Solapándose con todo ello estaba el ruido. Al menos dos generadores de gasolina proporcionaban electricidad a la escena. Había asimismo dos autocaravanas grandes aparcadas a la izquierda de las tiendas y sus dos aparatos de aire acondicionado del techo estaban zumbando.
– Vamos ahí primero -dijo Cherie Dei, señalando a una de las autocaravanas-. Randal suele estar ahí.
Las caravanas parecían como cualquier motorhome que Rachel había visto en la carretera. Esta se llamaba Open Road y llevaba matrícula de Arizona. Dei llamó a la puerta y la abrió inmediatamente, sin esperar respuesta. Entraron. El interior del vehículo no estaba preparado para hacer camping en la carretera. Las particiones y las comodidades del hogar habían sido retiradas. Era una larga sala dispuesta con cuatro mesas plegables y numerosas sillas. En la pared posterior había una encimera con toda la maquinaria habitual de oficina: ordenador, fax, fotocopiadora y cafetera. Dos de las mesas estaban cubiertas de papeles. En la tercera, de manera incongruente con el propósito y el entorno, había un gran bol de fruta. La mesa del almuerzo, supuso Rachel. Incluso junto a una enorme fosa común uno tenía que comer. En la cuarta mesa había un hombre con un teléfono móvil y un portátil abierto delante de él.
– Siéntate -dijo Dei-. Te presentaré en cuanto haya colgado.
Rachel se sentó junto a la mesa del almuerzo y olisqueó de manera cautelosa. El aire acondicionado de la caravana estaba reciclando. El olor de la excavación no se percibía. No era de extrañar que el jefe se quedara allí. Miró el bol de fruta y pensó en coger un puñado de uvas para mantener la energía, pero descartó la idea.
– Si quieres un poco de fruta, adelante -dijo Dei.
– No, gracias.
– Tú misma.
Dei se inclinó y cogió unas uvas, y Rachel se sintió estúpida. El hombre del móvil, que ella supuso que era el agente Alpert, estaba hablando en voz demasiado baja para ser oído, probablemente también para la persona con la que estaba hablando. Rachel se fijó en que la larga pared que se extendía en el lado izquierdo de la caravana estaba cubierta de fotografías de las excavaciones. Apartó la mirada. No quería examinar las fotografías hasta que hubiera estado en las tiendas. Se volvió y miró por la ventana contigua a la mesa. La caravana ofrecía la mejor vista del desierto. Podía mirar a la cuenca y toda la línea de riscos. Se preguntó por un momento si la vista tenía algún significado. Si Backus había elegido el emplazamiento por algún sentido y cuál era éste.
Cuando Dei volvió la espalda, Rachel cogió unas uvas y se puso tres en la boca de golpe. En el mismo momento, el hombre cerró el móvil de golpe, se levantó de la mesa y se aproximó a ella con la mano extendida.
– Randal Alpert, agente especial al mando. Nos alegra tenerla aquí con nosotros.
Rachel le estrechó la mano, pero tuvo que esperar hasta tragar las uvas antes de hablar.
– Me alegro de conocerle, aunque las circunstancias no sean las mejores.
– Sí, pero fíjese en esa vista. Seguro que es mejor que la pared de ladrillos que tengo detrás en Quantico, y al menos estamos aquí a últimos de abril y no en agosto. Eso habría sido mortal.
Era el nuevo Bob Backus. Dirigiendo el cotarro desde Quantico, saliendo en los casos más gordos, y por supuesto aquél era uno de ellos. Rachel concluyó que no le gustaba y que Cherie tenía razón en que era un morfo.
Rachel había llegado a la conclusión de que los agentes en Comportamiento eran de dos tipos. Al primer tipo ella los llamaba «morfos». Esos agentes eran muy parecidos a los hombres y mujeres a los que cazaban. Capaces de impedir que nada les afectara. Podían pasar de un caso a otro como un asesino en serie, sin verse arrastrados a todo el horror y la culpa y al conocimiento de la verdadera naturaleza del mal. Rachel los llamaba «morfos» porque esos agentes podían coger esa carga y de alguna manera metamorfosearla en algo distinto. El emplazamiento de una fosa común se convertía en una vista mejor que cualquiera de las que había en Quantico.
