Asentí con la cabeza. Cinco semanas antes de la muerte de McCaleb. Anoté las fechas a las que nos habíamos referido en mi libreta. No estaba seguro del significado de nada de ello.
– Perfecto -dije-. ¿Quiere hacer otra cosa más por mí ahora, Buddy?
– Claro. ¿Qué?
– Vaya a cubierta, baje esas cañas del estante y lávelas. No creo que lo hiciera nadie después del último crucero. Están haciendo que este lugar huela agrio y creo que voy a quedarme un par de días por aquí. Me ayudaría mucho.
– Quiere que suba y lave las cañas.
Lo dijo como una afirmación, una muestra de que se sentía insultado y decepcionado. Yo levanté la mirada de la foto para observar su rostro.
– Sí, eso es. Me ayudaría mucho. Acabaré con las fotos y después podemos ir a visitar a Otto Woodall. -Como quiera.
Salió del camarote desencantado y oí que subía pesadamente los escalones, tan ruidoso como antes había sido silencioso. Coloqué la segunda foto de la impresora junto a la primera. Cogí un rotulador negro de una taza de café del escritorio y anoté en el borde blanco de debajo de la foto el nombre de Jordán Shandy.
De regreso en el taburete centré otra vez mi atención en el ordenador y en la foto de Graciela y su hija. Hice clic en la flecha de avance y apareció la siguiente foto. De nuevo era una foto en el interior de un centro comercial. Esta había sido tomada desde más lejos y tenía mucho grano. En esta imagen había un niño detrás de Graciela. El hijo, concluí, el hijo adoptado.
En la foto estaban todos los miembros de la familia menos Terry. ¿Era él el fotógrafo? En ese caso, ¿por qué tomar la foto desde tanta distancia? Volví a pulsar en la flecha y continué viendo fotos. Casi todas ellas habían sido tomadas desde el interior del centro comercial y todas estaban sacadas desde cierta distancia. En ninguna de las fotos había ningún miembro de la familia mirando a la cámara. Después de veintiocho imágenes similares, el escenario cambió y la familia apareció en el ferry a Catalina. Se dirigían a casa y el fotógrafo continuaba con ellos todo el tiempo.
Sólo había cuatro fotos en esta serie. En cada una de ellas Graciela estaba sentada en la mitad trasera de la cabina principal del ferry, con el niño a un lado y la niña al otro. El fotógrafo se había situado en la parte delantera de la cabina, disparando a través de varias filas de asientos. Si Graciela se fijó, probablemente no se dio cuenta de que ella era el centro del foco de la cámara y pensaría que el fotógrafo era un turista más camino de Catalina.
Las últimas dos fotos de las treinta y seis parecían fuera de lugar con las otras, como si formaran parte de un proyecto completamente diferente. La primera era de un cartel de carretera de color verde. La amplié y vi que había sido tomada a través del parabrisas de un coche. Veía el marco del parabrisas, parte del salpicadero y algún tipo de pegatina en la esquina del cristal. Parte de la mano del fotógrafo, descansando en el volante en la posición de las once en punto, también aparecía en la imagen.
El cartel se alzaba contra un paisaje de desierto árido. Decía:
ZZYZX ROAD
1 MILLA
Conocía la carretera. O, para ser más exactos, conocía el cartel. Cualquier persona de Los Ángeles que hiciera el trayecto de ida y vuelta a Las Vegas con tanta frecuencia como lo había hecho yo en el último año tenía que conocerlo. Aproximadamente a mitad de camino en la interestatal 15 estaba la salida de Zzyzx Road, reconocible cuando menos por su peculiar nombre. Estaba en el Mojave y parecía una carretera a ninguna parte. No había gasolinera, ni área de descanso. Al final del alfabeto. Al final del mundo.
La última foto era igual de desconcertante. La amplié y vi que era una extraña naturaleza muerta. En el centro de la imagen había un viejo barco, con los remaches de las planchas de madera abiertas y la pintura amarillenta pelándose bajo el sol abrasador. Se hallaba en el terreno rocoso del desierto, aparentemente a kilómetros de cualquier agua en la que pudiera flotar. Un barco a la deriva en un mar de arena. Si tenía algún significado específico, no lo había visto.
