Se puso de pie y apoyó la mano en la de él; y mientras bailaba con Beltrán de la Cueva Juana se olvidó de observar cómo se conducían el rey y su dama de honor.
En su aposento, mientras sus damas la preparaban para acostarse, la reina advirtió que Alegre no se encontraba entre ellas.
¡Qué mujerzuela!, pensó. Pero, por lo menos, tiene la decencia de no presentarse esta noche ante mí.
Preguntó a otra de sus camareras dónde estaba Alegre.
-Alteza, le dolía la cabeza y nos pidió que si advertíais su ausencia os rogáramos que la perdonarais por no asistir. Se sentía tan mareada que apenas si podía tenerse en pie.
-Excusada está -aceptó la reina-. Pero habréis de advertirle que sea más cuidadosa en estas ocasiones.
-Le haré presente vuestra advertencia, Alteza.
-Decidle que si descuida su... salud, puedo verme precisada a enviarla de nuevo a Lisboa. Tal vez el aire de su país natal sea mejor para ella.
-Eso la alarmará, Alteza. Está enamorada de Castilla.
-Me pareció advertirlo -comentó secamente la reina.
Estaba lista ya para acostarse. Sus doncellas la llevarían al lecho y, una vez acostada, la dejarían. Poco después el rey, tras haber sido a su vez preparado por sus servidores, vendría a re-unírsele, como lo había hecho todas las noches desde su matrimonio.
Pero, antes de que las damas de honor se hubieran retirado, llegó un mensajero del rey.
Su Alteza se hallaba un poco indispuesto, y esa noche no visitaría a la reina. Le enviaba su más devoto afecto y sus deseos de que pasara una buena noche.
-Os ruego que digáis a Su Alteza -respondió Juana- que me aflige profundamente saberlo indispuesto. Sin tardanza iré a ver si tiene todo lo necesario. Aunque sea su reina, soy también
su esposa, y creo que es deber de una esposa cuidar de su marido en salud y enfermedad.
El mensajero se apresuró a explicar que aunque la indisposición de Su Alteza era muy leve, su médico le había administrado un somnífero que sólo sería eficaz si no se lo molestaba hasta la mañana siguiente.
-Cuánto me alegro de haberos comunicado mis intenciones -declaró Juana-. Me habría afligido muchísimo en caso de haberlo molestado.
El mensajero del rey fue acompañado a la puerta de la cámara de la reina, y las damas de honor de ésta, más silenciosas que de costumbre, terminaron con la ceremonia de acompañarla al lecho y se despidieron de ella.
Juana se quedó durante algún tiempo cavilando sobre el nuevo estado de cosas.
Estaba muy enojada. Era demasiado humillante verse descuidada por obra de su dama de honor y no le cabía duda de que tal era lo que sucedía.
¿Qué debería hacer al respecto? ¿Hablar con Enrique de su descubrimiento? ¿Asegurarse de que algo así no pudiera volver a suceder?
Pero, ¿de qué manera conseguirlo? La reina empezaba ya a entender a su marido. Enrique era débil; quería preservar la paz a cualquier precio. ¿A cualquier precio? Casi a cualquier precio. Cuando se trataba de ir en pos del placer su decisión era tan inflexible como la de un león o la de cualquier otra fiera en pos de su presa. ¿Hasta qué punto permitiría que Juana se inmiscuyera si lo que estaba en juego era separarlo de su nueva amante?
La reina había oído la historia de su predecesora. Hasta último momento, la pobre Blanca había creído hallarse a salvo, pero Enrique no había tenido el menor escrúpulo en enviarla de vuelta a su corte. Blanca había tenido doce años de experiencia con ese hombre y ella, Juana, era una recién llegada en Castilla. Tal vez fuera una imprudencia desencadenar la cólera de su marido. Quizá fuera mejor esperar para ver cuál era la mejor manera de vengarse de la infidelidad de su marido y de la deslealtad de su dama de honor.
Sin embargo, estaba decidida a descubrir si realmente estaban juntos esa noche.
Se levantó de la cama, se envolvió en un peinador y entró en el aposento contiguo, donde dormían sus camareras.
-¡Alteza! -varias mujeres se sentaron en la cama, y había alarma en el tono de las exclamaciones.
