Se sentía feliz al despedirse de todo lo que había sido su hogar, porque en el país nuevo hacia donde se dirigía sería reina... reina de Castilla.
Ya no tardarían en partir, marchando hacia el este, rumbo a la frontera.
Los ojos le brillaban cuando Juana tomó el espejo que le tendía su dama de honor; por encima del hombro la miró y vio en sus ojos una mirada tan gozosa como la de ella.
-Entonces, Alegre, ¿también tú estás feliz de ir a Castilla?
-Feliz estoy, señora -respondió la doncella.
-Allá tendrás que conducirte con decoro, ¿sabes?
La sonrisa con que Alegre le respondió era traviesa. Era una muchacha despierta, y por esa razón la había escogido Juana, también de carácter jubiloso y despierto. El sobrenombre, Ale-
gre, se lo debía a una de sus doncellas españolas que, años atrás, la había definido así: alegre.
Alegre había tenido aventuras; algunas las relataba, otras no.
-Cuando sea reina -le sonrió anchamente Juana- tendré que ponerme muy severa.
-Nunca lo seréis conmigo, señora. ¿Cómo podríais ser severa con alguien que en su manera de ser se os parece tanto como ese reflejo se parece a vuestro rostro?
-Tal vez tenga yo que cambiar mi manera de ser.
-Pues dicen que el rey, vuestro esposo, es muy calavera...
-Eso es porque jamás ha tenido una mujer que lo satisfaga.
Alegre sonrió, enigmática.
-Esperemos que, cuando tenga una mujer que lo satisfaga, siga siendo calavera.
-Ya te vigilaré, Alegre, y si no eres buena, te mandaré de vuelta aquí.
Alegre inclinó graciosamente la cabeza.
-Está bien, señora. En la corte de vuestro hermano hay algunos caballeros encantadores.
-Vamos -decidió Juana-, que es hora de salir. Abajo nos están esperando.
Con una reverencia, Alegre se apartó para dejar salir a Juana del aposento.
Después la siguió hacia el patio, donde los caballeros con sus vistosos avíos y los baúles del equipaje las esperaban para iniciar el viaje de Lisboa a Castilla.
Antes de que Juana comenzara su viaje, Blanca había partido rumbo a Aragón.
Le parecía que la pesadilla se había convertido en realidad, porque era eso, exactamente, lo que había temido en sus sueños.
Doce años habían pasado desde que dejara su hogar como novia de Enrique; entonces, como ahora, había sentido miedo. Pero había salido de Aragón en su condición de novia del heredero de Castilla; su familia estaba de acuerdo con la unión, y la joven no había previsto razones por las que su matrimonio pudiera terminar en fracaso.
Pero era muy diferente emprender aquel viaje como prome-
tida que deshacer el camino como esposa repudiada por haber fracasado en el intento de dar al trono el necesario heredero.
Blanca pensaba ahora en el momento en que ya no había podido seguir ocultándose la verdad, cuando el arzobispo se había alzado frente ,a ella para anunciarle que su matrimonio quedaba anulado «por impotencia respectiva».
La reina había querido protestar con amargura, había querido clamar: «¿De qué sirve hacerme a un lado? Lo mismo sucederá con cualquier otra mujer. Enrique es incapaz de engendrar hijos».
Pero no la habrían escuchado y, a su causa, esas palabras no le habrían hecho ningún bien. ¿De qué serviría protestar? Sólo pudo escuchar sombríamente y, cuando se quedó sola, arrojarse sobre la cama para quedarse mirando el techo, mientras recordaba la perfidia de Enrique, que en el momento mismo en que planeaba deshacerse de ella le había dado a entender que siempre seguirían juntos.
Blanca debía regresar con su familia, donde no había lugar para ella. Su padre había cambiado desde su segundo matrimonio; estaba completamente hechizado por su madrastra. Lo único que allí les importaba eran los adelantos del pequeño Fernando.
¿Qué sería ahora de ella, sin otro amigo en el mundo que su hermano Carlos? ¿Y qué pasaría ahora con Carlos? No se llevaba bien con su padre, y eso se debía a los celos de su madrastra.
