»

Al salir de la habitación, despacio y con cuidado para no asustar a la niña, vio que había unos calzoncillos en el suelo, junto a la puerta. Estaban sucios y eran verdes. Un elefante alzaba su gruesa trompa con descaro junto a la bragueta.

– Dios santo -jadeó Inger Johanne con la boca muy cerca del pelo apelmazado de Emilie.

68

Eran las dos de la madrugada del viernes 9 de junio de 2000. Las nubes bajas dejaban caer una lluvia ligera sobre Oslo. Los meteorólogos habían prometido noches templadas y tiempo seco, pero fuera la temperatura no debía de superar los cinco grados. Inger Johanne cerró la puerta de la terraza. Se sentía como si no hubiera dormido en una semana. Al intentar seguir con la mirada las gotas que se deslizaban a trompicones por la ventana del salón, le dio dolor de cabeza. Cuando intentaba estirar el cuerpo sentía pinchazos en la espalda, pero a pesar de todo le resultaba imposible acostarse. Sobre el cristal de la ventana del salón, más o menos a la altura de la cadera y bien visible contra el difuso dibujo que formaba el agua en el exterior, se veía la huella de la mano de Kristiane. Dedos chatos dispuestos como pétalos en un círculo irregular. Inger Johanne acarició las huellas.