-El matrimonio ha sido estéril, Alteza.
-Pero...
-La fórmula no significaría una mancha para vuestra regia virilidad, Alteza. Podríamos decir que este desdichado estado de cosas se debió a alguna influencia maligna.
-¿A una influencia maligna?
-Se lo podría presentar como brujería. Sin profundizar dema-
siado en el tema, estamos seguros de que, en las actuales circunstancias, todos coincidirían en que Vuestra Alteza debe repudiar a su actual esposa y tomar nueva mujer.
-¡Y Segovia accedería a declarar nulo el matrimonio!
-Así es -aseguró el arzobispo-. Yo mismo lo confirmaré.
-Sin duda -rió Enrique- no podría haber mejor razón. Por impotencia respectiva -repitió-. Alguna influencia maligna...
-No nos preocupemos más por ese aspecto -sugirió Villena-. Tengo aquí el retrato de una hembra deliciosa.
Los ojos de Enrique resplandecieron al detenerse en la imagen de la muchacha, joven y bonita, que le presentaba Villena, y en sus labios se dibujó una sonrisa lasciva.
-Pero... ¡es encantadora!
-Encantadora y elegible, Alteza, puesto que es nada menos que Juana, princesa de Portugal, hermana de Alfonso V, el monarca reinante.
-Estoy ya impaciente por verla llegar a Castilla -declaró Enrique.
-Entonces, señor, ¿contamos con vuestra autorización para llevar adelante nuestros planes?
-Queridos amigos, no sólo tenéis mi autorización; os doy la más urgente de las órdenes.
Al salir de los aposentos reales, el marqués y el arzobispo sonreían satisfechos.
La reina había pedido audiencia al rey. Una de sus damas le había llevado la noticia de que el marqués y el arzobispo habían mantenido una entrevista a solas con el rey, y de que la conversación debía de haber sido muy secreta, puesto que antes de iniciarla habían hecho salir a todos los testigos de los aposentos reales.
Enrique la recibió con cordialidad. Saber que pronto se vería libre de ella hacía que casi sintiera afecto por su mujer.
-Blanca, querida mía -la saludó-, parecéis afligida.
-He tenido sueños extraños, Enrique, que me han asustado.
-Mi querida, es locura temer a los sueños en pleno día.
-Es que persisten, Enrique. Es casi como si tuviera una premonición del mal.
Él la condujo hacia una silla y la hizo sentar, inclinándose sobre ella para apoyarle en el hombro una mano tierna y afectuosa.
-Debéis desterrar de vuestra mente esas premoniciones, Blanca. ¿Qué podría sucederle de malo a la reina de Castilla?
-Siento dentro de mí, Enrique, que tal vez no sea durante mucho tiempo reina de Castilla.
-¿Pensáis que se haya organizado una conspiración para asesinarme? Ah, querida mía, veo que habéis estado cavilando sobre la reina viuda de Arévalo. Os imagináis que sus amigos me eliminarán para que el pequeño Alfonso pueda heredar mi corona, pero no temáis. Aunque quisiera, no podría hacerme daño.
-No pensaba en ella, Enrique.
-¿Qué es, entonces, lo que hay que temer?
-No tenemos hijos.
-Pues hay que tratar de remediarlo.
-Enrique, ¿lo decís en serio?
-Os inquietáis demasiado, estáis en exceso ansiosa. Tal vez de ahí venga vuestro fracaso.
Pero, ¿soy yo quien fracasa, Enrique?, quiso preguntar la reina. ¿Estáis seguro de eso?
Sin embargo, no se atrevió. Palabras como esas lo encolerizarían y Enrique encolerizado era capaz de culparla; y, planteada esa inculpación, ¿cómo saber lo que podía resultar de ella?
-Debemos tener un hijo -repitió desesperadamente.
-Calmaos, Blanca. Todo se arreglará. Habéis permitido que vuestros sueños os perturben.
-Sueño que regreso a Aragón. ¿Por qué he de soñar eso, Enrique? ¿Acaso Castilla no es mi hogar?
-Sí, Castilla es vuestro hogar.
-Sueño que estoy allí... en el aposento que solía ocupar. Sueño que allí están todos... mi familia... mi padre, Leonor, mi madrastra con el pequeño Fernando en brazos... y todos se acercan a mi cama, y yo siento que van a hacerme daño. Carlos está en algún lugar del palacio y yo no puedo llegar a él.
