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La niebla se había deshecho en jirones que se deslizaban hacia el este sobre las copas de los árboles, pero en cambio se había desatado una lluvia torrencial. Un pastor inglés empapado correteaba en torno a Kristiane y salía disparado, ladrando, en pos de las piedras que ella arrojaba entre gritos de entusiasmo.

– Pero ¿por qué te ha contado todo esto Alvhild Sofienberg?

– Mmmh.

– ¿Por qué te cuenta esto ahora? ¿Treinta y… treinta y cinco años más tarde?

– Porque el año pasado sucedió algo extraño. La duda la ha perseguido durante todos estos años, y ahora que es pensionista había decidido hacer lo posible por averiguar qué había ocurrido. Se puso en contacto con el Archivo Nacional y el Archivo Estatal para conseguir los documentos, y resulta que ya no existen.

– ¿Cómo?

– Que han desaparecido. No están en el Archivo Nacional ni en el Archivo Estatal. La policía local de Oslo no los encuentra, y tampoco la de Romerike. Más de un metro de documentos se ha evaporado sin más.

Kristiane, que se había levantado de su charco, se acercó a ellos dando pasitos cortos, mojada y embarrada de la cabeza a los pies.

– Me alegro de que no vengas conmigo en el coche -dijo Isak, acuclillándose delante de ella-. Pero nos vemos el Diecisiete de Mayo, ¿no?

– ¿Le das un beso a papá antes de que nos vayamos? -preguntó Inger Johanne.

Kristiane se dejó abrazar lánguidamente, con la mirada perdida.

– ¿Crees que lo conseguirás, Isak?

– Claro -respondió él sin despegar los ojos de la niña-. Soy brujo, ya sabes. Si Aksel Seier sigue vivo, habré averiguado dónde vive en menos de una semana. Garantizado.

– En esta vida no hay garantías -replicó Inger Johanne secamente-. Pero te agradezco que lo intentes. Si alguien lo puede conseguir, ése eres tú.

– Sure thing -dijo Isak y subió al TT-. Nos vemos el miércoles.

Ella lo siguió con la vista hasta que su coche desapareció tras el risco que se alzaba junto a Kringsjå.

Ella sabía ahora que Isak nunca dejaría de ser un niño grande, pero no lo había entendido a tiempo. Hacía años, antes de que naciera Kristiane, había admirado su ligereza, su entusiasmo, su optimismo; la confianza infantil en que todo se podía arreglar. Él había edificado todo su futuro sobre una sólida confianza en sí mismo: había fundado una compañía punto com antes de que casi nadie supiera qué era eso y había tenido la sensatez de vender a tiempo. Ahora se lo pasaba en grande unas horas al día en su mundo informático, participaba en regatas la mitad del año y, en su tiempo libre, ayudaba al Ejército de Salvación a localizar a gente desaparecida.

Inger Johanne lo había amado por la euforia con la que se enfrentaba al mundo, por el modo en que se encogía de hombros cuando las cosas se complicaban demasiado, un gesto que lo hacía tan atractivamente diferente de ella misma.

Luego vino Kristiane. Los primeros tiempos se desvanecieron entre las tres operaciones de corazón, la vigilia y el miedo. Cuando por fin se despertaron tras su primera noche de sueño ininterrumpido, era ya demasiado tarde. Mantuvieron con vida su tambaleante matrimonio durante un año más, pero tras una estancia familiar de dos semanas en el Centro Estatal de Psiquiatría Infantil y Juvenil, adonde acudieron con la vana esperanza de obtener el diagnóstico de Kristiane, decidieron divorciarse. Quedaron, si no exactamente como amigos, sí por lo menos con el respeto mutuo más o menos intacto.

Nunca les dieron un diagnóstico preciso. Kristiane vagaba por su pequeño universo interior, y los médicos no hacían más que menear la cabeza. Autista, quizá, decían, pero fruncían el entrecejo ante la obvia capacidad de la niña para relacionarse y su gran necesidad de contacto físico. «Qué más da -decía Isak-, la niña está bien, la niña es nuestra y a mí me importa una mierda el problema que tenga.» No entendía lo importante que era descubrir la naturaleza de su mal, aplicarle una terapia. Hacer posible que Kristiane desarrollara todo su potencial.