Siguiendo el procedimiento que había observado a Lockridge, imprimí las dos fotos del desierto y después volví a revisar las otras fotos para elegir una muestra de imágenes a imprimir. Envié dos fotos del ferry y dos fotos del centro comercial a la impresora. Mientras esperaba, amplié varias de las fotos del centro comercial en la pantalla con la esperanza de ver algo en segundo plano que identificara en qué centro comercial estaban Graciela y los niños. Sabía que simplemente podía preguntárselo a ella, pero no estaba seguro de querer hacer eso.
En las fotos logré identificar las bolsas que llevaban varios compradores como procedentes de Nordstrom, Saks Fifth Avenue y Barnes & Noble. En una de las fotos la familia pasaba a través de una especie de terraza en la que había concesiones de Cinnabon y Hot Dog on a Stick. Anoté todos esos nombres en mi libreta y sabía que con esos cinco establecimientos probablemente podría determinar en qué centro comercial se habían sacado las fotos, si decidía que era necesario disponer de esa información y no quería preguntar a Graciela al respecto. Eso seguía siendo una cuestión abierta. No quería alarmarla si no era necesario. Contarle que probablemente la habían estado vigilando mientras paseaba con su familia -y que probablemente lo había hecho alguien con una extraña relación con su marido- no parecía el mejor camino. Al menos al principio.
Esa relación se tornó más extraña y más alarmante cuando la impresora escupió por fin una de las fotos que había elegido de la secuencia del centro comercial. En la imagen, la familia pasaba caminando por delante de la librería Barnes & Noble. La foto se había sacado desde el otro lado del centro comercial, pero el ángulo era casi perpendicular al escaparate. El escaparate principal de la librería captó un tenue reflejo del fotógrafo. No lo había visto en la pantalla del ordenador, pero allí estaba en el papel.
La imagen del fotógrafo era demasiado pequeña y demasiado tenue contra el expositor del interior: una foto de tamaño real de un hombre vestido con un kilt. El cartel estaba rodeado de pilas de libros y al lado había un letrero que decía: «Ian Rankin aquí esta noche.» Me di cuenta entonces de que podía usar el expositor para determinar el día exacto en que se habían tomado las fotos de Graciela y sus hijos. Lo único que tenía que hacer era llamar a la librería y descubrir cuándo había estado allí Ian Rankin. En cambio, el expositor también contribuyó a ocultarme el fotógrafo.
Volví al ordenador, localicé la foto entre las miniaturas y la amplié. La miré, dándome cuenta de que no sabía qué hacer.
Buddy estaba en cubierta, rociando las ocho cañas y carretes apoyados contra la popa con una manguera conectada a un grifo de la borda. Le dije que cerrara el grifo y bajara al despacho. El obedeció sin decir palabra. Cuando estuvimos de nuevo en el camarote le hice una señal para que se sentara en el taburete. Me incliné por encima de él y destaqué la zona del reflejo del fotógrafo en la pantalla.
– ¿Puede ampliarse esto? Quiero ver mejor esta zona.
– Puedo ampliarlo, pero perderá definición. Es digital, ¿sabe? Hay lo que hay.
No sabía de qué estaba hablando. Sólo le dije que lo hiciera. El jugó con algunos de los botones cuadrados dispuestos en la parte superior del marco y empezó a ampliar la fotografía y después la reposicionó de manera que el área ampliada permaneciera en pantalla. Enseguida dijo que había maximizado la ampliación. Me acerqué. La imagen era más borrosa todavía. Ni siquiera las líneas en el kilt del autor eran nítidas.
– ¿Puede apretarlo un poco?
– Se refiere a hacerlo más pequeño. Claro, puedo…
– No, me refiero a enfocarlo más.
– No, tío, es todo. Lo que ve es lo que hay.