¿Qué pasará conmigo en la corte de mi padre?, se preguntaba Blanca mientras hacía el largo y tedioso viaje de regreso al hogar de su infancia; y le parecía que las pesadillas que había padecido no eran simples sueños; al ser torturada por ellas, se le había concedido un atisbo del futuro.
En el palacio de Arévalo, la vida se deslizaba en calma.
Aquí somos más felices que en Madrid, pensaba la pequeña Isabel. Aquí parece que todos estuvieran serenos y ya no tuvieran miedo.
Era verdad. No había habido ninguno de esos interludios aterradores durante los cuales la reina perdía el dominio de sí. Hasta se oían risas en el palacio.
Tenía que tomar regularmente sus lecciones, claro, pero a la
pequeña Isabel le gustaba estudiar. Sabía que tenía que aprender, si quería estar dispuesta para su gran destino. La vida se reducía a una serie de normas; levantarse temprano y acostarse temprano. Durante el día había muchas oraciones y plegarias, e Isabel había oído que algunas de las mujeres se quejaban de que vivir en Arévalo era como vivir en un convento.
La infanta estaba contenta con su convento. Mientras pudieran vivir así, y su madre se mostrara sosegada y calma, y no asustada, Isabel podía ser feliz.
En Alfonso iba apuntando una personalidad propia. Ya no era un nene gorjeante que pataleaba en su cuna. lira un placer verlo dar los primeros pasos mientras Isabel le tendía los brazos para sostenerlo si vacilaba. A veces, los niños jugaban con una de las damas; a veces, con la propia reina viuda, que en ocasiones tomaba en brazos al niñito y lo abrazaba estrechamente. En esos momentos Isabel, siempre alerta, miraba a su madre, buscando el tic delator en la boca. Pero Alfonso protestaba enérgicamente si lo abrazaban con demasiada fuerza y por lo general de esa manera se evitaba una escena.
Isabel echaba de menos a su padre; echaba de menos a su hermano Enrique. Pero sentía que podía ser feliz así, con sólo que su madre se mantuviera en calma y contenta.
-Quedémonos así... siempre -rogó un día.
Pero a la reina viuda los labios se le pusieron tensos y empezaron a estremecérsele, y la niña se dio cuenta de que había cometido un error.
-Te espera un gran destino -empezó-. Tú sabes que si este pequeño...
Había sido ese el momento en que levantó a Alfonso, abrazándolo con tanta fuerza que el niño protestó, de manera que afortunadamente sus protestas distrajeron a la reina viuda de lo que estaba a punto de decir.
Le sirvió de lección, al mostrarle la facilidad con que se podía caer en una trampa. Isabel se quedó horrorizada al comprender que, con todo su deseo de evitar escenas histéricas, ella misma, con una observación impensada, había estado a punto de desencadenar una.
Tendría que estar sobre aviso siempre, no debía dejarse engañar por la paz aparente de Arévalo.
Después vino ese día aterrador en que su madre visitó a los dos niños en su aposento.
Isabel se dio cuenta inmediatamente de que había sucedido algo infausto, y el corazón empezó a latirle con tal fuerza que la ahogaba. Alfonso, por supuesto, no percibió que algo anduviera mal.
Se arrojó, corriendo, en los brazos de su madre, que lo levantó. La reina se quedó inmóvil, estrechándolo contra su pecho, y cuando el pequeño empezó a retorcerse, no lo soltó.
-Alteza -gritó el infante, y en su orgullo por saber decir la palabra, la repitió-: Alteza... Alteza...
A Isabel le pareció que su hermano gritaba, tal era el silencio que reinaba en el aposento.
-Hijo mío -exclamó la reina-, un día serás rey de Castilla, ya no cabe duda.
-Alteza... -lloriqueó Alfonso-. Me hacéis daño.
Isabel quiso correr hacia su madre para explicarle que estaba apretando demasiado a Alfonso, y recordarle cuánto más felices eran cuando no hablaban del futuro rey -o reina- de Castilla.