Isak era tan jodidamente irresponsable…

El problema era que nunca había llegado a aceptar que era padre de una niña discapacitada.

Isak miró por el retrovisor. Inger Johanne tenía un aspecto cansado, un poco avejentado. Siempre se tomaba las cosas a la tremenda. Lo que él quería proponerle era que Kristiane viviera siempre con él, no sólo la mitad del tiempo, como hasta ahora. Se lo notaba cada vez: cuando le entregaba a Kristiane después de una semana, veía a Inger Johanne despabilada y más o menos descansada. Cuando ella le devolvía a la niña el domingo siguiente, Inger Johanne estaba de un humor sombrío, tenso e irritable. Eso no era bueno para Kristiane, como tampoco lo era esta eterna procesión por las consultas de especialistas y expertos. Isak no entendía esa obsesión por averiguar qué le ocurría a la niña. Lo importante era que ahora el corazón le funcionaba perfectamente, comía bien y se encontraba estupendamente. Su hija era feliz. De eso a Isak no le cabía la menor duda.

Inger Johanne había madurado demasiado pronto. Hacía años, antes de que naciera Kristiane, a Isak eso le había resultado atractivo, sexy. La ambición de Inger Johanne, la seriedad con la que lo hacía todo, sus anhelos, su eficacia; él se había enamorado de su juiciosa sistematización, de su admirable dedicación a los estudios y al trabajo que tenía en la universidad.

Luego llegó Kristiane.

Isak amaba a esa niña. Era su niña. A Kristiane no le pasaba nada malo. No era como los demás, pero era ella misma. Con eso bastaba. La opinión de todos los especialistas del mundo era irrelevante para él, pero no para Inger Johanne. Ella siempre tenía que llegar al fondo de las cosas.

Era tan jodidamente responsable…

El problema era que nunca había llegado a aceptar que era madre de una niña discapacitada.

10

El comisario Yngvar Stubø tenía pinta de jugador de fútbol americano. De complexión recia, rebasaba la barrera del sobrepeso pese a que su estatura no era en realidad superior a la media. Los kilos de más se repartían uniformemente entre los hombros, la nuca y los muslos. El tórax le tensaba la camisa de color blanco tiza en cuyo bolsillo, sobre el corazón, llevaba dos tubos de metal. Antes de caer en la cuenta de lo que era aquello en realidad, Inger Johanne Vik creyó que el hombre iba por ahí con unos cartuchos de escopeta.

Él había enviado un coche para buscarla. Era la primera vez que alguien hacía algo parecido por Inger Johanne Vik. Ella se había sentido incómoda, le había rogado que no se tomase esa molestia, que había Metro, que podía ir en taxi. De ninguna manera, había insistido Stubø, y le mandó un Volvo, un coche anónimo, azul marino, con un joven al volante.

– Esto parece el servicio secreto -comentó ella con una sonrisa tensa cuando le estrechó la mano a Stubø-. Un Volvo azul marino y un chófer mudo con gafas de sol.

La risa del hombre era tan contundente como la garganta de la que provenía. Tenía los dientes blancos, regulares, con un brillo de oro en una muela del lado derecho.

– No se preocupe por Oskar. Aún tiene mucho que aprender.

Un ligero olor a puro flotaba en el ambiente. Sin embargo, no había un solo cenicero en el despacho. El escritorio era anormalmente grande. En un extremo había una pila de carpetas bien ordenadas, en el otro un ordenador apagado. Detrás de la silla en la que estaba sentado Stubø, colgaban en la pared un mapa de Noruega, una placa del FBI y una gran fotografía de un caballo marrón, tomada en verano en un prado de flores silvestres. El caballo, con la mirada fija en el objetivo de la cámara, había sacudido la cabeza en el momento del disparo, de manera que la crin formaba una aureola en torno a su cabeza.