-Sueños, mi querida Blanca. ¿Qué son los sueños?
-Soy una tonta por pensar en ellos, pero quisiera no tenerlos. El marqués y el arzobispo estuvieron con vos, Enrique. Espero que os hayan traído buenas noticias.
-Muy buenas noticias, mi querida.
Blanca lo miró con ansiedad, pero él no se enfrentó con sus ojos y, conociéndolo ella como lo conocía, eso la aterrorizó.
-Tenéis muy buena opinión de ellos -aventuró.
-Son astutos... y son amigos míos. Eso lo sé.
-Supongo que... antes de aceptarla... someteríais su sugerencia a un Consejo.
-No debéis preocuparos por asuntos de estado, querida mía.
-Entonces, fue de asuntos de estado de lo que hablasteis.
-Efectivamente.
-Enrique, sé que por mi incapacidad de tener hijos no he sido para vos una esposa satisfactoria, pero os amo y me he sentido muy feliz en Castilla.
Enrique la tomó de las manos y la obligó suavemente a ponerse de pie. Le apoyó los labios en la frente y después, rodeándole los hombros con un brazo, la condujo hasta la puerta.
Eso era una despedida.
Era bondadosa; era cortés. Si estuviera planeando librarse de mí, se tranquilizó la reina, no me trataría así. Pero, mientras volvía a sus aposentos, se sentía muy insegura.
Cuando ella hubo salido, Enrique frunció el ceño. Uno de ellos tendrá que darle la noticia, pensaba. El arzobispo es el más adecuado. Una vez que Blanca lo sepa, jamás volveré a verla.
Aunque lo sentía por ella, no se dejaría entristecer.
Blanca regresaría a la corte de su padre, en Aragón, y allá tendría a su familia para que la consolara.
Volvió a tomar el retrato de Juana de Portugal. ¡Tan joven! ¿E inocente? Enrique no estaba seguro. Por lo menos, había una promesa de sensualidad en esa boca riente.
-¿Cuánto falta? -murmuró-. ¿Cuánto falta para que Blanca regrese a Aragón y venga Juana a ocupar su lugar?
La procesión se disponía a salir de Lisboa, pero la princesa Juana no sentía dolor alguno al dejar su hogar; estaba ansiosa por llegar a Castilla, donde esperaba disfrutar de su nueva vida.
En la corte de Castilla la etiqueta sería solemne, al estilo de los castellanos, pero Juana había oído decir que su futuro esposo era pródigo en el agasajo y que vivía en medio del esplendor. Era hombre aficionado a la compañía femenina, pero Juana se tran-
quilizó pensando que si tenía tantas amantes, eso se debía a que Blanca de Aragón era tan falta de gracia y atractivos.
Tampoco tenía ella la intención de doblegarlo demasiado. Personalmente, alguna pequeña aventura amorosa no le disgustaba; y si de cuando en cuando Enrique extraviaba el camino que llevaba al lecho matrimonial, no se le ocurriría a ella reprochárselo, ya que si se mostraba tolerante con él, su marido lo sería con ella, y la princesa anticipaba la vida emocionante que la esperaba en Castilla.
En su opinión, en Lisboa la tenían demasiado vigilada.
Por todo eso, no fue mucha la nostalgia que acompañó sus preparativos para la partida. Desde las ventanas del castillo de San Jorge dominaba la ciudad, y se despedía de ella con regocijo. Poco amor sentía por esa ciudad, con su antigua catedral, cerca de la cual, se contaba, había nacido San Antonio. Los santos de Lisboa poco significaban para ella. ¿Qué le importaba que después de su martirio el cuerpo de San Vicente hubiera llegado a Lisboa por el Tajo, en una barca guiada por dos cuervos negros? ¿Qué le importaba de que el espíritu de San Antonio seguía presente y que a todos los que habían perdido algo querido los ayudaba a recuperarlo? Para ella, eso no eran más que leyendas.
La princesa se apartó de la ventana y del paisaje de higueras y olivares, de la Alcacova donde habían vivido en un tiempo los árabes, de las tejas musgosas del distrito de Alfama y de la cinta centelleante del Tajo.