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Esa noche, mientras ella y el rey descansaban juntos en el lecho, se los mencionó.

-Me parece advertir cierto engreimiento en ellos.

-No nos preocupemos por ellos -respondió el rey.

-Pero, Enrique, no me gustaría veros dominado por ninguno de vuestros súbditos.

-¡Yo... dominado por Villena y Carrillo! Mi querida Juana, eso no es posible. -

-A veces se conducen como si ellos fueran los amos, y considero que eso es humillante para vos.

-Ah... habéis estado escuchando a sus enemigos.

-He sacado mis propias conclusiones.

Enrique hizo un gesto que indicaba que tenían ocupaciones más interesantes que hablar de sus ministros, pero Juana se mostró inflexible. Creía que los dos cortesanos la vigilaban con demasiada atención, que esperaban que ella prestara oídos a sus consejos -e incluso a sus instrucciones- por el solo hecho de que habían desempeñado cierto papel en su venida a Castilla. Juana no estaba dispuesta a tolerarlo, y sabía que ahora, mientras el entusiasmo de Enrique por ella estaba en el punto culminante, era el momento de conseguir que redujera el poder del marqués y el arzobispo.

Todo eso la llevó a hacer caso omiso de los gestos de él; sentándose en la cama, se abrazó las rodillas y empezó a decirle que era absurdo que un rey concediera demasiado poder a uno o dos de sus súbditos.

Enrique bostezó. Por primera vez, temía haber tropezado con una de esas mujeres fastidiosas, entrometidas, y pensó en lo desagradable que sería eso en quien de tantas otras maneras lo satisfacía.

Al día siguiente, mientras se dirigía a los aposentos de su mujer, el rey se encontró con Alegre.

Estaban los dos solos en una de las antesalas, y Alegre lo saludó con una modesta reverencia al verlo acercarse. Aunque tenía inclinada la cabeza, cuando el rey estaba por pasar junto a ella levantó los ojos hasta su rostro con una mirada tal que lo movió a detenerse.

-¿Te sientes feliz aquí en Castilla? -preguntó Enrique.

-Muy feliz, Alteza. Pero nunca tanto como en este momento en que cuento con la atención exclusiva del rey.

-Vaya -contestó Enrique con la fácil familiaridad que le era característica-, pues se necesita poco para hacerte feliz.

Alegre le tomó la mano para besársela, y mientras lo hacía volvió a levantar hasta los de él sus ojos, llenos de sugerencias tan provocativas que no podían escapársele a un hombre del temperamento de Enrique.

-Te he visto más de una vez en compañía de la reina, y me ha dado gran placer ver que estás aquí con nosotros -aventuró el rey.

Ella seguía sonriéndole.

-Levántate, por favor.

Alegre obedeció, mientras el rey recorría con mirada de conocedor el cuerpo flexible y joven. Ya conocía él ese tipo. Ávida y de sangre ardiente; esa mirada era inconfundible. Alegre lo observaba de una manera que el rey podría haber considerado insolente si la joven no hubiera sido dueña de tan estupendos atractivos.

Le palmeó la mejilla y dejó que su mano se deslizara hasta el cuello de Alegre.

Después, súbitamente, le ciñó la cintura y la besó en los labios. Comprendió que no se había equivocado. La reacción de Alegre fue inmediata, y el breve contacto fue muy revelador para Enrique.

Más que dispuesta, la muchacha estaba ansiosa de ser su amante; y no era de esas mujeres que intentan meterse en los asuntos de Estado; en su vida no había más que una cosa realmente importante. El fugaz abrazo se lo había dicho.

La soltó y siguió su camino.

Los dos sabían perfectamente que ese primer abrazo no sería el último.

Bajo el cielo raso tallado, en el salón iluminado por un millar de velas, el rey bailaba, y su pareja era la dama de honor de la reina.

Juana los observaba.

¡Esa mujer no se atreverá!, decíase para sus adentros al recordar una conversación sobre el amante de Alegre, que en aquel momento no sabía el papel que le esperaba. ¡Qué desvergüenza! ¿Acaso no sabe que mañana mismo podría mandarla de vuelta a Lisboa?