-No os alarméis -las tranquilizó la reina-. Por favor, que una de vosotras me traiga un vaso de vino. Tengo sed.
-Sí, Alteza.
Alguien salió en busca del vino y Juana regresó a su habitación, pero ya había visto lo que quería: la cama que debería haber ocupado Alegre estaba vacía.
Le trajeron el vino y Juana se quedó mirando con aire ausente el juego de la luz oscilante de las velas sobre las paredes cubiertas de tapices, mientras bebía lentamente y empezaba a planear cuál sería su venganza.
Le enfurecía pensar que una de sus sirvientas hubiera pasado por encima de ella, de Juana de Portugal.
«Haré que sea enviada de vuelta a Lisboa», masculló. «No importa lo que él diga; insistiré. Tal vez Villena y el arzobispo se pongan de mi parte. Después de todo, lo que ellos desean es verme encinta sin demora».
Entonces oyó las dulces notas de un laúd que tocaba bajo su ventana, y escuchó cómo la voz del ejecutante se elevaba en una canción de amor que esa misma noche había escuchado Juana en el salón de baile.
Las palabras eran las de un amante que suspira por su amada, declarando que preferiría la muerte antes que verse rechazado por ella.
La reina tomó una vela y se aproximó a la ventana.
Allí abajo estaba el joven que tan ardorosamente había hablado con ella en el baile. Durante unos momentos, los dos se contemplaron en silencio; después, él empezó nuevamente a cantar, con voz profunda, vibrante, apasionada.
La reina regresó a su lecho.
Lo que sucediera en algún rincón del palacio entre su marido y su dama de honor había dejado de importarle. Sus pensamientos eran solamente para Beltrán de la Cueva.
LOS ESPONSALES DE ISABEL
Isabel se despertó de su sueño. Se sentó en la cama, diciéndose que no podía ser aún de día; estaba demasiado oscuro.
-Despiértate, Isabel.
Era la voz de su madre, y un escalofrío de aprensión recorrió a la niña. Allí estaba la reina viuda, sosteniendo en la mano un candelabro, el pelo flotante sobre los hombros, enormes los ojos en el rostro pálido y desencajado.
La infanta empezó a temblar.
-Alteza... -murmuró-, ¿es ya de mañana?
-No, no. No has dormido más que una hora o poco más. Hay una noticia maravillosa... tanto que he decidido despertarte para hacértela saber.
-Una noticia... ¿para mí, Alteza?
-Vaya, qué niña dormilona eres. Deberías estar bailando de alegría. Esta noticia maravillosa acaba de llegar de Aragón. Tendrás marido, Isabel. Es una gran alianza.
-¿Marido, Alteza?
-Ven, no te quedes allí. Levántate. ¿Dónde está tu abrigo? -la reina viuda dejó escapar una aguda risa-. Estaba resuelta a traerte yo misma esta noticia; no quería que nadie más te la diera. Toma, niña. Envuélvete en esto. ¡Así! Ahora, ven conmigo. Este es un momento solemne. Han pedido tu mano en matrimonio.
-¿Quién la ha pedido, Alteza?
-El rey Juan de Aragón, en nombre de su hijo Fernando.
—Fernando -repitió Isabel.
-Sí, Fernando. Claro que no es el hijo mayor del rey, pero he oído decir, y sé que es la verdad, que el rey de Aragón ama más las uñas de Fernando que el cuerpo todo de los tres hijos que tiene de su primer matrimonio.
-Alteza, ¿es que tiene las uñas tan diferentes de las de otras personas?
-Ay, Isabel, Isabel, qué niña eres todavía. Y Fernando es un poco menor que tú... un año casi, once meses. Es decir que aún es apenas un muchachito, pero estará tan encantado de establecer una alianza con Castilla como tú con Aragón. Y yo, hija mía, estoy contenta. Tú ya no tienes padre, y tus enemigos en Madrid harán todo lo posible por privarte de tus derechos. Pero el rey de Aragón te ofrece su hijo. El matrimonio se celebrará tan pronto como tengáis la edad necesaria. Entretanto, puedes considerarte comprometida. Ahora, debemos orar. Debemos agradecer a Dios esta enorme buena suerte, y al mismo tiempo pediremos a los santos que cuiden bien de ti, que te guíen hacia un gran destino. Ven.