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– ¿Qué es eso?

– Es Zzyzx -dijo Dei-. Por lo que yo sé, es el culo del universo. Un predicador de radio le puso el nombre y lo construyó hace sesenta años. Obtuvo el control del territorio prometiendo a las autoridades que haría prospecciones. Pagó a borrachines de los barrios bajos de Los Ángeles para que lo hicieran mientras él continuaba en antena y hacía un llamamiento a los que tenían fe para que vinieran aquí a bañarse en las aguas del manantial y beber el agua mineral que él embotellaba. La Oficina de Control de la Tierra tardó veinticinco años en deshacerse de él. Entonces se entregó el lugar al sistema universitario estatal para que hiciera estudios sobre el desierto.

– ¿Por qué aquí? ¿Por qué Backus los enterró aquí?

– Por lo que podemos conjeturar la causa es que es terreno federal. Quería asegurarse de que nosotros, probablemente tú, trabajábamos en el caso. Si eso era lo que quería, lo ha conseguido. Es una gran excavación. Hemos tenido que traer suministro eléctrico, refugio, comida, agua, todo.

Rachel no dijo ni una palabra. Estaba examinándolo todo, desde la escena del crimen hasta el distante horizonte de crestas grises que encerraban la cuenca. No estaba de acuerdo con la opinión que Dei tenía del lugar. Había oído que describían la costa de Irlanda como un paraje de extraordinaria belleza. Pensaba que el desierto, con su paisaje lunar y agreste también era hermoso a su modo. Poseía una belleza áspera. Una belleza peligrosa. Nunca había pasado mucho tiempo en el desierto, pero sus años en las dos Dakotas le habían enseñado a apreciar los lugares ásperos, los paisajes vacíos donde el ser humano es un intruso. Ese era el secreto. Tenía lo que el FBI llamaba un destino en «condiciones rigurosas». Estaba concebido para que la gente se hartara y lo dejara. Pero ella había vencido en esta partida. Podía quedarse allí para siempre. No iba a renunciar.

Dei frenó cuando se acercaron a un puesto de control instalado a un centenar de metros de las tiendas. Un hombre con un mono azul con las letras FBI en blanco en el bolsillo del pecho estaba de pie bajo una tienda estilo playero con los laterales abiertos. El viento del desierto, que antes había jugado a revolver el pelo del agente, amenazaba con arrancarla de sus anclajes.

Dei bajó la ventanilla. No se molestó en decir su propio nombre ni en mostrar su identificación. La conocían. Le dijo al hombre el nombre de Rachel y la calificó de «agente de visita», significara eso lo que significase.

– ¿La ha autorizado el agente Alpert? -preguntó él, con la voz seca y plana como la cuenca del desierto que tenía tras de sí.

– Sí, está autorizada.

– Muy bien, entonces sólo necesito sus credenciales.

Rachel le tendió su cartera de identificación. El agente anotó el número de serie y se la devolvió.

– ¿De Quantico?

– No, de Dakota del Sur.

El agente la miró con esa expresión que decía que sabía que ella era un cero a la izquierda.

– Páselo bien -le dijo al tiempo que se volvía hacia su tienda.

Dei avanzó, subiendo la ventanilla, dejando al agente en medio de una nube de polvo.

– Es de la OC de Las Vegas -dijo ella-. No están muy contentos jugando de reservas.

– ¡Qué novedad!

– Exacto.

– ¿Alpert está al mando?

– Sí.

– ¿Cómo es?

– Bueno, ¿recuerdas tu teoría de que los agentes eran morios o empáticos?

– Sí.

– Es un morfo.

Rachel asintió con la cabeza.

Llegaron a un pequeño letrero de cartulina enganchado a una rama de un árbol de Josué. Decía «Vehículos» y tenía una flecha que señalaba a la derecha. Dei giró y aparcaron al final de una fila de cuatro Crown Vic igualmente sucios.

– ¿Y tú? -preguntó Rachel-. ¿Al final tú qué eres?

Dei no respondió.

