-No lo dijo. Se comenta que su honor se lo impedía. El rey se mostró complacido. Dijo que la gallardía de Beltrán de la Cueva lo había impresionado al punto de que, para celebrar la ocasión, haría erigir un monasterio dedicado a San Jerónimo.
-¡Qué cosa más extraña! ¿Dedicar un monasterio a San Jerónimo porque un cortesano proclama los encantos de su señora?
-Vuestra Alteza debería haber visto al caballero. Parecía que estuviera en trance. Y el rey se quedó impresionadísimo por su devoción a la misteriosa dama.
-¿Y tenéis vosotras alguna idea de quién puede ser?
Las doncellas se miraron.
-¿Lo sabéis? -insistió Juana.
-Alteza, todos saben que la devoción de ese caballero se dirige únicamente a una que no puede responder a su amor, tan elevado es el lugar que ocupa. En la corte no podría haber más que una dama que responda a tal descripción.
-¿Os referís a... la reina de Castilla?
-A vos misma, Alteza. Se cree que el rey quedó tan complacido por la devoción de ese hombre hacia vos que por eso tuvo ese gesto.
-Pues yo lo agradezco -concluyó con ligereza Juana-. Tanto a Beltrán de la Cueva como al rey.
La reina sentía que en alguna medida, su dignidad le había sido restaurada, y se daba cuenta de que su gratitud hacia Beltrán de la Cueva era infinita.
Juana se había retirado a sus habitaciones, pero no dormía. Sabía que el hombre que evidentemente esperaba convertirse en su amante no tardaría en estar bajo sus ventanas.
Todo se presentaba tan fácil. Juana no tenía más que hacer una pequeña señal.
¿Era peligroso? Sería imposible mantener una cosa así en un total secreto. Al parecer, pocas eran las acciones de reyes y reinas que pudieran escapar de la luz de la publicidad. Y sin embargo, por ella de la Cueva había hecho ese gesto magnífico.
Además, tenía la sensación de que el rey no se opondría a que ella tuviera un amante. Enrique deseaba seguir por su propia senda de promiscuidad y en opinión de Juana lo que lo irritaba en su primera mujer era su virtud. Para un hombre como Enrique, la virtud de alguien a quien él engañaba podía ser irritante. ¿Y si fueran ciertos los rumores de que Enrique era estéril? ¿Culparían a Juana como habían culpado a Blanca? Sería más probable que Enrique siguiera conservándola como esposa si ella no dejaba de ser encantadora y tolerante pese a la vida escandalosa de él.
Y había algo más: Juana siempre había tenido conciencia de sus propias necesidades sexuales. La segunda esposa de Enrique de Castilla era muy diferente a la primera.
Sintió cierta inquietud al acercarse, lenta pero deliberadamente, a la ventana.
La noche era oscura y calurosa, embalsamada por el aroma de las flores. Allí estaba él, exactamente como había presentido; al verlo, Juana se excitó. Nadie podría decir que ella se rebajaba al aceptarlo por amante. Era, sin duda, no sólo el hombre más apuesto de la corte; también el más valiente.
Levantó una mano para saludarlo.
Casi podía percibir las oleadas de euforia que emanaban de él.
Beltrán de la Cueva estaba satisfecho de sí, pero era demasiado avisado para no advertir que la nueva senda en que se embarcaba estaba erizada de peligros.
La reina lo había atraído inequívocamente desde la primera vez que la viera, y desde entonces había sido su ambición convertirse en su amante; pero sabía que la venia debía recibirla del rey, y ahora calculaba de qué manera podría seguir contando con la gracia de éste, al tiempo que disfrutaba también de su intimidad con la reina.
Era una situación extraña, pues lo que esperaba era gozar del favor del rey en tanto que era el amante de la reina. Pero Enrique era un marido blando, un hombre que, dedicado a los placeres de la carne, quería ver actuar de igual manera a quienes lo rodeaban. No sería él quien apreciara a los virtuosos; la virtud
lo irritaba, porque en él había una conciencia que el rey trataba de ignorar, y que la virtud movilizaba.