Pero se equivocaba. Alegre era de naturaleza lasciva, lo mismo que Enrique; al bailar se traicionaban, y cuando dos personas así bailan juntas... Pero eso era, precisamente. Cuando se juntan dos personas como Alegre y Enrique, el resultado no puede ser más que uno.

Esa misma noche hablaría con Enrique. Y con Alegre.

Juana no se dio cuenta de que tenía fruncido el ceño, ni de que un hombre joven, en quien la reina ya se había fijado en varias ocasiones, se había acercado hasta quedar de pie junto a su silla.

Era alto, casi tanto como Enrique, cuya talla era excepcional. De una apostura impresionante, tenía el pelo casi azul de tan negro y brillantes ojos oscuros; sin embargo, era de piel más clara que la del pelirrojo Enrique. Juana lo consideraba como uno de los hombres más atractivos de la corte de su mando.

-¿Vuestra Alteza está molesta? -inquirió-. Me pregunto si habrá algo que yo pueda hacer para borrar el ceño de esa frente exquisita.

Juana le sonrió.

-¡Molesta! Por cierto que no. Estaba pensando que este es uno de los bailes más agradables que he presenciado desde que estoy en Castilla.

-Vuestra Alteza debe perdonarme. En cada ocasión en que he tenido el honor de encontrarme en vuestra compañía, he percibido agudamente vuestros estados de ánimo. Cuando sonreíais, me alegraba; ahora que he creído veros preocupada, estaba ansioso por eliminar la causa de vuestra preocupación. ¿Lo consideráis una impertinencia, Alteza?

Juana lo observaba. El desconocido le hablaba con la deferencia que se debe a una reina, pero sin intento alguno de disimular la admiración que despertaba en él la mujer. Juana oscilaba entre

la desaprobación y el deseo de seguir oyéndolo. Finalmente, lo perdonó. En la corte de Enrique, los modales eran los que dictaba el rey, es decir que habían llegado a cierto grado de tolerancia.

Al mirar a los bailarines, vio cómo la mano de Enrique se apoyaba en el hombro de Alegre, acariciante.

-¡Qué mujer insolente! -comentó con voz colérica el joven desconocido.

-¿Decíais, señor? -reprobó la reina.

-Ruego a Vuestra Alteza que me perdone. Me he dejado llevar por mis sentimientos.

Juana decidió que él le gustaba, y que quería mantener la con- versación.

-Hasta yo dejo a veces que mis sentimientos vayan más allá de la dignidad propia de una reina -coincidió.

-Es que en tales circunstancias... -asintió él, apasionadamente-. Pero lo que me deja atónito es... ¿cómo es posible?

-¿Os referís al galanteo del rey con mi dama de honor? Conozco a ambos, y os aseguro que nada hay de qué asombrarse.

-El rey ha sido siempre aficionado a las damas.

-Eso me han dicho, desde antes de que viniera.

-En otro momento, era comprensible. Pero con una reina como... Alteza, os ruego que me perdonéis.

-Otra vez os habéis dejado ganar por vuestros sentimientos. Fuertes y violentos han de ser, para llegar a prevalecer sobre vuestros modales.

-Muy fuertes son, Alteza.

En los ojos oscuros ardía la adoración. Juana perdonó a Enrique, y perdonó incluso a Alegre, porque si ellos no se hubieran visto de tal manera abrumados por el recíproco deseo, no estaría ella, en ese momento, aceptando las atenciones de ese tan apuesto caballero.

Era, y Juana se felicitó al notarlo, mucho más guapo que el rey; era también más joven, y a él no habían empezado todavía a notársele las huellas del desenfreno. Juana había dicho desde el primer momento que si dejaba que el rey hiciera su vida, ella haría la suya, y ya podía imaginarse una vida muy placentera con ese joven caballero.

-Quisiera saber -expresó- el nombre del dueño de tan poderosas pasiones.

-Es Beltrán de la Cueva, que se pone en cuerpo y alma al servicio de Vuestra Alteza.

-Gracias -respondió la reina-. Estoy cansada de contemplar la danza.