– ¿Estás preparada para esto? -preguntó a Rachel en cambio.

– Absolutamente. He estado esperando cuatro años para tener otra oportunidad con él. Aquí empieza.

Rachel entreabrió la puerta y salió al brillante sol del desierto. Se sentía en casa.

10

Backus las siguió por la rampa de salida desde una distancia prudencial. Cruzó por encima de la interestatal y puso el intermitente para dar la vuelta. Si ellas lo estaban observando por el espejo, simplemente lo tomarían por alguien que estaba cambiando de sentido para dirigirse de nuevo a Las Vegas.

Antes de volver a incorporarse a la interestatal, observó el vehículo del FBI que salía de la carretera pavimentada y se dirigía al yacimiento a través del desierto. Su yacimiento. Una nube de polvo se levantó detrás del coche. Distinguió las tiendas blancas en la distancia y sintió una sobrecogedora sensación de éxito. La escena del crimen era una ciudad que él había construido. Una ciudad de huesos. Los agentes eran como hormigas entre paneles de cristal. Vivían y trabajaban en el mundo que él había creado, cumpliendo sin saberlo con su antojo.

Deseó poder acercarse más a aquel cristal, absorberlo todo y contemplar el horror que él había esculpido en sus rostros, pero sabía que el riesgo era demasiado grande.

Y tenía otras ocupaciones. Pisó a fondo el acelerador y se dirigió de nuevo hacia la ciudad del pecado. Tenía que asegurarse de que todo estaba preparado como era debido.

Mientras conducía sintió que una ligera sensación de melancolía se deslizaba por debajo de sus costillas. Supuso que era por la decepción de haber dejado atrás a Rachel en el desierto. Tomó una profunda inspiración y trató de desembarazarse de esta sensación. Sabía que no pasaría mucho tiempo hasta que estuviera cerca de ella otra vez.

Al cabo de un momento, sonrió ante el recuerdo del letrero con su nombre que sostenía la mujer que había ido a buscar a Rachel al aeropuerto. Una broma interna entre agentes. Backus reconoció a la que había ido a recibirla. La agente Cherie Dei. Rachel había sido su mentora, del mismo modo que él había sido mentor de Rachel. Eso significaba que parte de la perspicacia que lo caracterizaba había pasado a través de Rachel a esta nueva generación. Eso le gustó. Se preguntó cuál habría sido la reacción de Cherie Dei si él se hubiera acercado a ella y a su estúpido letrero y le hubiera dicho: «Gracias por venir a recibirme.»

Contempló a través de la ventanilla del coche el terreno plano y agreste del desierto. Creía que era verdaderamente hermoso, más todavía por lo que él había plantado en la arena y las rocas.

Pensó en eso y pronto se alivió la presión en su pecho y se sintió de nuevo maravillosamente. Miró en el retrovisor en busca de perseguidores, pero no vio nada sospechoso. Entonces se miró en el espejo y admiró una vez más el trabajo del cirujano. Se sonrió a sí mismo.

11

A medida que se acercaban a las tiendas, Rachel Walling empezó a oler la escena. El inconfundible olor de la carne putrefacta transportado por el viento que arremetía contra el campamento, hinchaba las tiendas y salía de nuevo. Rachel empezó a respirar por la boca, obsesionada por el conocimiento, que hubiera preferido no tener, de que la sensación del olor se percibía cuando las pequeñas partículas golpeaban los receptores sensoriales de las fosas nasales. Eso significaba que si olías carne en descomposición era porque estabas respirando carne en descomposición.

Había tres pequeñas tiendas cuadradas en la entrada del emplazamiento. No eran de las de camping, sino tiendas de campaña militares con laterales rectos de dos metros y medio. Detrás de estas tres, había una tienda rectangular más grande. Rachel se fijó en que todas las tiendas tenían solapas de ventilación en la parte superior. Sabía que en ellas se estaban llevando a cabo excavaciones en busca de cadáveres. Las ventilaciones eran para dejar que parte del calor y el olor hediondo escaparan.