El futuro estaba lleno de esperanzas, pensaba Beltrán de la Cueva. Realmente, no veía por qué no aprovechar doblemente su nueva relación con la reina.
Mantenerla secreta era imposible.
La reina le había dado acceso a sus habitaciones y era inevitable que alguna de las damas de honor descubriera esas visitas nocturnas; y una de las doncellas se lo comentaría a otra y tarde o temprano el episodio sería motivo de habladurías en la corte.
Ante la reina, ocultaba su ansiedad.
-Si el rey descubriera lo que ha sucedido entre nosotros -le dijo en la quietud del dormitorio-, no creo que mi vida valiera un ardite.
Con un gesto de terror fingido, Juana se abrazó a él. Fingir que era peligroso daba un encanto adicional al amor de ambos.
-Entonces, no debéis volver -le susurró.
-¿Creéis que el temor de la muerte me apartaría de vos?
-Sé que sois valiente, mi amor, tanto que no pensáis en el riesgo que vos mismo corréis. Pero yo lo tengo continuamente presente. Os prohíbo que volváis aquí.
-Es la única orden que podéis darme que yo no podría obedecer.
Esa clase de conversaciones eran estimulantes para ambos. De la Cueva disfrutaba al verse como el amante invencible; en el caso de Juana, su autoestima se fortalecía. Ser de esa manera amada por quien era considerado el hombre más atractivo de la corte podía provocar en ella una total indiferencia hacia el enredo amoroso entre su marido y su dama de honor.
Además, había oído decir que Enrique estaba ya dividiendo sus atenciones entre Alegre y otra cortesana, y eso le resultaba gratificante.
Enrique debía estar al tanto del vínculo entre Juana y Beltrán pero no daba muestras del menor rencor; más aún, hasta parecía complacido. Juana estaba encantada con el giro que tomaban los acontecimientos. Eso demostraba que había tenido razón al decidir que, si ella dejaba que Enrique tuviera amantes sin hacerle reproches, tampoco su marido le plantearía objeciones si alguna vez ella se entretenía con un amante.
Una situación muy satisfactoria, pensaba la reina de Castilla.
Beltrán de la Cueva también se sentía aliviado; Enrique le demostraba mayor amistad que nunca. Fascinantes circunstancias, pensaba, en las que podía esperar tanto el apoyo de la reina como el del rey.
Entretanto, en el palacio de Arévalo, la niñita crecía.
Al evocar su pasado, recordaba con piedad a aquella Isabel que no había tenido a su Fernando, porque para ella Fernando se había vuelto tan real como su hermano, su madre o cualquiera de los que vivían en el palacio. En ocasiones, le llegaba alguna noticia referente a él. Que era muy apuesto; que toda la corte de Aragón lo adoraba; que la rencilla entre su padre y el medio hermano de Fernando era por causa de Fernando. En la Casa Real de Aragón no terminaban de lamentar que Fernando no hubiera nacido antes que Carlos.
Con frecuencia, al encontrarse ante un dilema, Isabel se preguntaba: «¿Qué haría Fernando?»
Tanto era lo que hablaba de él con Alfonso, que su hermano menor le decía:
-Se diría que Fernando estuviera realmente aquí con nosotros. Nadie creería que tú no lo has visto jamás.
Esas palabras afectaban a Isabel, ya que para ella era casi una ofensa que le recordaran que jamás había visto a Fernando. A veces pensaba también que había infringido su habitual decoro, al hablar tanto de él, y que era algo que debía evitar.
Pero aunque no lo hablara con su hermano, eso no le impedía seguir pensando en Fernando. Le era imposible imaginarse la vida sin él.
Por él y para él estaba decidida a ser una perfecta esposa, una reina perfecta, pues creía que, pese a su hermano Carlos, Fernando sería algún día rey de Aragón. Isabel ya era experta en labores de aguja y no sólo quería ser maestra en el bordado, sino también en la costura.
-Cuando esté casada con Fernando -dijo en una ocasión a su hermano-, yo le haré todas las camisas. No le dejaré usar ninguna cosida por otras manos.