A los del segundo tipo, Rachel los llamaba «empáticos», porque engullían todo el horror de los casos y lo asimilaban. Este se convertía en el fuego de campamento que los calentaba. Lo usaban para conectar y motivarse para hacer su trabajo. Para Rachel, éstos eran los mejores agentes porque iban hasta el límite y más allá de éste para capturar al criminal y resolver el caso.
Sin duda era más sano ser un morfo. Ser capaz de avanzar sin ninguna carga. En los pasillos de Comportamiento acechaban los fantasmas de los empáticos, los agentes que no lograron llegar al final, para los que el fardo fue demasiado pesado. Agentes como Janet Newcomb, que se puso la pistola en la boca, o Jon Fenton, que se estrelló contra el contrafuerte de un puente, o Terry McCaleb, que literalmente dio su corazón al trabajo. Rachel los recordaba a todos ellos y recordaba a Bob Backus, el morfo por excelencia, el agente que era a la vez cazador y presa.
– Era Brass Doran al teléfono -explicó Alpert-. Le manda saludos.
– ¿Está en Quantico?
– Sí es agorafóbica con ese lugar. Nunca quiere salir. Está dirigiendo la investigación allí. En fin, agente Walling, sé que sabe de qué se trata. Tenemos aquí una situación delicada. Estamos contentos de que esté con nosotros, pero está aquí estrictamente como observadora y posible testigo.
A Rachel no le gustó que Alpert fuera tan formal con ella. Era una forma de mantenerla fuera del círculo.
– ¿Una testigo? -preguntó.
– Podría darnos algunas ideas. Conocía a ese tipo. La mayoría de nosotros estábamos persiguiendo atracadores de bancos cuando se desató toda la historia con Backus. Yo llegué a la unidad justo después de que saltara lo suyo. Después de que la ORP pasara por allí. Cherie es una de las pocas que quedan de entonces.
– ¿Lo mío?
– Ya sabe a qué me refiero. Usted y Backus… -¿Puedo ir a la excavación ahora? Me gustaría ver qué tenemos.
– Bueno, Cherie la llevará dentro de un momento. No hay mucho que ver, más que los huesos de hoy.
Hablaba como un verdadero morfo, pensó Rachel. Miró a Dei y ésta se lo confirmó con la mirada.
– Pero antes hay algo de lo que quiero que hablemos.
Rachel sabía lo que se avecinaba, pero dejó que hablara Alpert. Este caminó hasta la parte delantera de la caravana y señaló al desierto a través del parabrisas. Rachel siguió la dirección del dedo, pero no vio nada más que las colinas.
– Bueno, no puede verlo desde este ángulo -dijo Alpert-, pero allí en el suelo tenemos un gran cartel con letras grandes que pone: «Filmando. No sobrevolar. Ruido no.» Eso es por si alguien tiene curiosidad con tantas tiendas y vehículos. Buena idea, ¿eh? Creen que es el escenario de una película. Los mantiene alejados de nosotros.
– ¿Y de qué quería hablar?
– ¿De qué quería hablar? Quería hablar de que hemos echado una buena manta encima de esto. Nadie lo sabe y queremos que siga así.
– ¿Y está insinuando que soy un topo para los medios?
– No, no estoy insinuando eso. Le estoy dando la misma charla que al resto de los que vienen aquí. No quiero que esto llegue a los medios. Esta vez quiero controlarlo. ¿Entendido?
Más bien eran las autoridades del FBI o de la Oficina de Responsabilidad Profesional quienes querían controlarlo, pensó. Las revelaciones del caso Backus casi habían diezmado los mandos y la reputación de la unidad de Ciencias del Comportamiento la última vez, por no mencionar el colosal fiasco de relaciones públicas que supuso para el FBI en su conjunto. En el momento presente, con los fallos del 11 -S y la competición del FBI con Seguridad Nacional por los dólares del presupuesto y los titulares, el foco de los medios en un asesino desquiciado que había sido agente no era lo que las autoridades del FBI o la Oficina de Responsabilidad Profesional tenían en mente. Especialmente cuando se había inducido a la opinión pública a pensar que el agente asesino había muerto hacía años.